21 de diciembre de 2008

preambulando

En la esquina el tiempo estaba clavado en una posición de sombras inalterable, seguía sonando el viento que él dijo que una vez grabó para demostrar que hace el mismo sonido que el del mar; en la esquina la noche parecía una maqueta, con el cartel de los nombres de las calles erguido y valiente, que trajera lo que trajera la noche barranca arriba desde el río, el cartel seguiría plantado.

Y de hecho subieron desde los márgenes del barrio ciertos personajes inexplicables, sobre todo dado el horario: pasó un negro cantando soul afónico en inglés y pareció ni verlos a ellos sentados sobre el cordón; también pasaron algunas parejas en bicicleta y un hombre de traje que parecía venir directo de la oficina, a las tres de la mañana. “Debería trabajar menos”, dijeron susurrando y riéndose bajito.

- ¿Sabés por qué no es igual que el mar? –preguntó ella; todavía susurrando para que fuera menos agresivo desafiarle la teoría de equivalencia sonora a un pianista.
- ¿Por qué?
- Porque en el mar no hay hojas que se raspen en círculos contra el asfalto.

En esas calles altas del barrio, lo que llegaba del viento violento que traía el este y que hasta hacía un rato los había estado golpeando y despeinando en la costanera del río, era apenas un vientito mareado que hacía girar hojas secas y se llevaba el humo de los cigarrillos, pero nada más.

- Tenés razón –contestó falsamente derrotado.
- Salvo, quizás, en Mar del Plata.

Cuánto puede durar el preámbulo de un beso, asumieron que se había ido de las bocas, más que de las manos, que se había alejado del objetivo distraído por las palabras que vuelan en vez de estampar como estampa la boca un beso.

- Tus ojos son dos mañanas juntas –dijo aspirando una de las “s” y tomándose de paso el alma de ella hasta el fondo blanco, sin fruncir el ceño ni hacer demasiado espectáculo al apoyar el vaso.

Ella se acordó de esos que sí hacían ruido con los vasos, de los rudos, y de cómo se iban sin pagar lo consumido, sin reconocer la calidad del trago ni del alma que digerían a duras penas, recordó sus duras penas, e imaginó la voz de un cantinero gritando desde el otro lado de la barra: “Mejor, que por culpa de los cowboys estamos quebrados”, y una señora insistiendo en simular juventud a fuerza de maquillaje mirándolo con ganas –porque si sirve el whisky es siempre guapo, pero sobre todo después del whisky.

No contestó nada; se preguntó, en silencio, a dónde la iría a llevar, él, con ese paso flojo y trayecto rumiante, él que anda grabando los sonidos del mar y del viento. “A cualquier pasillo oscuro”, contestó, como si le hubiera leído la mente, y finalmente le dio el beso. Y era verdad, a cualquier pasillo oscuro, a nublarle las mañanas con el ala de un sombrero.

10 de diciembre de 2008

luna nueva

Te plegás desde las extremidades hasta el ombligo
hasta ser un gesto neutro
y dejar de preguntar por mí, por la familia,
por la ciudad gris que se levanta orgullosa, todavía y con todo,
y yo miro y pienso que tiene más que ver con vos que con ningún otro porteño.

Allá tu puerta se volvió una arista con filo de espada
contra cualquier monstruo fascinante traído desde la infancia
que aparezca camino hacia un vaso de leche
–no vaya a ser cosa que te devuelva la imaginación.
Allá la puerta pesada de madera
te convirtió en una noche de verano densa,
calurosa,
negra,
fermentando en su estómago el pasto con olor a mojado,
secando los rastros de mi lengua,
desapareciendo mi hambre hasta la garganta,
los jazmines de navidad,
las intuiciones de tormenta,
el arrepentimiento de lo que no podríamos ser,
ni vos ni nadie,
porque son cosas de un alcance más ancho que tu sombra.

Andás arrastrando como si pesara,
esa sombra corta colgada de las clavículas y del cuello;
todo el eclipse es culpa de tu cuerpo
y yo en todo caso fosforecía desde algún ángulo por encima de tu hombro,
mínima y circular,
horriblemente blanca,
horriblemente menguante,
cada vez más,
hasta ser
un día
apenas
una uña

clavada al cielo,

la memoria queriendo evocar tu conciencia
incluso si tuviera que rasguñarlo todo y abrir el alcance como una luz mala.

2 de diciembre de 2008

que viva la reina (y que disfruten el taxi)

Apenas nos subimos al taxi nos pusimos a hacer cálculos de distancia y tiempo, tratando de hacer la ecuación que dibujara un recorrido perfecto para dejarnos a todas, cada una en la puerta de su casa. Pero las cuentas las tendríamos que haber hecho antes de subirnos al auto, porque una vez arriba nos dimos cuenta de que había que cortar alguno de los dos vértices del trayecto para que no fuera un chino. Yo u otra. Como si nos hubiésemos subido a un gomón agujereado que se empezó a llenar de agua y agua hasta que tres de las pasajeras empezaron a mirar fijo a la más gorda, como diciendo no nos hagas pedirte que te tires, tirate. “Está bien, yo me bajo en la avenida y me tomo un colectivo, estoy a cinco minutos desde esta altura”. La ventaja en semejantes casos de emergencia es que la gorda suele ser la gorda buena y por supuesto se tira de bomba sin que le pidan; piensa que se lo merece, de hecho. Así que de un momento a otro estaba en el medio de la avenida vacía, plateada como la madrugada, a los pies de un semáforo intermitente, a nado. Pero me resultaba interesante, siempre me siento reina de ese escenario, algo como el accidente de lo sórdido caminando en puntas de pie con los ojos y la mirada muy oscura. Cuando alguien se cruza de frente le busco los ojos como una perra y por las dudas ataco primero, cuando pueden reaccionar ya estoy a una cuadra, ¿qué pasó? Soy un turista que finge no serlo y para eso clava la mirada con confianza. Es que hace varios años estaba en la parada de un colectivo de una calle desierta, con un tipo con el que salía, y se acercó un borracho zigzagueando y haciendo pendular con su brazo una botella. Venía hacia nosotros deliberadamente y yo empecé a temblar despacito y a taparme el escote. Nos pidió monedas y él le dijo “No, pá, si te doy esto me quedo a gamba, y me tengo que ir a dormir para poder ir a laburar mañana”. El borracho bajó la guardia, dejó quieta la botella, todavía colgando del brazo ya caído y no tenso, y le dijo que todo bien. Se fue. Él me miró y me preguntó si había tenido miedo, sonriendo de costado. Admití que sí, era indisimulable. “Nadie le pega a nadie que es del palo”. Hubiera sido una excelente lección de no ser porque ese tipo me hirió de frente y de espalda a mí, que era del palo y encima lo quería, pero algo me quedó de esa moraleja: ya no arrastro la mirada por el cordón cuando la noche empieza a oler agria, a meo, a vino, a beso largo. De última todas esas cosas valen lo agrio.

29 de noviembre de 2008

mona queda

A Nicolás, de onda.

En un torrente de mensajes fragmentados que escribirías con dedos fríos pero apurados para no perder en la fricción de las teclas lo cruel del mensaje, me dijiste que confesara que estoy amurallada en un poema del que no puedo salir porque dentro de él un hombre me sostiene del talón. Sin más. Resumiendo con un revés lo genial a lo que aspiraba el mensaje de esta puta que se viste de seda para parecerse a la literatura y puta queda, mona queda. Yo no asesino nada sin despedirlo, ni siquiera concibo un suicidio sin el ritual de besos, mocos y cursilerías pertinentes en la parada del 5, dejando pasar uno y otro, a contramano de tu resistencia a que me quede. Mucho menos si se trata de asesinar la adolescencia y las cursilerías se vuelven más pertinentes. Me quedo, eh, amenaza, con un tono malevo que se parecería a la adultez si no tuviera conciencia de ser una amenaza. Incluso si me extiendo más allá de las estrofas, si las aplasto y dejo que se expandan en un bloque que no se excusa de deforme, incluso si logro rotar posiciones con el espejo y quedarme con un carácter justamente espectral que mira a los ojos a quien viene a buscarse, voy a seguir siendo yo multiplicada, yo en tu conciencia, vos preguntándote por qué aparezco en el ático sin tocar la puerta, desnuda, y me animo a abrir las piernas y chorrear lo que hubiera guardado en un diario íntimo para no dejarlo nunca ser desabrida mujer, por todo el peligro de monstruoso que eso implica. Quién no se habrá escondido nunca en el artilugio de algún efecto, o incluso en la confesión desde el yo que se conoce, ese que tiene debilidades que tenemos domesticadas, muecas, estas muecas hechas un fósil o un profesionalismo. Estoy amurallada en un poema no porque me sostenga nadie, sino por haber inventado la trampa hecha a la medida de mi talón, y no vive en ese fuerte ningún hombre, ninguna literatura, pero sobre todo ninguna puta. La puta te parió a vos.

12 de noviembre de 2008

luz

Si uno se dispone a esquivar el sueño se topa con un momento de la tarde en el que el día se convierte en una rueda sin momentos inaugurales ni ponientes. Cualquier derrame de luz, cualquier progreso de los brotes desde la tierra, cualquier anuncio de lluvia no es más secuencial que la música, ni menos, no importa el transcurrir como importa la sustancia de cualquier manifestación de vida, fosforeciendo en los ojos alucinantes del testigo que de tan cansado se olvidó de la propiedad íntegra de su carácter. Ningún carácter es íntegro sin dormir, pero se obtiene a cambio la revelación de ciertas cosas, la percepción casi táctil del amor, de la melancolía; y la temperatura desinflada de la muerte parece un alivio necesario, algo que sólo así de desquiciados de tranquilidad podríamos aceptar entregados. Me acuesto sobre la laja caliente del balcón, el aire cede, se aplasta sobre el asfalto y sobre mi panza una última vez antes de que la tierra se lo trague con el ceño fruncido, por lo amargo y espeso de su materia. El día vencido, ácido, la ciudad dispuesta a olvidarlo para poder oscurecer. Andarán los guardias cerrando las rejas de las plazas, andarán los fantasmas de las faroleras que murieron vírgenes de tanto enamorarse de coroneles transitando invisibles por el cobre que deja deslizar la electricidad cuadra a cuadra, nacen las lámparas en canon desde la ciudad hasta esta provincia ingenua. La identidad se va vaciando y crece la oportunidad de cualquier metamorfosis que me aleje de la condición humana que impele al sueño, que se somete a convenciones que dictan hasta las horas de la vida. Podría ser un bicho exento de pronósticos, inmune al miedo por incapaz de anticiparse a nada que esté más allá de la impresión de la luz en la retina que se quema sin queja. Podría ser una criatura exhibicionista de su piel escamosa por dejarse curtir con todo lo que raspa, podría dejarme envejecer sin ningún lamento, enterrar a mis referentes sin ningún arrepentimiento, ser desvergonzadamente fea. Sin embargo, en algún momento, esa empresa que parecía posible y ya empezaba a transformar extremidades en tentáculos se nubla porque los párpados caen, resisten, vuelven a caer, en cámara lenta, hasta sellarse. Cuando me despierte voy a tener forma humana y voy a salir a la calle caminando apurada, atravesando el espacio como si la luz fuera un accidente tan natural que se vuelve imperceptible o por lo menos vacío de hechizo.

