20 de abril de 2008

sucio

Tuvimos que tomar mucho alcohol para desdibujar lo radical del momento de volver a darnos un beso. En realidad yo tenía que anestesiar el dolor de que aceptar ese beso tacaño me significaba seguir negociando una entrega que va a ser siempre potencial y resignar la distancia que había clavado entre nosotros, por primera vez. Habías sentido, la distancia, ¿no? Me di cuenta de que sí porque unos días después de que volví a Buenos Aires me reclamó el haberme ido media hora a hablar por teléfono abajo de la lluvia, el único lugar al que no me iba a seguir nadie. Ese día me miró desde una ventana decepcionado porque se dio cuenta de que yo sinceramente no tenía ganas de que saliera al jardín ni de que estuviera en mi casa. Te vi, te vi partirte cuando te diste cuenta de que no te lo hacía a propósito, ni siquiera te lo hacía: lo hacía. Habías venido para participar de la bienvenida pero yo no había vuelto del viaje, en realidad. Tuve que tomar mucho alcohol para darme cuenta de que había vuelto, para desandar el camino, para saltear el hecho de que si te daba un beso no estaba revisando para nada si quería volver a donde estaba antes de irme. No lo quise revisar porque, casi un mes más tarde, en el momento en el que nos encontramos en la puerta del baño por casualidad y decidiste quedarte adentro, apagar la luz para invitarme, yo me sentía tan sola que no dudé absolutamente nada. Si hice una pausa fue para sentirle el gustito a la inminencia, eso es lo único bueno que recuperamos. El beso tuvo el encanto de ser contra la cara interna de la puerta de un baño, en una fiesta; el encanto de que todavía quedaba un poco del gusto de la inminencia, otro poco de alguna cosa dulce que me habría tomado, y olor a vos, que eso sí que lo había extrañado. Al rato todos esos encantos habían desaparecido un poco, pero seguíamos pegados, en un cuartito del fondo, al lado de un ténder y de la puerta de otro baño. Las voces de la fiesta estaban demasiado cerca, vos tan borracho y yo tan incómoda, apoyaba la frente en la pared y pensaba, pensaba, pensaba, pensaba en cómo no te dabas cuenta de que en vez de garchar yo estaba pensando con la cabeza apoyada en la pared, en absoluto silencio. Si no hablo, ahí tenés una pista de que no estoy en contacto; ya deberías saber, a esta altura. Pensaba en eso, en ese polvo tan mecánico, al lado del ténder y la ropa colgada, ya seca, pensaba en que no hay sexo tan sucio como el de mentir con el cuerpo, decir con el cuerpo la mentira de estar en contacto. Una mentira que sólo sobrevive a ojos de otros mentirosos de los que miden el acto de tocar desde afuera. Si el gesto fuera genuino, los límites del cuerpo se desdibujarían porque en la simbiosis desconocen los nuevos términos en los que se establecen los límites. No quedan partes, queda un todo chupable, un todo mojado en agua de quién, de cuál, de ninguno, nuestra, el accidente del placer en la verdad de resignarnos. Si el gesto fuera genuino no se quedaría en ningún lado quieta mi frente más que por un segundo, no iría a ningún lado mi cabeza como una burbuja de detergente, estaría clavada en la piel, en la piel desparramada por el piso o por las manos, las manos de cuál, de quién; la piel conservando sus pliegues sólo para rescatar la picardía de buscar con los dedos, con los ritmos, con esa dinámica de lucha o de danza que nos devuelve a la certeza de que para la identidad no hay momento más pleno que el de diferenciar y el de asimilar, consecutiva e intercaladamente: diferenciar y asimilar. Pensaba en que el hecho de escalar hasta este nivel de abstracción mientras garchábamos me daba la pauta de que lo estábamos haciendo pésimo y pensaba en que no quería más, no quería más ese sexo sucio que me iba a dejar enajenada, lejos mío y lejos de eso por lo cual no había vuelto de viaje en su momento, de eso que me había tenido abajo de la lluvia sin darme cuenta, con la frente en todas partes menos en las paredes.
Y pensar que unos días antes le había querido mandar una carta al hermano de Tamara diciéndole que reestablecer los parámetros y serle consecuente a los nuevos era una forma de no desandar el camino pero aparte era una forma de reconocimiento. Le quería hablar de militancia con inescrupulosidad adolescente, apostando siempre a que ese rasgo resulte simpático o inocente y que después se cargue de algo sexual por lo de ser la pendeja, la pendejita. Llegué a hacer un borrador: “Creo que la verdadera militancia coloca los pies sobre la tierra pero se encarga de que el corazón quede más alto y la cabeza todavía más, por ser la que coordina los pasos con los latidos. Que siempre haya sangre para que el cuerpo camine. Que siempre sean caminos que aceleren el pulso. Que la cabeza nunca tenga permiso para hechizarnos con olvidos que nos devuelven a donde uno estaba simplemente conforme. No si en el medio el puente que se atravesó fue el del alma y si lo que había del otro lado era una sensación de que al fin las cosas estaban en su lugar, sobre el cuerpo del otro. Cómo hago para pedirte eso y, más aún, cómo hago para no pedírtelo.” ¿En dónde quedó ese borrador? Digo: acá, entre las tapas duras del cuaderno que me regaló él (lo leo y me da vergüenza, siento que lo tendría que haber escrito a los quince años para poder justificarlo…) pero, ¿en dónde quedó? Lejos mío, seguramente, igual de lejos mío que quedé yo después de ponerme la remera, subir la tanga y el jean, que habían quedado arrugados a la altura de los tobillos, mover el ténder que habíamos puesto para trabar la puerta y volver a la fiesta a tratar de tomar un poco más de alcohol para seguir desdibujando lo radical de haber vuelto de Barcelona y de no poder volver a irme para allá.