4 de noviembre de 2008

como si Tamara siguiera lejos

Sé que soy inconstante con las cartas, a veces es inexplicable por qué es tan difícil escribir para el que viaja como para el que está quieto, en su casa. Supongo que en parte se trata de la falta de noticias, no puedo ofrecerte más que un paseo aleatorio por las nimiedades que me ocupan todos los días; contarte, por ejemplo, que finalmente ordené mi cuarto, más porque no encontraba los cigarrillos que por necesidad de orden.
Adopté el hábito de regar las dos plantas de mi balcón todos los días, descubrí que era eso lo que necesitaban para florecer (obvio, pero no por eso menos revelador). A la maceta más chiquita le salieron tres flores violetas con cara de agradecimiento. Tenemos una vecina que es ingeniera agrónoma y le da consejos a mamá sobre el jardín, y ya no me mira más con esa cara con la que me acusaba de negligencia antes, como diciendo: dale, son dos macetas, ¿cuánto te puede costar regarlas? La verdad que nada, Soledad, tenías razón. Pego la punta de la nariz a uno de los vidrios repartidos de la puerta del balcón y las miro, aparecen jazmines del aire, de a diez cada día, perfuman… será predecible pero pasa que alegra verlas crecer. Pasa. Pensé en ponerles nombre a las violetas, a los jazmines no porque son demasiados y me da la sensación de que se sienten más una cooperativa floral que un conjunto de muchos “cada un” jazmín. Las violetas son más orgullosas y aristócratas, así que les podría poner nombre y un par de apellidos. Le pedí a Luca que me sugiriera alguno.
Cuando Clara viene a visitarnos y duerme siestas en la hamaca paraguaya, Luca y yo jugamos a los mismos juegos que jugaba yo cuando era chica, sola, porque a Clara no le divertían. Yo creo que esas siestas son lo único que le permite a Clara realmente descansar, pero descansar de la mujer que es ahora. El gesto mientras duerme a la sombra del árbol rojo, es el único que le quedó parecido al que se le dibujaba en la cara cuando se disfrazaba de actriz tirándose todos los accesorios de mamá encima. Sólo le gustaba jugar a eso, si yo quería participar le tenía que sacar fotos o filmarla, y a veces lo hacía porque era un placer verla sonreír así, todo lo que veía mi lente era cómo me gustaría tener esa sonrisa, cómo me gustaría tener esa sonrisa. Ya no sonríe más así. Nunca, salvo cuando duerme en la hamaca paraguaya y nuestro jardín le devuelve la vanidad infantil a la que le alcanzaba con perlas y boas para sentirse perfecta. Era eso lo que yo admiraba, en realidad, a mí nunca un accesorio o una sonrisa me fue suficiente para ser digna de cámara, prefería otros juegos, juegos de observar cosas extrañas. Ayer, por ejemplo, Luca y yo montamos un circo de hormigas con pedazos de frutas alineados en formas y volteretas como los que hacía yo de chica: las hormiguitas hicieron filas de recolección y carga impecables, seguían los trayectos pautados obedientemente y parecían licenciadas en malabares; es asombroso cómo se organizan en los cruces, la prolijidad vial en las rotondas de migas de manzana.
A Luca no le pareció aburrido, se sentó con las piernas cruzadas y miró las hormiguitas marchando con la fijación incansable con la que se mira el fuego. Cuando Clara se despertó, le contó entusiasmado lo que habíamos hecho, pero ella todavía estaba malhumorada por haber tenido que despertarse, así que le prestó un oído de media atención y ningún interés. Luca terminó desistiendo de relatar la anécdota y cambió de tema: me dijo que cree que la violeta más alta se tiene que llamar Matilde. Estoy de acuerdo.
Sigo sin encontrar los cigarrillos, había cinco atados vacíos y ni rastros de tabaco en ningún lado.
Todavía lo extraño. Repaso los hechizos de distintas corrientes mágicas que me ayudan a mantenerlo chiquito, lejos y helado, pero de vez en cuando me quedo dormida leyendo, hecha un bollo a los pies de la cama, y cuando me despierto parece como si lo hubiera tenido encima, mordiéndome el cuerpo. Recupero el recuerdo intacto y el relieve de la cara, la mandíbula dura, la barba rala pinchándome el cuello y los hombros, la nariz en ese gesto altivo constante, pero sus ojos tan de otra alma –o de la única suya, vaya uno a saber en dónde la tiene enterrada– de un alma menos fiera. Siento como si realmente lo hubiera visto. Aprendí a vivir esos sueños como visitas o momentos en los que se me permite tocarlo sin que quede registro táctil que pueda ser usado en contra de mi sensibilidad, tarde o temprano. Extensiones de tiempo sin horizontalidad, temperaturas sin materia; por suerte la memoria de los sentidos nos da revanchas íntimas, más besos, a escondidas de la vigilia, de los que puedo darle.
Vuela un aire de verano por acá que me trae recuerdos de navidades y años nuevos de mi infancia. Durante cada una de mis primeras noches de año nuevo, el abuelo Jorge repetía la historia del hombre que fingió ser panadero para hacerse unos mangos y en la improvisación a la que lo obligó el afán de sostener la mentira, creó el pan dulce. Bueno, los primeros días de calor del año y el olor a jazmines me devuelven ese relato. Además de verdadera, me parecía linda la historia del panadero, me lo imaginaba joven y nervioso, con la mesada llena de harina, desesperado. Jamás habría aprobado el invento, me parece horrible, pero sé que no soy parámetro porque es el día de hoy que a las doce brindo con Coca, como Luca.
Es curioso que cuando era chica algo en mis ojitos parecía de anciana (mamá me empezó a decir Mafalda cuando tomé la primera (y última) comunión y de regalo pedí un globo terráqueo), pero ahora me quedé chica en un cuerpo al que le queda torpe la hamaca. Sólo Luca se da cuenta. En un momento, mientras desfilaban las hormigas, ayer, levantó la mirada y me preguntó “¿Vos no te casaste, tía?” Dije que no con la cabeza, entonces volvió la mirada a la fila de bichitos y dijo, como para sí: “Ah, todavía sos hija”. ¿Seremos hijos hasta ser padres? Gustavo me contó que cuando nació Luca él cortó el cordón umbilical, se lo dio a Clara y ella lo apretó contra sus lágrimas y le dijo “My baby boy!”. Le salió hablarle en inglés, como nos hablaba mamá. ¿Seremos hijas hasta ser nuestras madres, entonces? Yo creo que Gustavo quiere creer que no, conociendo a mamá, y yo quiero creer lo mismo. Pero algo sale de la panza y de los lagrimales en el momento del hacer nacer, imagino, que es irreversible; algo de la memoria en sombras de nuestras lunas nuevas se debe iluminar. “My baby boy”, llorando, igual que como lloraba Luca al mismo tiempo: el llanto pelado de que la vida te descubra desnudo y te de un par de palmaditas para señalar: Mirá, el mundo; mirá, tu hijo, your baby boy, y ningún otro llanto es más genuino que esos dos, ni siquiera el de la muerte. Estoy segura.

23 de octubre de 2008

frozen walt

Es inútil resistírsele al día, al cuerpo, a la vigilia, no sirve dejar que las cosas se derrumben mientras se practica la evasión mediante siestas agónicas: igual no se restablece el sueño Disneylandia con el que me enseñaron la moral. Igual duele. “¿Y los estímulos, y las motivaciones?”, le pregunté amaneciendo de esas siestas en plena noche cerrada, consiente de que el absurdo me había dejado sin religión y sin infancia. “Habrá que creer en algo, por lo menos en Woody Allen”. Entonces la cuestión de crecer era tan lineal como parecía: Cambiar a Walt por Woody, estar expectantes de cosas más complejas, de finales menos felices, de tics nerviosos, de asesinatos. Y aceptar que lo único que sobrevive inmaculado e ideal es el humor, y que con eso alcanza para cogernos a la muerte.

8 de octubre de 2008

memento

Los dos sabemos que no seré como los truenos, que no grito, que no pataleo, que no conozco forma de pegar portazos, de adornar los triunfos, de pasear por el barrio en toga púrpura. “Memento mori”. Yo sí me acuerdo, no necesito que me lo repita una caravana, yo nací con esa conciencia imperativa.
Cuando estoy, es más como la humedad, como la electricidad en potencia circulando invisible por la tierra y por las nubes; como cuando se está por largar y la gente se refugia a tal velocidad que parece como si fuera a llover mercurio. Una vez que anda cada cual en su búnker, todavía no llueve, pero la ciudad se me hizo mía. Parece de guapa quedarse en la vereda, por no tenerle miedo al mercurio, pero en realidad es que yo nací con esa conciencia imperativa: memento mori, memento mori, como un susurro.
Y capaz no soy como lo que quema o lo que grita doble o nada, lo que corre fuerte y mata con las manos. Estoy más entre la luz y la arena; tengo, en los ojos, lo claro y lo oscuro: cuando iluminan algo ya se está apagando; cuando se apagan, algo queda encandilando.
A pesar de que la despedida sea elástica como cualquier reproche, por más que después de irme quede vibrando la ilusión del golpe de efecto, aunque secretamente espere la ola que te revuelque y te avise que el mar se puede adueñar del equilibrio, algo en mi espalda sabe que ese golpe no llega, que de hecho no existe, y cuando me dispongo a entenderlo tengo todo lo frío de la tormenta que ahí se largó, al fin, y no es venenosa como el mercurio. Sólo moja. Memento mori, pero no hoy, no esta tarde lluviosa de domingo.

Va a ser casi imperceptible. Van a pasar semanas y ese dolor que no terminás de reconocer, en esa parte del cuerpo que no terminás de encontrar (no sabés si es una extremidad o algo tan hondo que se extiende en otro plano), eso soy yo, que me fui, es el silencio de mi reproche vencido y la nota del tuyo, harto del mar apacible, con un poco de hambre de mercurio.

1 de octubre de 2008

spring stream

Vamos a ir a un bar en Palermo porque la plaza está siempre viva, y se van a escuchar varios acentos, acentos venezolanos y acentos santiagueños, acentos de las termas de Río Hondo, uno francés, y se van a ver brasileras sobre tacos de plástico que no le llegan ni a los talones al señor de los sancos con vocación de payaso. Esa vuelta alrededor de la plaza, hasta que llegamos al bar, fue bastante más emocionante que los tragos en sí y que la conversación sobre nuestros pasados o más profundas creencias. Yo ya sé en qué creo, no vine a contarte, y, mozo, el trago éste no tiene alcohol pero tampoco clasifica para rico licuado.
Algo tiene que estar pasando afuera, la gente camina, se caga de risa, en los boliches ponen cara de publicidad de promoción de puchos y yo fumo y fumo pero me siento tan ajena que podría estar filmando un documental sobre los mamíferos y su comportamiento dentro de una discoteca bailable, disfrazada de anfibio.
Se supone que no nos olvidamos de avisar que el flaco que estoy por conocer es el séptimo de siete hermanos como para que yo saque las verdaderas cuentas, entienda que es un católico a ultranza y entonces rechace de antemano la salida y me quede aprendiendo a caminar sobre sancos o me decida por la empresa de asimilar un hábitat anfibio, justificadamente foráneo.
Tendríamos que hacerle caso al instinto que desde abajo del ombligo dicta resguardarse de esta lluvia finita de mierda, que parece como si se te colara hasta los huesos, comer un chocolate en las penumbras del cine y en todo caso sentirse sola, pero no incómoda ni extranjera. Se supone que nos damos treguas. Que nos consolamos. Se supone que existe alguna forma de no instrospeccionar, otra, aparte de la masturbación, algo como la tele, que nos permite renunciar al laberinto y sentarnos solos, cada uno con cada uno, sobre el rocío de un valle, a mirar el norte y su titilar certero sin intención de decodificar el código morse en el que habla esa estrella desde un hábitat sin espacio.
Está por florecer (un sábado después los jazmines del aire están hinchados dibujando los umbrales de las casas cerca de casa). Parece como si el valle se pronunciara en un idioma denso, hacia más abajo que lo que parecía que se pronunciaba. El camino que se recorre en esa dirección se conoce de memoria, y puede estar oscuro o puede llover, pero no importa cuando uno es de esa tierra. En definitiva tampoco es una sorpresa, lo hondo del refugio y del destino aparece al fin como aparecía en cada elección anterior, desde el principio (los jazmines del aire siempre fueron una distracción tan dulce que se confunden con lo nostálgico y traen todo eso que uno quería ser).
Se supone que existe un valle, que la vegetación le cede paso a un claro y parece como una siesta. La única tranquilidad que queda es que va a permanecer prendida una luz, y que esa luz sí se corresponde, casi refleja, con los ojos negros que le rezan.

27 de septiembre de 2008

cuna quebrada


Es la letra con la que Nicolás Neira hizo una canción preciosa, el mejor regalo que le hicieron a lo que hago. Fue un honor ser materia prima, sigo en carne viva de haberla escuchado hace unas horas.
La canción es mil millones de veces más linda y hay un par de cosas que se modificaron por cuestiones musicales que no sabría explicar, pero va así porque no tengo la versión que quedó. Escuchen a este trío. Sí, imperativo, pero por su bien.




En cuál mestizaje debería reconocer mi gesto espejo,
qué nudo le hizo a mi lengua el cambalache.

Se hincha de gente que se mira las caras, el vagón de mediodía,
el tren frena, descarga y relincha,
y luego ya por el andén se bifurcan los caminos
en distintas sombras y sonidos.

Habría que rezarle una canción de vientos
a la tierra que guarda los secretos
de lo que fuimos antes de desangrarnos a fuerza de olvido.

Habría que pedirle a la luna
que devuelva en un rocío
el idioma en que se canta nuestra canción de cuna,
aquel que en la quebrada hizo un eco fallido,
calló, y anda perdido.

21 de septiembre de 2008

souvenir

Arriba de mi mesa de luz, entre frascos de cremas y bencinas, está la réplica de la Torre Eiffel que me compré en Montmartre cuando me permití ese único gesto turístico –porque de todas formas ya estaba entregada a la infalibilidad del cliché y resultaba incluso más infantil resistirme a caer en el estereotipo, que simplemente caer.
En definitiva tenías razón cuando decías que lo trillado de los eventos no los hacía menos verdaderos. Enamorarse en París, con toda la vergüenza de decirlo (incluso de decírmelo) y de disfrutarlo con obscenidad.

La torrecita es lo único obsceno que sobrevivió. En algún punto del vínculo entre el símbolo y lo simbolizado algo se reventó; los pocos recuerdos materiales son eso: miniaturas baratas, objetos que no se pueden cargar de lo que representan y se quedan ahí, sobre alguna mesa de madera oscura, vacíos de significación. Tristes. Como adornos de casas de abuelos. La réplica de la torre podría decir en letras cursivas y doradas "Recuerdo de Villa Gessell" y sería exactamente lo mismo. Todo lo que le daba sentido se murió de anónimo.

29 de agosto de 2008

stream (brotando desde la planta de un pie)

Mi pie en tus dos manos, lo que me costó delegártelo para que te lo quedaras un rato, cerrar los ojos, irme de viaje dejando un solo ancla y desde un solo puerto: mi pie en tus manos. Soñé que a la sirena se le reabsorbían las escamas y que de entre sus piernas nuevas salían veloces varias orugas, escarabajos y otros bichos… no se sabía bien qué bichos eran por esto de verlos huir tan rápido, anticipando el apocalipsis. Cuando ya no quedaba ninguno se desplegaron los pétalos, y después hojas y hojas que le llegaron hasta las rodillas. Tenías, con los dedos en la planta de mi pie, un poder para revolver por abajo de las costillas, un saber ciego haciéndose paso en el guiso de la anatomía. Entonces llegabas esquivando los pliegues sin salida ahí a donde se tapan con sangre las yagas. Está oscuro, acá adentro. Apagué la luz para esconder criaturas, pero vos entraste sigiloso por la planta de mi pie y una vez que estabas adentro se abrieron un momento las ventanas, cedió el aire viciado, circuló una corriente de otro aire exorcizando los predios, contándole qué ven a los espejos. Estaban los paisajes, las sábanas arrugadas, una ventana dibujándose violácea al ritmo en el que amanece, los elásticos vencidos, todas esas habitaciones llenas de espíritus inquilinos, la familia anterior a los inmigrantes, la sensación al tacto de una barba de un día, un andar rengo, el calor metálico de los radiadores eléctricos, el primer olor a verano de todos los veranos, estaba el llanto tan memorizado, y la ventana que se abrió hizo un efecto de vacío que lo expulsó todo hacia afuera: se iban los recuerdos con cara de El Guernica, se iban los muertos con un ojo en la nuca, con los lóbulos de las orejas en las fosas nasales, grises, metamorfosis infinita del muerto en vida ajena, templos llenos de cera de vela, sobre cera de otra vela, sobre cera de otra vela, y el polvo, los hongos, el musgo. Todo afuera. Seguían los ojos cerrados pero se me hacía agua la comisura de los párpados, sentía más frías esas últimas pestañas, y sabía que vos estabas atestiguando el éxodo de todas estas criaturas, con un pie mío en tus manos, y hacías el silencio del último luto. En el medio de la luz confusa de cuando amanece, se hizo una voz grave, lejos como mi pie, que me dijo “No tengas miedo”.

23 de agosto de 2008

fiona

El dragón se viene morfando a cuanto pibe se le acerca o con la espada torpe, o con el corazón fruncido, o con los huevos chicos, o simplemente distraído, o lento, lentísimo, o verde, verdísimo. Se los traga. Elige a cuál masticar bien y a cuál pasar entero por la garganta, por venenoso. Elige a cuál quemar con un soplido y verlo derretirse; a cuál destripar con una sola pezuña como quien le saca con el dedo índice las semillas a una uva, y la uva patinosa se resiste, y los órganos antes de ceder se aferran, mojados, a los conductos. Se ve que uno solo de ellos tenía el gusto de una cebolla cruda, porque mientras terminaba de pasarlo al esófago, se le cayeron un par de lágrimas. Se ve que otro era elástico y de goma como un chicle, porque se le pudría en la boca y aún así lo paseó un buen rato entre las muelas, casi le daña la lengua, los dientes y las encías… Hasta que glup. No llegaron ni a la fosa.
A la noche, cuando no sabe nadie, sube el dragón los cuatrocientos veintitrés escalones hasta la torre para que yo le de una palmadita en el hocico (Sit ahí. Good boy). Mueve la cola, se tira hinchado a los pies de la cama, y dormimos. Dormimos tranquilos.
El temita, más que salvarme de la jaula, va a ser salvarme del refugio.

17 de agosto de 2008

el choclo

La música empezó como invitando, de a poco, como envolviendo en un ciclo progresivo que cuando te dabas cuenta, ya estabas en el medio de la nota. El auto se movía como manejado por alguien que no fuera yo. Y sobre agua, o aceite. Se me repetían imágenes de hace unas horas: la puerta cerrándose sobre tu espalda, encima tuyo, mis ojos diciéndote andate, inyectados de un tinte espeso de furia, te los dirigía desde la sombra de mi cara, tenía toda la cara hacia abajo y los ojos desde esa sombra, fijos, andate, los barrotes de la reja cruzándonos la última conversación, la llave puesta y yo la sostenía, a punto de girarla, ya estabas del lado de la vereda, andate, te hubiera cagado a trompadas sin llorar ni una sola lágrima. Y después la música aflojaba, había estado tan arriba, con todos los instrumentos respondiéndose entre sí, y bajó, algunos hicieron silencio, quedó una melodía melancólica, cansada de la música anterior. Vinieron imágenes tan distintas: Era un tango como éste el que bailábamos cuando yo te abría las pestañas de par en par y también te miraba desde una sombra, pero la de tu cuerpo llevándome por música parecida a esta, la de El Choclo. Era una hipnosis, el gesto atascado en la sonrisa que dolía, ya, de tanto tenerla puesta. Vi mi propio gesto, qué aberrante. Qué cosa más artificiosa, más construida y mentirosa que ver el propio gesto, pero lo vi: los ojos entregados, el gesto abandonado en una expresión imbécil de encantamiento. Imbécil, se podía caer la baba. Y me vi ínfima. Pulgarcita. En la sombra de mi ropa, tan oscura, la postura en un nudo de codos cruzados con rodillas, enroscada como un gato al pie de una chimenea, pero al pie de tu perímetro, con el cuerpo tenso que tiene frío pero sabe que si se queda un rato, va a empezar a dar el calor del fuego, y es cuestión de aguantar el frío un toque. Esperé tanto: dos inviernos. El gato está electrizado, las uñas clavadas en la alfombra, el cuerpo arqueado, agazapado, listo, y los ojos brillando desde la sombra del fuego que no vino, inyectados de un tinte espeso de furia, andate, es la última vez que te lo digo. Dos vueltas de llave.

7 de agosto de 2008

luz mala

Unos minutos antes de que amanezca llega un rumor del alba.

Como si empezara a correr un aire que desparrama alcohol etílico por la sangre; un aire que todavía no es blanco, pero que viene de otro pueblo en donde ya es de día. Será que los rayos resuenan por debajo del horizonte y dibujan mil ángulos sobre una mitad de la esfera. Será que vienen a expiar la noche o a abrir camino y es un poco anticipado, pero uno ya sabe que viene el sol, el que redime.

Vos, en cambio, sos como la luz mala: Está la noche, y sin previo aviso una luz cruza el campo abierto, lo desgarra, y se va. Después resulta que fue un fosforecer de los cadáveres.

¿Cuándo era que volvía el sol?

4 de agosto de 2008

¿Qué pasa si efectivamente alrededor de los treinta o los treinta y uno el hijo de puta deshace las valijas y planta una huerta para tener zanahorias frescas a la hora de cocinar? Y cocina, cocina rico y sonríe. ¿Qué hago? Me dijeron que no, que no va a pasar. Me hice un mate para bajar la afirmación a atragantadas calientes, como las que le pegaba a él para convencerlo de la idea de la huerta –pero ahora, y conmigo. Me dijeron que no somos etapas, que somos procesos, que no nos podemos saltear el arado y un día despertar de un sueño delirante y arrancar de la tierra zanahorias maduras y brillantes de tan naranjas. Lloré un rato en el jardín solo y seco; era febrero. Me alejé de la estación dejándome atraer desde otro polo. Me desperté en otro país, como de un sueño delirante, y ahí tiré de las raíces. Eran zanahorias que no eran mías. Recordé el tono rotundo de Euge, apenas arrogante (me encanta): que somos proceso, no etapas, y volví a casa, cabizbaja, al jardín de vuelta, ya era marzo, a arar, se largó a llover y la tierra revuelta se fue humedeciendo.