14 de abril de 2008

a los seis


No me dieron el papel estelar de Merceditas ni el de Remedios de Escalada… por lo menos tampoco fui caballo blanco, pero me tocó sauce llorón. Y tenía un disfraz lúgubre de hojas que arrastraba por el piso del patio asomando del tronco ojitos de vergüenza. “¿No puedo ser jacarandá?” Era todavía más icónico a nivel patrio y seguía siendo árbol pero por lo menos no era llorón. La directora me contestó que no con una voz tan fruncida que ni necesitó despegar los labios.
Siempre tenía esa expresión: la boca cerrada en donde convergían un montón de arrugas y unos anteojos cuyo reflejo no me permitía saber si me hablaba a mí o no cuando me cruzaba en un pasillo y soltaba, al pasar, un “péinese, por favor”. Supe sin duda alguna que me estaba hablando a mí cuando se me acercó a pocos centímetros de la nariz entre bambalinas para decirme: “Deje de llorar, señorita; le tocó sauce llorón, su disfraz no es triste, y si no sale al escenario vamos a tener que llamar a la policía”.
Nos trataba de usted a todos aunque fuéramos petisos como gnomos, y cuando formábamos le decíamos al unísono: “Bue-nas tar-des se-ño-ra de Pin-to”. Pinto me hacía acordar al gallo Pinto, el que no pinta porque el que pinta es el pintor. Siempre, siempre que le decíamos señora de Pinto, asociaba con el gallo.
Sonaba tan sombrío ese ‘buenas tardes’, que una vez hasta ella nos pidió que descontracturáramos el saludo y descubrió que hacía falta más que un pedido para modificarlo, porque quisimos pero nos salió todo desordenado, se escuchó un murmullo polifónico por todo el patio y nos hizo volver inmediatamente a la forma anterior, la misma que nos enseñaron el primer día de primer grado. Yo tenía seis recién cumplidos, ese día, cumplidos con dos trencitas y tres deseos que seguro tuvieron que ver con mi papá, con que me cuidara, que estuviera bien, incluso una vez no estando. “Tomen distancia. Alineen sus cabezas con la del compañero de adelante. Firmes. Los brazos a los costados del cuerpo”, y sostener un silencio.
Ese año llevé al colegio una sirenita de plástico y pelo tan blanco como el de la señora de Pinto. La llevé para ostentarla entre mis amigas y después, está bien, prestarla. A todas les encantaba porque si le apretabas la espalda activabas algún botón escondido abajo de la piel con olor a zapatilla nueva de mi sirena y entonces cantaba. Tenía una voz de eco, como si efectivamente sonara desde abajo del agua. A la tarde mientras formábamos y veíamos la bandera levantarse sin asociarla todavía a próceres ni a sauces pero sobre todo sin asociarla a llantos, yo tenía la sirena agarrada entre mis dos manitos atrás de la espalda y me tenté, me tenté... Estaban todos en silencio simulando respeto y mi sirena con rulos blancos quería cantar, parecía como si me lo pidiera bajito. Entonces no aguanté, le apreté la espalda y cantó. Sonó por todos los rincones porque al eco con el que venía grabada su voz se le sumó el eco del patio; rebotó la música sobre la conmoción muda de las distintas filas de chicos que miraron hacia distintos costados sin saber de dónde salía. La bandera se quedó quieta un minuto porque el que la estaba izando frenó para darse vuelta y soltó una risita. Yo puse cara de accidente. Nadie me retó, que yo recuerde. Ni siquiera la señora de Pinto. Tampoco me hice del renombre suficiente como para que me tocara Merceditas en vez de sauce llorón ese agosto, pero la sirena volvió a casa orgullosa.