1 de agosto de 2008

de sangre

Un "stream" para Clari, luz hermana y luz foránea en-y-a mi alma, una guerrera.

“Son cosas de la tierra y la sangre que supongo que todo el mundo entiende”, dijo con la voz quebrada y acento cubano, y me tenía agarrada de los órganos. ¿Pero entiendo? A ver: volver al cuerpo. Hacerlo callar, hacerlo esperar; tenerlo rígido y ablandarle los músculos a suspiros; llevarlo al río, a las orillas, sentarlo quieto y reconocer las extremidades: “Hasta acá llegan”, dijo Anya mirándose los brazos y las piernas, sentada al borde de la tierra rota. Le andaba doliendo el vuelo. Se acercó a nuestro mate una criatura de las islas, reptando por sobre el nivel del piso. Mostró sus dibujos y nos miraba como quien mira a otra especie sin demasiado interés. “La libertad pesa”, dijo con voz humilde, y terminó el mate haciéndolo sonar a rana. Nosotras que pensábamos que lo que pesaba era el encierro, y que por eso habíamos ido al río... Hasta acá la tierra.

No: del otro lado del río vive Martín, en las islas; parece como si cuando oscurece se fuera nadando al encuentro de un hijo que lo espera en la puerta de la casa descalzo, a pesar del frío, y le cuenta algo que descubrió sobre un bichito: un secreto. Un secreto de la tierra que sólo saben los insectos y todo lo que croa o hace ruido cuando se derrite el cemento, se apaga el hechizo de la civilización, y el agua insiste, a golpes, sobre la orilla, insiste, declara que sigue siendo la que muerde la tierra y no la tierra la que muerde ningún vacío, ningún abismo, ningún espacio. El hijo de Martín se pasó la tarde mirando fijo a una araña mientras cazaba siguiendo el dictado del centro de su cuerpo, el impulso de la entraña sobre el telar, la verdad del hambre. Por sobre la muerte de cualquier mosca torpe que haya quedado pegada, la verdad del hambre. Cuando nos olvidamos del cuerpo la libertad se volvió amenaza, es que las certezas las llevábamos adentro y las desoímos. Un tiempo después nos olvidamos de Martín y nos fuimos a escuchar tango. No pesaba nada, ni siquiera el viaje en colectivo, porque ahí se nos reveló que eso que llevábamos con la vergüenza de quien tiene muñones, eso, no era más que las manos enteras, y que de vuelta las sabíamos usar y nos acordamos de que con esa mano tocábamos el tango, la flauta traversa, y estrenamos besos de otras lenguas en idiomas que no sabíamos que hablábamos, nosotras, las de antes, las del primer momento, cuando Anya me enseñó el uso de la “q”, y las de ahora, etéreas de tanto desdoblarnos en para atrás y para adelante. Una euforia. Esto recién empieza. Ahí seguía sonando, Astor, sobre el escenario, dos músicos en cuatro ojos enamorados cada uno del otro par, y estábamos enteras y en carne viva. Carne viva de nuestro tango, y después se sumó la guitarra, la chacarera daba ganas de llorar, carajo, me hubiera ido directo al escenario a abrazarlos a todos o a romper a golpes la guitarra, romperla contra el piso de amor, romper la flauta a golpes contra el piano, gritarles la puta madre me perforaron, me perforaron a chacarera. Sí, entiendo. Cosas de la tierra y la sangre que yo también entiendo.

21 de julio de 2008

salada

Hicimos un viaje corto a la playa y cuando llegamos primero fue olor a pino y a eucaliptos, y después a arena mojada y a pieles dulces en los hombros y saladas en los tobillos. El yodo había fabricado olas de Nesquik. Dormimos siestas largas con las puertas del balcón abiertas. Algunas siestas en cucharita, otras en cuartos diferentes. Yo iba y venía por la casa, asegurándome que estuvieras bien, que no te despertaran, que estuvieras tapado. Caía un sol atrasado que desconcertaba la noción del tiempo. En el bosque, apenas el día se decidía a desangrarse en sombras espesas, los murciélagos empezaban a rotar posiciones en los árboles y chillaban agudo. Hubo que acostumbrarse a ese sonido y a otra almohada.
Los chicos jugaron al fútbol en la calle de tierra todo el fin de semana. Yo era feliz mirándolos jugar. Desplegaba una lona en el pasto, me sacaba las ojotas y me sentaba al lado del termo a sonreírles y festejarles los pases. Tenía esa vocación, la de festejar las cosas de los otros. Estaba satisfecha haciéndolos sentir orgullosos y entendía esa forma de seducción como infalible, un olear de pases, sonrisas, centros y pestañas. Ser porrista.
En algún momento de la tarde del sábado, un poco después de que volvimos de la playa, se largó a llover. Cayó esa lluvia de mar que se acepta con benevolencia y apuntando la nariz al cielo. Cerré los ojos, abrí la boca y saqué la lengua para jugar ese juego antiguo de tomar la lluvia. Los chicos entraron la pelota a la cocina y nos quedamos abajo del techo del quincho, todos sentados en el piso y en silencio, mirando el pasto fosforecer y oliendo todo: Arena, los árboles, todo estaba amplificado por la lente y la humedad del agua de lluvia salada, y era hipnótico. Nos quedamos bajo techo, en la ronda de mate que era lo único de contacto entre la hipnosis de cada uno.
Cuando empezó a oscurecer entramos. Quedaron las toallas hechas un bollo en la entrada, ojotas con arena al lado de la puerta y algunos se quedaron jugando al truco en la mesa de madera. Ya empezaban a sacar cervezas de la heladera; prendieron la lámpara de la cocina y empezaron a prenderse también las caras rojas de sol. Yo sentía la piel caliente, todavía. Subí las escaleras y te escuché cantar desde la ducha. Toqué la puerta, me dijiste que pasara, entré y me sonreíste desde abajo del agua y a través del vidrio de la mampara; te sonreí yo también, mientras metía una pierna y otra en la bañadera. En la ducha los besos y los cuellos tenían un gusto a agua y apenitas a jabón y la sal iba cediendo y la piel claudicando el ardor del sol por algún otro.
Esa noche fue un lapsus dentro del fin de semana, no tuvo el ritmo temporal flexible de la playa, ni los perfumes. Parecía Buenos Aires adentro del boliche. O todavía peor: yo parecía de otro barrio, de otra ciudad, de otra playa. Me mantuve en los márgenes de más sombras, buscando ojos para mirar fijo. Él no paraba de esquivarme la mirada. Me fui del boliche, te mandé a devolver el sweater que me habías pedido que te guardara en la cartera y salí sola.
Bastante más tarde se impuso una luz gris de alba lluviosa como la tarde anterior. A esa hora volví a la casa; no estaba segura de recordar el camino pero de alguna forma llegué. Los dos habíamos estado en los besos de otro, esa noche; lo dos lo habíamos admitido de antemano y nos habíamos lastimado a propósito avisándolo. Yo llegué primero a casa porque hubiese preferido quedarme con vos desde el primer momento, no tener que vengar tu rechazo en la boca de nadie ni volver caminando sola, y tenía la ilusión de llegar y encontrarte esperándome.
Me acosté en una cama que dejé vacía a medias y me dormí para evitar la ansiedad de esperarlo despierta. Media hora más tarde me despertó el ruido de la puerta de entrada y me quedé quieta para escuchar a dónde iban los pasos. Vinieron. Entró al cuarto despacio, se me acercó, terminó de llenar la cama y me dio besos en toda la cara. “Estás salada”. Él tenía gusto a Fernet. “¿Con quién estuviste?”, me preguntó, simulando una escena de celos igual de grande que la que yo me callé, por verdadera.
Cuando se durmió lloré bajito y jugué a atrapar algunas lágrimas con la lengua por la misma razón por la cual a la tarde me había tragado gotas de lluvia: porque hay cosas que se aceptan con la benevolencia de la lengua y porque nunca se agota la intriga del gusto del agua.

14 de julio de 2008

mitad pez

"When I was a kid, I thought I was. I can't believe I'm crying already. Sometimes I think people don't understand how lonely it is to be a kid, like you don't matter. So, I'm eight, and I have these toys, these dolls. My favorite is this ugly girl doll who I call Clementine, and I keep yelling at her, "You can't be ugly! Be pretty!" It's weird, like if I can transform her, I would magically change, too."


El piso damero de mi casa parecía un tablero de ajedrez dos veces, en el reflejo del espejo grande del pasillo. Ese espejo, ahora que pienso, siempre fue un espejo grande de pasillo en todas las casas en las que vivió. Y me pregunto si será parte de la identidad del espejo o sólo del criterio de mis padres. (El público votaría la opción “identidad del espejo”. Perfecto. Yo estoy de acuerdo.)
Me solía sentar sobre el tablero duplicado, mirándome de frente, e inmediatamente era las dos filas de peones en guerra. Insistía en ensayar distintos gestos para que alguno me convenciera, ganar el partido y replegarme: Ser una sola; ser ninguna guerra… Pero no había hueco estratégico para lograr el jaque mate y el espejo hacía un movimiento –después de horas de pulseada– irrefutable.
La navidad que me regalaron el disfraz de la sirenita me lo puse apurada, corrí al espejo del vestidor del cuarto de mi abuela –ese sí que era un espejo enorme, era directamente una pared– y cuando me encontré, no sólo no era una sirenita linda, ni siquiera era una sirena. La cola de pez era celeste en vez de verde, y no me llegaba hasta los tobillos, como hubiera querido, asomaban rodillas humanas, bizcas, y arriba de los ojos de decepción, mil rulos castaños se olvidaron de parecerse al pelirrojo del imaginario. Ahí estábamos, mitad pez, mitad humana, mitad partida.
Me sigo escapando con toda la fila de peones por alguno de los márgenes del tablero, y me pregunto cómo será el placer triunfal en el que se regocija la sirena fallida del otro lado del reflejo.

17 de junio de 2008

Pitia

Ojalá fuera algo nítido como una voz con su timbre y entonación específica. Las voces son extensiones sonoras de una entidad certera. No, entonces no es una voz. Ojalá alcanzara con nombrar “sensación” a la brújula que dibuja el mamarracho de uno y mil caminos potenciales.
Entonces bosquejo la hipótesis que empieza por descartar cualquier tipo de linealidad. Temporal, sobre todo, pero también espacial: todo menos un camino, todo menos una entidad, mucho menos una identidad. Los puntos cardinales giran como una ruleta rusa alrededor de la aguja fija que me mira y me guiña un resplandecer metálico.
En busca de indicios, recurro a un oráculo que se vuelve un auxilio, apenas un salvavidas que me distrae de la incertidumbre con su ejercicio de decodificación. Hay rompecabezas, acertijos y metáforas, pero ninguna cosa absoluta como un monosílabo rotundo. Hasta que por fin algo en el pecho se expande en el abrazo de alguien que amo. Habla el cuerpo, sin timbre, sin entonación, sólo dice el gesto de expandirse, y confirma la hipótesis demostrando que si uno, en el contacto de un abrazo, se expande más allá de su propio cuerpo, entonces no hay linealidad posible. Y cuando visito el espacio que está más allá de mi contorno, del perímetro de mi sombra, me encuentro con lo abrumador de las certezas que dominan ese espacio. Allá en la luna, en la memoria que fluye como savia pegajosa de cualquier árbol genealógico, habitan ellas y una bandera equivocada. Algo permanente descansa al costado de las vidas, a espaldas de las muertes, algo inmortal e inequívoco duerme justo en donde al vacío se le escapa un pedacito roto de materia que orbita en círculos sobre círculos, sobre círculos, sobre círculos, para asegurarse que siempre haya algo que se nos escape, de tanto girar.
Giro, yo también: de la brújula al oráculo, del oráculo al abrazo, y del abrazo a la brújula. El cuerpo no conoce más que gestos y tiene el dolor de un recuerdo vago: el de haber nacido, el de haber sido nombrado y circunscrito a los límites de un cuerpo que ni siquiera se forma a mi antojo.
Cuando me pierdo, no es más que el resentimiento de que inevitablemente tanto el amor como los ciclos me van a sobrevivir, y por eso no puedo descifrarlos.

5 de junio de 2008

manuel, un petit Taureau

– No, en esta mesa no voy a dejar tinta china porque Manuel está hablando.
Y se fue, sin más, con el tarrito de tinta china encanutado entre los dedos llenos de anillos.
– Sos un tonto, Manuel, ahora nos quedamos sin azul –le dijo Lourdes frunciendo el ceñito y acusándolo a punta de pincel.
Manu se quedó callado. Pasaron como cinco minutos y la maestra no volvía. Seguía paseándose entre las otras mesas, volcando ese azul índigo profundo y denso en todas las otras hueveras de plástico, y por la nuestra nada. Entonces todos resoplaban cada vez más seguido y cada vez más dirigiendo el resoplido a Manuel, que seguía en silencio.
Lo miré a los ojos, a esos ojitos eléctricos de despiertos y de nuevos que andaban fijos en la huevera de plástico vacía para esquivar las miradas de sus compañeros, y le pregunté:
– ¿Te sentís culpable?
Movió la cabeza, como diciendo un no mentiroso y dijo: “Nah”. Después subió los ojos de la huevera al ventilador de techo y agergó:
– Tengo ganas de tirar el ventilador.

23 de mayo de 2008

de maravillas sin oxígeno

Alice was beginning to get very tired of sitting by her sister on the bank and of having nothing to do: once or twice she had peeped into the book her sister was reading, but it had no pictures or conversations in it, "and what is the use of a book," thought Alice, "without pictures or conversations?"


Llovía gente, gente de caras pintadas y los ojos desencajados, jugando a un *noletemoalridículo* ya trillado, pero los dejé convencerme. Es que pervive mi gusto por el cine infantil igual que perviven en mí las caracterizaciones exacerbadas de buenos y malos, y reyes, y soldados. Había un personaje neptuniano, uno con el que yo de chica me hubiera sentido identificada –y de grande también, pero no me animo a confesarlo. Y esta mujer neptuniana soñaba sueños indescifrables y golpeaba desde adentro de la cúpula de cristal donde se extendía su sueño para pedir ayuda a alguien de afuera, a un marido mundano a kilómetros de cama.

Y yo desde este frasco en donde rigen normas que permiten certezas como las medievales, normas morales, o fantasiosas, que exacerban los caracteres hasta el arquetipo –los malos, los tontos, los heterosexuales, las orugas, las damas, los drogadictos, el amor, los uruguayos– golpeo y a través del vidrio pido que alguien agarre el martillito, que es caso de emergencia, y rompa. Rompa y diga: Quedate tranquila, no existen esas cosas.

17 de mayo de 2008

eucaristía

Hacía un calor tremendo, ¿no? Estaba descalza y el piso del balcón quemaba; Karin puso el puf afuera e hizo el mate y compró facturas mientras yo dormía con el jean y el maquillaje puestos. Cuando me desperté me terminó de caer la ficha de lo acertada que había sido la decisión de irme a dormir a su casa. ¿Viste? No cualquiera te hace este desayuno. No, no cualquiera. Nadie, de hecho. Ni mamá, ya. Nos hundimos en el puf con el solcito de sábado al mediodía –que siempre es lo mismo que sábado a la mañana– en la cara. Intercambiamos perspectivas de la fiesta a la que habíamos ido la noche anterior y editando hicimos una secuencia de lo que probablemente había pasando en realidad: Básicamente lo mismo que siempre; las fiestas no son eventos de contenido, son un marco que cobra sentido en cuanto se definen como tal, si más o menos quienes asisten cumplen con el protocolo de tomar, gritar, bailar y eventualmente armar un inesperado tiroteo de dardos o partido de fútbol en el jardín para que las cosas no paren nunca de parecerse a la época del secundario. A Maxi se le quedó el dardo clavado en la rodilla y sangró, pero era tan gracioso, nos reíamos tanto, que no podíamos ni ayudarlo a sacárselo. Acordándonos nos volvimos a reír. Después se hizo un silencio y nos quedamos así, con el río a la derecha encandilándonos el rabillo del ojo y el hipódromo del otro lado… Ese barrio es mi infancia (esa perspectiva del barrio más aún). La vista me llevaba de vuelta al cuarto del departamento que tenía una función indefinida y una biblioteca negra, alta, y yo no sabía que ahí había libros, además de lomos de libros. Una vez entré y lo descubrí sacando las golosinas de uno de los estantes, justo antes del momento diario de la magia que hacía para que cuando nos destapáramos los ojos después de la orden, aparecieran las golosinas en frente nuestro. Era arte de magia en tanto y en cuanto no nos cuestionáramos la lógica que regía las bambalinas del artilugio. Y no lo hacíamos. Hasta que una noche lo vi sacarlas del estante. Pareció como si todo el polvo de hadas que flota y resplandece se desparramara por el piso y después pasara una escoba a paso frenético. No por entender que las golosinas no aparecían por teletransportación desde el kiosco a mi almohada; eso estaba claro porque por algo el truco requería que nos tapáramos los ojos… Pero verlo sacarlas del estante… Desde el balcón se me ocurrió que él había empezado a morirse esa vez, no después, pero supuse que eran elucubraciones de psicoanálisis de bolsillo, de esas que en definitiva siempre auxilian un corazoncito cansado que hace preguntas. Y Karin, que estaba en silencio escuchando las mismas preguntas, pero las suyas, se animó a decir algunas en voz alta y nos quedamos compartiendo el mate con el alivio de que igual nos sabemos reír y existen las medialunas. Aparte los árboles genealógicos se moldean como plastilina cuando el otoño no para. ¿Ves?, yo me hice una hermana alemana. Este desayuno es un lujo. Uno nunca es huérfano mientras lo apadrina el solcito de sábado al mediodía quemando los pies y la cara, y sobrevive alguna perspectiva del barrio de la infancia, con la parroquia en donde se tomó la primera y última comunión. Después de tanta muerte preferimos cambiar el cuerpo de Cristo por las bolas de fraile –para no salirnos enteramente del rubro– y sabemos que es negocio.

13 de mayo de 2008

Prólogo

Liniers titula su blog “Cosas que te pasan si estás vivo”. Frente al dibujo somos un público con un factor común medio obvio: estamos vivos. Y llegamos ahí con el deseo de ser espectadores de algo –o alguien– que lo exprese. Quizás porque es un alivio la sensación de “tal cual, a mí también me pasa”. El arte nos “desaliena”, nos detiene y nos hunde en las cosas que nos acostumbramos a pasar por alto, nos propone universos alternativos y revela éste. Nos devuelve a Babel: al idioma común y único que son las cosas que nos pasan por estar vivos. Unjotasch saca punta y así de afilada, nos propone sus “cositas” que funcionan como un bisturí dispuesto a encontrar algo adentro nuestro, algo que está casi en la fisiología de todos. Uno esboza una sonrisa inevitable producida por la identificación y porque su trazo es un doble filo de ternura infantil combinada con la profundidad de quien sabe observar hondo. La paleta es un cajón desordenado en el que guarda lápices Faber-Castell nuevos, Crayola de los que tienen olor a frutas o a chicle, la Mac adorada, una birome Bic bien criolla y algunas palabras: las justas (lo bueno, si breve, dos veces bueno). Son varias y eclécticas las herramientas de las que dispone para concentrar varios planos de significado en una sola “cosita”. Y les decimos “cositas” porque una definición más exacta sería atroz. No son más –ni menos– que cosas que nos pasan por estar vivos, por ser nenes, grandes, mujeres, terrestres, huérfanos, viajeros, sensibles, humanos. Simplemente. ¿Simplemente? Seh, simplemente.

3 de mayo de 2008

flora y fauna

Hay como un nido cálido, a la altura de la boca del estómago, donde parece como si brotaran borbojos, cientos de crías resultando de una sola y sucia mamá borbojo, y después reptando por las paredes de los órganos, pero sobre todo quedándose en el estómago. Tener cientos de crías de borbojos, y crías de sus crías, y cada una de sus seis patas adentro del cuerpo de uno. Y en la garganta, con el ir y venir de la saliva, gestar una araña mediana con sus ocho patas que no sé si tejen o si se acarician apenas contra los hilos y la campanilla. Se estiran por turnos, sus patas, sólo algunas –las delanteras– se estiran mucho más allá del abdomen desde el que comanda el tejido; y a medida que van y vuelven, la araña rebota apenas en un solo movimiento ovalado de ida y vuelta hacia arriba y hacia abajo que atraganta. Pero cuando tosés se aferra. Supongo que la araña entiende más cosas que las que yo puedo suponer, que un mandato externo y certero le dicta la fórmula inequívoca para cerrar cada nudo de la red resultando un entramado que permite el paso del aire a través de la tráquea y hacia fuera o desde afuera y hacia los pulmones, un entramado que incluso permite el paso del humo, doble mano, pero nada de ninguna otra cosa. Ni café, porque los borbojos no lo soportarían. Tener en la lengua ampollas, y plantas, hortensias, que cuando era chica me hacían acordar tanto a mi nombre. Tener, en el culo, frío, por estar sentado en el banco de la parada de colectivo y que a los borbojos no les guste el frío entonces corrancorran en círculos con todas las patas. La araña no se queja, porque ahí va, ahí pasa el humo. Y si lo que no pasa es el bondi, mejor: más tiempo para hacer nudos, bailar tejiendo, atragantar con sus hilos. No sea cosa de que después entre alguna mosca, se haga camino a través de un punto ciego de la telaraña y encuentre forma de alcanzar el estómago, para comerse varias de las crías y después revolotear borracha de burbujas chocándose contra los ejércitos de borbojos y las paredes averiadas. Tener, sobre todo, el problema de tener que disimular, incluso en las fiestas de disfraces, el ser hábitat de toda esa flora y fauna. Fumar con la espalda erguida, como si al humo no le costara la telaraña. Comer con la boca cerrada, dormir con un pelotudo. Todo como si uno fuera una sola especie.

2 de mayo de 2008

disposiciones

Está -lo que se llama- refrito.
Hay una especie de segundo capítulo que es nuevo.


I

En una calecita húmeda y tibia,
un monstruito trataba de atrapar la sortija con dedos nuevos,
jugaba a saltar la soga atada al ombligo,
o giraba y daba vueltas carnero.

Mientras tanto, en el cielo, un móvil de planetas
se debatía posiciones girando, también.
Formaban fila y se delineaneaban
hasta que Venus se instaló primero a marcar posiciones.
“Piscis –dijo– acá me quedo”.

Adentro, más adentro, mucho más adentro,
en otro sistema circular y multidimensional,
una cadena estaba sellando todos sus eslabones
después de haber alternado en una ruleta que detuvo el azar,
en un determinado o injustificado momento.

Una vez que estaba todo listo, las rodillas se abrieron
dejando entrar un sol blanquísimo,
un sol que la mudó de océano.
Lloró, al principio.

Cuatro años después –casi todas las cartas dadas vuelta–,
la nena caminaba por Florida,
encantada por la música que salía de una pianola.
El hombre que la tocaba tenía una paloma en el hombro derecho.
Ella se acercó de la mano de su tía
y el hombre ofreció un augurio a cambio de una moneda.

La predicción estaba escrita en papel, a mano,
yacía en el fondo de un frasco
junto a muchas otras predicciones ajenas.

La paloma metió la cabeza en el frasco
y, con su pico, supo encontrar la de la nena.
La tomó y se la dio al hombre haciendo un gesto serio de: “es ésta”.
El señor la desplegó entre sus dedos peludos,
miró a la nena, y se la leyó en voz alta:
“De grande vas a tener unos ojos hermosos.”
Y la tía le dio una moneda.


II

La predicción se fue delineando
a fuerza del efecto de hechizo
de esa primera sentencia.
Pero sobre todo a fuerza de sombras y contrastes.
Aprendió a dibujarse los ojos.

La nena denunció costuras rotas en el primer vestido blanco
y lloró el luto de que su papá no la fuera a despedir sobre una orilla.
En algún lugar indefinido
entre los moldes y la libertad
habrá quedado buscando,
la identidad que paga el desplazamiento en cada posta del medio camino.
La misma identidad que ella denunció
no conocer más que a través de bocetos en blanco y negro,
siempre a fuerza de sombras y contrastes.

Sí, fueron ojos hermosos.

Es que el papá llegó a decir sí y no
y después se cristalizó en el vértice
que lleva la vida a su más rotundo antónimo
y después la trae de nuevo,
desafiándola a una vuelta de tuerca que gira en ruleta rusa.

Fueron ojos con la ironía
que vuelve de lo melancólico.

Ojos polarizados,
con la transparencia de lo que ya se está oscureciendo
y le queda un último brillo para gritar la tarde y resplandecer las voces.
Ojos de lo que es indescifrable no por escondido
sino más bien por todo dicho pero en forma caótica.
Una mueca entre el llanto y las carcajadas:
las lagrimitas brillando mucho,
la nariz roja que se ríe…
Un gesto en el que se velan
justo cuando habían terminado de desvelarse.

Fueron ojos de gestos salvajes.

“Tiene los ojos del padre”:
el hechizo de renacimiento
que siempre termina volviendo a pasar por agua el luto.
Y otra costura que se rompe.
Otra posta que se paga sin que el camino se acerque a nada absoluto
y ya sin que la tía dé de sus monedas.

20 de abril de 2008

sucio

Tuvimos que tomar mucho alcohol para desdibujar lo radical del momento de volver a darnos un beso. En realidad yo tenía que anestesiar el dolor de que aceptar ese beso tacaño me significaba seguir negociando una entrega que va a ser siempre potencial y resignar la distancia que había clavado entre nosotros, por primera vez. Habías sentido, la distancia, ¿no? Me di cuenta de que sí porque unos días después de que volví a Buenos Aires me reclamó el haberme ido media hora a hablar por teléfono abajo de la lluvia, el único lugar al que no me iba a seguir nadie. Ese día me miró desde una ventana decepcionado porque se dio cuenta de que yo sinceramente no tenía ganas de que saliera al jardín ni de que estuviera en mi casa. Te vi, te vi partirte cuando te diste cuenta de que no te lo hacía a propósito, ni siquiera te lo hacía: lo hacía. Habías venido para participar de la bienvenida pero yo no había vuelto del viaje, en realidad. Tuve que tomar mucho alcohol para darme cuenta de que había vuelto, para desandar el camino, para saltear el hecho de que si te daba un beso no estaba revisando para nada si quería volver a donde estaba antes de irme. No lo quise revisar porque, casi un mes más tarde, en el momento en el que nos encontramos en la puerta del baño por casualidad y decidiste quedarte adentro, apagar la luz para invitarme, yo me sentía tan sola que no dudé absolutamente nada. Si hice una pausa fue para sentirle el gustito a la inminencia, eso es lo único bueno que recuperamos. El beso tuvo el encanto de ser contra la cara interna de la puerta de un baño, en una fiesta; el encanto de que todavía quedaba un poco del gusto de la inminencia, otro poco de alguna cosa dulce que me habría tomado, y olor a vos, que eso sí que lo había extrañado. Al rato todos esos encantos habían desaparecido un poco, pero seguíamos pegados, en un cuartito del fondo, al lado de un ténder y de la puerta de otro baño. Las voces de la fiesta estaban demasiado cerca, vos tan borracho y yo tan incómoda, apoyaba la frente en la pared y pensaba, pensaba, pensaba, pensaba en cómo no te dabas cuenta de que en vez de garchar yo estaba pensando con la cabeza apoyada en la pared, en absoluto silencio. Si no hablo, ahí tenés una pista de que no estoy en contacto; ya deberías saber, a esta altura. Pensaba en eso, en ese polvo tan mecánico, al lado del ténder y la ropa colgada, ya seca, pensaba en que no hay sexo tan sucio como el de mentir con el cuerpo, decir con el cuerpo la mentira de estar en contacto. Una mentira que sólo sobrevive a ojos de otros mentirosos de los que miden el acto de tocar desde afuera. Si el gesto fuera genuino, los límites del cuerpo se desdibujarían porque en la simbiosis desconocen los nuevos términos en los que se establecen los límites. No quedan partes, queda un todo chupable, un todo mojado en agua de quién, de cuál, de ninguno, nuestra, el accidente del placer en la verdad de resignarnos. Si el gesto fuera genuino no se quedaría en ningún lado quieta mi frente más que por un segundo, no iría a ningún lado mi cabeza como una burbuja de detergente, estaría clavada en la piel, en la piel desparramada por el piso o por las manos, las manos de cuál, de quién; la piel conservando sus pliegues sólo para rescatar la picardía de buscar con los dedos, con los ritmos, con esa dinámica de lucha o de danza que nos devuelve a la certeza de que para la identidad no hay momento más pleno que el de diferenciar y el de asimilar, consecutiva e intercaladamente: diferenciar y asimilar. Pensaba en que el hecho de escalar hasta este nivel de abstracción mientras garchábamos me daba la pauta de que lo estábamos haciendo pésimo y pensaba en que no quería más, no quería más ese sexo sucio que me iba a dejar enajenada, lejos mío y lejos de eso por lo cual no había vuelto de viaje en su momento, de eso que me había tenido abajo de la lluvia sin darme cuenta, con la frente en todas partes menos en las paredes.
Y pensar que unos días antes le había querido mandar una carta al hermano de Tamara diciéndole que reestablecer los parámetros y serle consecuente a los nuevos era una forma de no desandar el camino pero aparte era una forma de reconocimiento. Le quería hablar de militancia con inescrupulosidad adolescente, apostando siempre a que ese rasgo resulte simpático o inocente y que después se cargue de algo sexual por lo de ser la pendeja, la pendejita. Llegué a hacer un borrador: “Creo que la verdadera militancia coloca los pies sobre la tierra pero se encarga de que el corazón quede más alto y la cabeza todavía más, por ser la que coordina los pasos con los latidos. Que siempre haya sangre para que el cuerpo camine. Que siempre sean caminos que aceleren el pulso. Que la cabeza nunca tenga permiso para hechizarnos con olvidos que nos devuelven a donde uno estaba simplemente conforme. No si en el medio el puente que se atravesó fue el del alma y si lo que había del otro lado era una sensación de que al fin las cosas estaban en su lugar, sobre el cuerpo del otro. Cómo hago para pedirte eso y, más aún, cómo hago para no pedírtelo.” ¿En dónde quedó ese borrador? Digo: acá, entre las tapas duras del cuaderno que me regaló él (lo leo y me da vergüenza, siento que lo tendría que haber escrito a los quince años para poder justificarlo…) pero, ¿en dónde quedó? Lejos mío, seguramente, igual de lejos mío que quedé yo después de ponerme la remera, subir la tanga y el jean, que habían quedado arrugados a la altura de los tobillos, mover el ténder que habíamos puesto para trabar la puerta y volver a la fiesta a tratar de tomar un poco más de alcohol para seguir desdibujando lo radical de haber vuelto de Barcelona y de no poder volver a irme para allá.

14 de abril de 2008

a los seis


No me dieron el papel estelar de Merceditas ni el de Remedios de Escalada… por lo menos tampoco fui caballo blanco, pero me tocó sauce llorón. Y tenía un disfraz lúgubre de hojas que arrastraba por el piso del patio asomando del tronco ojitos de vergüenza. “¿No puedo ser jacarandá?” Era todavía más icónico a nivel patrio y seguía siendo árbol pero por lo menos no era llorón. La directora me contestó que no con una voz tan fruncida que ni necesitó despegar los labios.
Siempre tenía esa expresión: la boca cerrada en donde convergían un montón de arrugas y unos anteojos cuyo reflejo no me permitía saber si me hablaba a mí o no cuando me cruzaba en un pasillo y soltaba, al pasar, un “péinese, por favor”. Supe sin duda alguna que me estaba hablando a mí cuando se me acercó a pocos centímetros de la nariz entre bambalinas para decirme: “Deje de llorar, señorita; le tocó sauce llorón, su disfraz no es triste, y si no sale al escenario vamos a tener que llamar a la policía”.
Nos trataba de usted a todos aunque fuéramos petisos como gnomos, y cuando formábamos le decíamos al unísono: “Bue-nas tar-des se-ño-ra de Pin-to”. Pinto me hacía acordar al gallo Pinto, el que no pinta porque el que pinta es el pintor. Siempre, siempre que le decíamos señora de Pinto, asociaba con el gallo.
Sonaba tan sombrío ese ‘buenas tardes’, que una vez hasta ella nos pidió que descontracturáramos el saludo y descubrió que hacía falta más que un pedido para modificarlo, porque quisimos pero nos salió todo desordenado, se escuchó un murmullo polifónico por todo el patio y nos hizo volver inmediatamente a la forma anterior, la misma que nos enseñaron el primer día de primer grado. Yo tenía seis recién cumplidos, ese día, cumplidos con dos trencitas y tres deseos que seguro tuvieron que ver con mi papá, con que me cuidara, que estuviera bien, incluso una vez no estando. “Tomen distancia. Alineen sus cabezas con la del compañero de adelante. Firmes. Los brazos a los costados del cuerpo”, y sostener un silencio.
Ese año llevé al colegio una sirenita de plástico y pelo tan blanco como el de la señora de Pinto. La llevé para ostentarla entre mis amigas y después, está bien, prestarla. A todas les encantaba porque si le apretabas la espalda activabas algún botón escondido abajo de la piel con olor a zapatilla nueva de mi sirena y entonces cantaba. Tenía una voz de eco, como si efectivamente sonara desde abajo del agua. A la tarde mientras formábamos y veíamos la bandera levantarse sin asociarla todavía a próceres ni a sauces pero sobre todo sin asociarla a llantos, yo tenía la sirena agarrada entre mis dos manitos atrás de la espalda y me tenté, me tenté... Estaban todos en silencio simulando respeto y mi sirena con rulos blancos quería cantar, parecía como si me lo pidiera bajito. Entonces no aguanté, le apreté la espalda y cantó. Sonó por todos los rincones porque al eco con el que venía grabada su voz se le sumó el eco del patio; rebotó la música sobre la conmoción muda de las distintas filas de chicos que miraron hacia distintos costados sin saber de dónde salía. La bandera se quedó quieta un minuto porque el que la estaba izando frenó para darse vuelta y soltó una risita. Yo puse cara de accidente. Nadie me retó, que yo recuerde. Ni siquiera la señora de Pinto. Tampoco me hice del renombre suficiente como para que me tocara Merceditas en vez de sauce llorón ese agosto, pero la sirena volvió a casa orgullosa.

2 de abril de 2008

a tamara sobre cabildo y berlín

Bueno, simplemente hablé con la gestora y con varios titulares de cátedra de la carrera. Todos dicen cosas como “hay que ver” o “tendrías que…”. No sé por qué me sorprende, en realidad, porque era esperable que no fuera fácil.

A Clara todavía no le dije nada… Mamá lo intuye y a papá se lo tiré el domingo pasado, como quien no quiere la cosa, mientras él hacía el fuego para el asado. A papá siempre hay que hablarle de lo importante mientras realiza alguna actividad, porque eso le permite mantener la atención en uno simulando que está puesta en eso otro que está haciendo. Preferiblemente tiene que ser una actividad que él disfrute y que sea objetivamente útil. Lavar el auto, por ejemplo. Algo mecánico, algo que se realice de forma simple y sistemática… Pescar mojarritas, quietos, con los pies metidos en el río. Mira para adelante, con los ojos chinos de fijos, a ver si pica, a ver si aparecen onditas circulares alrededor de la tanza, en el agua inmóvil; pero en realidad se trata de que es su perfil el que sabe escucharte.
De chica pensaba que hubiera sido mejor ser varón para poder jugar con él a algún deporte que nos permitiera que la pelota se convirtiese en el canal de comunicación por excelencia. Papá responde monosílabos, la concentración en su tarea tiene que ser absolutamente creíble, a veces incluso sólo asiente. “Pá, me voy a seguir la carrera a Alemania (breve pausa). Qué bien que prende el carbón que compraste”. Eso fue mi mejor intento de ‘como quien no quiere la cosa’. Contestó: “Bueno, primero pensá bien si es lo que querés y no se lo digas a tu madre antes de estar segura”.

Esa misma noche mamá estaba con la voz quebrada y se pasó toda la cena proponiendo un diálogo nostálgico y sentimental, de esos de velas de fiesta de quince. Yo creo que papá no aguantó y le dijo. O que lo intuye. Mamá es como un hada disfrazada de señora y siempre tiene sus magias para adivinar lo que a uno le pasa.

Clara nada. Ni lo sospecha, ni lo percibe, ni se va a enterar por mí. Sobre todo porque se pasa todo el día hablando de Luca… que el pediatra esto, que el precio de los pañales… Clara, que antes no hablaba más que de varios hombres distintos a la vez, al fin habla de uno solo: Luca. Ni Gustavo figura. A Gustavo no le molesta, igual. Un poco por psicoanalista y otro poco por buenazo.

Hoy salí de lo de Pedro y Male, había pasado a visitarlos porque siempre me convidan unos mates cuando tengo que hacer tiempo entre el laburo y la facultad, y caminaba por Cabildo pensando en esa avenida y sus ritmos. Yo creo que ni en la calle Florida la gente camina tan rápido como cerca de Cabildo y Juramento… Parece un panal plano lleno de ofertas y vidrieras angostas, excepto cuando algo desentona.

Desentonó un señor, un viejito, caminando mil veces más despacio con la ayuda de un bastón. Tenía un saco de corderoy claro, un pañuelo en el cuello y un sombrero. Paseaba a paso lento un porte erguido, a pesar de la edad, y unos zapatos marrones, lindos y bien lustrados. Caballero bien porteño, como ya no se ven: un poco milonguero, un poco elegante, un poco putañero pero de los que no se les nota. Él caminaba en frente mío y bajé el ritmo para observarlo porque me dio ternura. En dirección opuesta venían dos mujeres, charlando fuerte y gesticulando con dificultad por el bótox, maniobrando para hacerse paso entre la multitud y mantenerse una al lado de la otra, de modo de poder seguir la conversación sin interrupciones. A una de las dos se le cayó el saco que tenía colgado de la cartera. La mujer lo pisó al paso siguiente
sin darse cuenta, con un taco alto, y quedó tirado en la vereda hecho un bollo de tela negra entre sus piernas. Entonces el señor paró el bastón, paró sus pasos y con un tono sereno y grave miró a la mujer y le avisó: “Disculpe, se le cayó la bombacha”. Estallé en carcajadas pero seguí caminando porque ni el tráfico peatonal ni un mínimo de sentido de la educación me permitían quedarme parada ahí para ver qué contestaba. Y me quedé pensando… en que no hay Cabildo en Berlín. Ni mate de Pedro y Male. Así que por ahora no le voy a decir nada a mamá, y la gestora que se tome su tiempo.

29 de marzo de 2008

la luna y alcauciles

La curandera escurre un trapo entre los dedos que de tanto escurrir quedaron un poco arrugados, sobre todo en las yemas, pero siguen siendo suaves. Cae un agua oscura. Después repasa la mesada de la cocina sin mirar, conoce las dimensiones del mueble de memoria. La vela está prendida detrás de ella y dibuja su sombra como la de una hechicera que vuelca hielo seco en un vaso, y luego agrega bigotes de gato y hojas secas. Pero en realidad, corriendo el juego de las sombras, simplemente está haciendo un jugo de alcauciles. Vuelve al cuarto contiguo y apoya el vaso frente al paciente que la mira como a una mamá, habiéndole entregado su salud con sumisión infantil. Le indica que se lo tome todo, el hígado va a sanar. Él lleva el vaso a la boca, ve con ojos bizcos cómo el líquido se precipita hacia su garganta tratando de no pasar por la lengua, para evitar el gusto amargo, y cuando al fin termina, descubre en el fondo redondo del vaso una luna llena, la misma luna que había estado manejando como a marionetas la marea que se fue por su garganta. Le devuelve el vaso vacío con un gesto de labios fruncidos que todavía contiene el gusto del jugo, pero lo soporta porque sabe que el hígado va a sanar. No quedan preguntas, el dormitorio es un solo silencio. Después de dejarle las monedas de oro, el paciente sale a la calle y descubre en el cielo una luna húmeda. La misma luna que le hizo el jugo con dos manos, que le sanó el hígado dos horas más tarde y que prescinde de ciencia, porque tiene memoria.

meant

Brad Holland
http://www.bradholland.net




24 de marzo de 2008

cinco sentidos

Esta secuencia no es ficción, cualquier parecido con la realidad es mera buena memoria del escriba.

- Bueno, repasemos, entonces. Tenemos el sentido ¿del?

- ¡Tacto!
- Muuuy bien, Juani. El del tacto es uno. A través del sentido del tacto nos damos cuenta cuando las cosas son ásperas o suaves, por ejemplo. Bárbaro. Y también tenemos el sentido ¿deeeel?
- ¡Olfato!
- Claro, del olfato. En nuestra na-riz. Muy bien. ¿Qué más? El sentido de ¿laaaa?
- … No sé.
- Dale, Oli, pensalo bien. No hay apuro. De ¿la?
- Ah, ¡de la vista!
- Excelente, Olivia, de la vista. Vemos el pizarrón, los paisajes… por el sentido de la vista. Buenísimo. ¿Qué otro, chicos? El sentido ¿deeeeel?
- ¡Humor!

17 de marzo de 2008

el sol y confites

Se hace un esfuerzo con las uñas para abrir los primeros dos tajos a los costados de la cara, justo antes de las orejas, y después se tira de la piel con dos pulgares y dos índices, con dos pinzas de dedos (igual que como se tiraba de la voligoma seca sobre las yemas de los dedos para ver la impresión de las huellas digitales). Sacar una y otra capa y descubrir un juego de máscaras como mamushkas en el que el segundo estrato siempre se convierte en el primero apenas el último pedazo de piel cede y se suelta de la punta de la nariz. Entonces nunca hay un verdadero profundizar ni un verdadero desnudar. Se pierde la noción acerca de si existe el trayecto lineal hacia un núcleo; se cuestiona la convicción de que debajo de la epidermis, tirando y tirando de los tejidos, tanteando con los dedos en el agua sucia, en la sangre espesa, se va a encontrar un gesto primario, independiente del accionar de los músculos, que revele una gran y sola cosa. No está. Me acuerdo de que la primera vez que abrí las muñecas rusas, la sorpresa de ir encontrándome con una reproducción de la anterior, más chiquita, a lo sumo con otros colores, era inmensa; pero seguía abriéndolas para ver si finalmente aparecía otra cosa, no la misma en versión pequeña. Algo que no fuera ni siquiera una muñeca. Creo que hubiera tenido más sentido que en el corazón de la última mamushka esperara un caramelo o un confite. Algo así de redondo y de dulce y de un solo color. Un premio. Entonces en la búsqueda del confite que se cree que debería haber debajo de las propias máscaras, se recorre un laberinto convencidos de que es un camino inverso al tiempo, regresivo, sí, pero porque en el inicio, en el nacimiento, habría una revelación. Sin embargo nos encontramos con rulos y rulos y ochos y pozos y escaleritas, escaleras caracol, y personajes, Alicia, Bowie, donde lo onírico no hace más que explicarnos que éste era el pedazo de aprendizaje: este pasear, mutar, errar. No puede ser. Tiene que haber un sol que atraiga y despliegue con criterio. Un sol que tire, que afloje, que alumbre, que hierva un aire que sólo después se templa en la resistencia de la carne. El gesto que aparece en la expresión, el débil (cejas que se levantan, sonrisas tímidas, a lo sumo un llanto ruidoso pero no tanto), pasado por agua y por atmósfera, tiene que venir desde un centro a medio camino hacia el otro lado del mundo. Un núcleo rojo, certero como todo lo caliente, del que no estuvimos cerca nunca. Y quizás deberíamos resignar el orbitar en contramano.

11 de marzo de 2008

son of a preacher man

Fumar o explotar burbujas de plástico llenas de aire, de a una. Volver a fumar. Hacer té, ¿alguien quiere un té o un café?, porque me voy a hacer uno. No, no me cuesta nada. Hacer dos tés y dos cafés. Y para acompañar el té, prender otro cigarrillo. Cambiarme de sillón porque el que se desocupó es más cómodo. Los demás hacían más cosas que explotar burbujitas y charlar. Nos tenían a nosotros para las pausas en las que hacía falta repasar un par de cosas y retomar la marcha; nosotros siempre estábamos ahí, abiertos a la consulta, en los sillones. Pero después, una vez que se decidían, volvían a salir llenos de ímpetu, sin decir chau, cerrando la puerta apenas fuerte, a hacer lo que hubiera que hacer... y nos encantaba quedarnos solos pero tampoco podíamos hacer mucho con eso. Entonces hablábamos y hablábamos sobre lo que no podíamos hacer. Sobre por qué no lo podíamos hacer. Sobre cómo hacer para no hacerlo. Sobre cómo sería si lo hiciéramos. Después hablábamos de cuánto mejor la pasaban ellos que se habían ido del departamento a apretar en alguna esquina. Yo me las pasaba tratando de coordinar respuestas inequívocas con el otro andarivel por el que avanzaba mi cabeza, barrenando sobre un torrente de interrogaciones mudas acerca de cómo explicarte que el ventrílocuo detrás de mi discurso era una nena con miedo. Tamara se dio cuenta sin que le explicara nada. En un momento estábamos haciendo la cantidad de cafés que nos habían encargado y yo buscaba cucharas, abría todos los cajones para evitar mirarla y que se diera cuenta. Me sonrío y me dijo con un tono burlón, como imitándome: “Quiero volver a casa porque me da miedo el pito. Útero, útero.”. Hija de puta. Me cagué de risa. Yo desplegando una sintaxis compleja entre taza y taza y pucho y pucho cuando en realidad era un solo miedo. Como la Sagrada Familia… Nos sentamos en frente de la iglesia, especulando sobre el lugar del accidente fatal de Gaudí. Les dije que quería sentarme a fumar un cigarrillo mientras mirábamos la fachada, cada detalle, cada cara, el árbol, y descubríamos más cosas y descifrábamos la sigla de hierro en las rejas y en el centro de una de las torres y te escuchábamos contar la historia del monumento con esa entonación encantadora de guía turístico. Nos quedamos paseando en la asimetría. De repente Tamara y yo nos reímos porque en la vereda, justo al lado de la puerta, dos perros que venían en dirección opuesta se encontraron y después de acercarse los hocicos hasta tocarse las narices, cruzaron los cuerpos para oler el culo del otro. Y se quedaron quietos un rato, los dos tranquilos, como si olerse el culo mutuamente fuera un formalismo, como el “¿qué tal?, ¿tus cosas bien?” perruno. Se superpusieron esos dos planos: la Sagrada Familia con toda su complejidad arquitectónica, su poesía submarina, esa forma de que una fachada resulte como un bosque que se recorre con los ojos, y adelante los perros con el hocico estático en el culo del otro, los dos moviendo la cola contentos por el intercambio. Era perfecto.
Nosotros en los sillones, hablando, hablando, hablando, tomando té en tazas que se abrazan con las manos u oporto en copitas que se agarran con los dedos estirados, dándole vueltas discursivas y giros sintácticos a la imposibilidad de tocarnos, no teníamos más que ganas de oler el cuerpo del otro, morderlo, conocerlo. Y como eso es demasiado básico hacemos iglesias, miramos iglesias, tomamos café, conversamos. Y nombramos todas las cosas. En el nombre del padre, nombramos. En el nombre del hijo y del cuerpo que sabe que cuando nombra toma para siempre distancia, respinga la nariz y corre los ojos. Porque total ya está dicho. Justo nosotros dos, hijos de padres que predican la acción dramática.

2 de marzo de 2008

recuerdos de parís

Se va a diluir.
¿Se va a diluir?
Sí, sí, se va a diluir.
¿En qué otro líquido?
¿En qué color se pierde una luz que hace cosquillitas?
Sobre la noche no se pierde. Más bien ilumina.
¿Sobre qué ciudad pasa desapercibido el hecho de que se levanta una torre, más de trescientos metros hacia arriba?
En París no.
¿Se deshace el camino que andamos juntos sobre un puente del alma?
Y si no se deshace, si continúa, ¿cómo es que se bifurca?
Y si se bifurca, ¿cómo tomo, entre los dos, el que me devuelve a casa?
Ya no quiero volver. Mentira que yo no tenía nada en juego, eso era lo que estaba arriesgando yo: mis ganas de volver. Y las perdí.

Pude, sin embargo, irme de viaje, lejos,
a descubrir que no hay ningún lugar al que pueda ir sin mi cuerpo.
Creí que eso era todo lo que tenía para descubrir hasta que me mostraste
que tenía que irme lejos justamente para descubrir mi cuerpo, no para abandonarlo.

Ahora seguramente va a decir un oráculo al que me da bronca cederle la palabra. Si me dejara hablar a mí primero, antes que las monedas, me gustaría decir: No, no, no se va a diluír; uno no se habitúa a las cosquillas y no hay colores como los que se dibujan en los contrastes de esa ciudad. Tampoco hay contraste como ese con el que marcaste el perímetro de mi cuerpo, a mordiscones, justo antes de que yo subiera las escaleras apurada a tomar agua y comer frambuesas para recuperar la humedad de la sangre; para recuperar el color de los labios, el color de la boca de piquito que imprime un beso y espera que no se diluya. Se va a diluir tan poco como lo poco que se diluye la torre en el paisaje cada vez que es hora en punto. Y yo no desando ningún camino porque no ando de paseo. No estuve de vacaciones.

17 de febrero de 2008

josé

Ojalá pudiera ser lo suficientemente inocente como para creer que conocerme, para vos, fue tan enriquecedor como lo fue para mí conocerte. Y gracias.

Hay un minuto exacto de la noche en la que los relojes se derriten como por hechizo o encanto y el tiempo se repliega, frunce sus agujas y retira del espacio las tropas que marchan, disciplinadas, al ritmo de un segundero. Se hace un silencio, primero. Los noctámbulos sonríen porque conocen el portal que se abre hacia su terreno. Los que no, los que se quedaron despiertos por obligación o por casualidad, se toman una pausa para transformar el desconcierto en adaptación. Se hizo un silencio de esos en los que la gente dice que pasó un ángel y parece como si hasta los fantasmas contuvieran el aliento para no arruinar ese segundo estático. Se vino la noche. La verdadera noche. A su sombra van a empezar a relucir los detalles más nimios y fundamentales con una fosforescecia hipnotizante. Surgirán los más definitivos descubrimientos en los contrastes que sólo permite la oscuridad de esta hora, que, de un momento a otro, pasó a ser hora ninguna.

Seguramente habré suspirado aliviada. Ante el repliegue del tiempo saco un mazo de cartas del bolsillo, las desparramo sobre la mesa y así despliego mi dominio. Llegó, para mí, una era efímera en la cual reina lo lúdico y lo caótico y entonces me puedo sentar en la cabecera o ser anfitriona. Adelante. Bienvenidos a la lucidez de la noche, a la tranquilidad de cuando el tiempo se ausenta, a la belleza con la que el caos se diseña.

En esa dimensión fue que nos quedamos, cada uno en su respectivo sillón, José y yo. Nos unían, entre otras, dos complicidades: la de ser noctámbulos y de la conversar como se respira. Los dos sabemos que charlar nos puede significar un desplazamiento incluso si no nos movemos de esos sillones ni para buscar un cigarrillo. Al menos así quedé yo después de la maratón atemporal de idas y vueltas por entre distintos lugares de la mente: desplazada.
En el popurrí de temas que implicaron flshbacks y flashforwards llegué a un puerto clave. Tan es así, que sentí que lo había conocido porque me hubiera sido imposible llegar al puerto de otra forma que de su mano.
Yo había llegado a Barcelona casi dos semanas antes con mi valijita y dos ojos pícaros a recordarle su punto de partida. Recién salida de casa (aunque más no fuera "de vacaciones"), aguda, pero tierna como el famoso "lechazo" del restaurant catalán. Él, en cambio, estaba de paso -con el transcurso de los días empecé a sentir que vivía de paso- por una de las sedes de su vida: Barcelona. Luego de Buenos Aires y Brasil, y antes que Nueva York y San Diego. Un punto entre otros. Sin embargo son sedes profundas, las suyas. Su Brasil, por ejemplo, tuvo primero la cara de la muerte, después la del amor y el nacimiento y luego la de la separación. Su Brasil siempre va tener la cara hermosa de la luna. De Lua. Su Buenos Aires, igual que la mía, es el primer puerto. Somos dos porteños. Él efectivamente zarpó desde ahí, yo me dejé el ancla clavada allá.


Más de una semana más tarde que el día en que llegué, José y yo nos enredamos en una conversación que iba a revelar lo que él estaba por enseñarme. Creo que todo había derivado de la misma historia de despecho que conté tantas veces, desde tantas ópticas diferentes y a tantas personas distintas. Ese despecho que había hecho jugo a la hora de la creatividad y más jugo a la hora de necesitar una justificación para pedir ayuda y atención. Me oía describirle la situación y me aburría de escucharme. Otra vez mi voz contando que no conocemos otro vínculo que no sea el malhecho que tenemos. En realidad yo sabía que el estandarte del desamor me permitía la libertad que me había llevado hasta Barcelona y todo esto sin bajar las banderas que militan fervorosas a favor del amor. El renovado idealimo. Estaba defendiendo lo que me ata a casa. Sabía que ya había escuchado canciones del estilo de
Nos sobran los motivos sientiéndome expresada y llena de un ímpetu para descargar la identificación. "Este adiós no maquilla un hastaluego." Esta cara de profundo entendimiento de mis propios defectos nunca me llevó más allá de esa conciencia. Siempre fue el maquillaje de un conformismo, seamos sinceros. Los hechos quedaron petrificados. Me dio vergüenza volver a mostrarme así de segura. Perdón, José, las justificaciones sólo intentan rescatar la pelotudez que me caracteriza. Ningún desamor. Ningún entendimiento.
Y después apareció el tema del desarraigo porque yo estaba sorprendida con su capacidad de vuelo. Miraba perpleja cuando él contestaba mis preguntas infantiles.
- Mi vieja es azafata, o sea que se la pasó viajando. No estaba nunca. Y mi viejo... mi viejo jamás estuvo, ni siquiera no estando de viaje... A eso sumale que yo a veces la acompañaba a mi mamá, entonces para mí estar en un avión es casi como estar en un vientre.
- Qué loco. Mi historia es opuesta: Justamente dentro de un avión fue que mi papá se desplomó en el coma que le iba a hacer puente entre la vida y la muerte.
Un solo objeto: el avión. Ese objeto concreto, accidente del propósito de los hombres de transportarse, era para él y para mí, dos símbolos dicotómicos: un lecho de vida y un lecho de muerte. Su versión de Brasil ya me había sorprendido con su característica de contener una contradicción tan grande como la vida y la muerte, pero este dato nuevo, el del avión, nos había puesto frente a frente. Ese fue el momento de fosforescencia.
- Es llamativo que a partir de esto, el desafío para mí es subirme al avión y desarraigar y el tuyo es aterrizar y echar raíces.
Me di cuenta de cómo el giro de perspectivas estaba acomodando todo en su lugar. Sacándole el velo a las cosas que tenían careta de tormenta. Decidimos irnos a dormir; recuperamos de un baldazo la noción de la hora, la noción de la potencialidad del día siguiente. Acomodamos las tazas y los vasos para desdibujar los trayectos por los que había transcurrido la charla toda esa noche. Círculos de café en el mantel. Algún boludo se manchó la remera con tinto. ¿Quedó algún vaso en la mesa? No, ya levanté todo. Despejando la mesa nos acordamos del cansancio que en los sillones no se notaba. Dejamos las copas en la pileta de la cocina. Nos lavamos los dientes.



Progresivamente se volvió penetrante la luz del alba y reveló la textura de las cortinas. Las miré y pensé "ah, son de lino". Empezaron a sonar el segundero, los pájaros, los vecinos que pasan el café con fuerza como si tomarlo fuera una imposición. El día me volvió a despedir del terreno en el que más cómoda me siento y encima me amenazaba con borrar, al paso de su luz blanca y plena, lo que me enseñó la noche. Entonces le subí la apuesta, abrí un cuaderno que había dejado al lado del colchón y armé la bitácora del viaje por las dimensiones hermosas que existen más allá de lo temporal. Allá en lo caótico.
(Renglones mediante y una caligrafía prolija, claro, por cuestiones burocráticas que exige el día).