2 de abril de 2008

a tamara sobre cabildo y berlín

Bueno, simplemente hablé con la gestora y con varios titulares de cátedra de la carrera. Todos dicen cosas como “hay que ver” o “tendrías que…”. No sé por qué me sorprende, en realidad, porque era esperable que no fuera fácil.

A Clara todavía no le dije nada… Mamá lo intuye y a papá se lo tiré el domingo pasado, como quien no quiere la cosa, mientras él hacía el fuego para el asado. A papá siempre hay que hablarle de lo importante mientras realiza alguna actividad, porque eso le permite mantener la atención en uno simulando que está puesta en eso otro que está haciendo. Preferiblemente tiene que ser una actividad que él disfrute y que sea objetivamente útil. Lavar el auto, por ejemplo. Algo mecánico, algo que se realice de forma simple y sistemática… Pescar mojarritas, quietos, con los pies metidos en el río. Mira para adelante, con los ojos chinos de fijos, a ver si pica, a ver si aparecen onditas circulares alrededor de la tanza, en el agua inmóvil; pero en realidad se trata de que es su perfil el que sabe escucharte.
De chica pensaba que hubiera sido mejor ser varón para poder jugar con él a algún deporte que nos permitiera que la pelota se convirtiese en el canal de comunicación por excelencia. Papá responde monosílabos, la concentración en su tarea tiene que ser absolutamente creíble, a veces incluso sólo asiente. “Pá, me voy a seguir la carrera a Alemania (breve pausa). Qué bien que prende el carbón que compraste”. Eso fue mi mejor intento de ‘como quien no quiere la cosa’. Contestó: “Bueno, primero pensá bien si es lo que querés y no se lo digas a tu madre antes de estar segura”.

Esa misma noche mamá estaba con la voz quebrada y se pasó toda la cena proponiendo un diálogo nostálgico y sentimental, de esos de velas de fiesta de quince. Yo creo que papá no aguantó y le dijo. O que lo intuye. Mamá es como un hada disfrazada de señora y siempre tiene sus magias para adivinar lo que a uno le pasa.

Clara nada. Ni lo sospecha, ni lo percibe, ni se va a enterar por mí. Sobre todo porque se pasa todo el día hablando de Luca… que el pediatra esto, que el precio de los pañales… Clara, que antes no hablaba más que de varios hombres distintos a la vez, al fin habla de uno solo: Luca. Ni Gustavo figura. A Gustavo no le molesta, igual. Un poco por psicoanalista y otro poco por buenazo.

Hoy salí de lo de Pedro y Male, había pasado a visitarlos porque siempre me convidan unos mates cuando tengo que hacer tiempo entre el laburo y la facultad, y caminaba por Cabildo pensando en esa avenida y sus ritmos. Yo creo que ni en la calle Florida la gente camina tan rápido como cerca de Cabildo y Juramento… Parece un panal plano lleno de ofertas y vidrieras angostas, excepto cuando algo desentona.

Desentonó un señor, un viejito, caminando mil veces más despacio con la ayuda de un bastón. Tenía un saco de corderoy claro, un pañuelo en el cuello y un sombrero. Paseaba a paso lento un porte erguido, a pesar de la edad, y unos zapatos marrones, lindos y bien lustrados. Caballero bien porteño, como ya no se ven: un poco milonguero, un poco elegante, un poco putañero pero de los que no se les nota. Él caminaba en frente mío y bajé el ritmo para observarlo porque me dio ternura. En dirección opuesta venían dos mujeres, charlando fuerte y gesticulando con dificultad por el bótox, maniobrando para hacerse paso entre la multitud y mantenerse una al lado de la otra, de modo de poder seguir la conversación sin interrupciones. A una de las dos se le cayó el saco que tenía colgado de la cartera. La mujer lo pisó al paso siguiente
sin darse cuenta, con un taco alto, y quedó tirado en la vereda hecho un bollo de tela negra entre sus piernas. Entonces el señor paró el bastón, paró sus pasos y con un tono sereno y grave miró a la mujer y le avisó: “Disculpe, se le cayó la bombacha”. Estallé en carcajadas pero seguí caminando porque ni el tráfico peatonal ni un mínimo de sentido de la educación me permitían quedarme parada ahí para ver qué contestaba. Y me quedé pensando… en que no hay Cabildo en Berlín. Ni mate de Pedro y Male. Así que por ahora no le voy a decir nada a mamá, y la gestora que se tome su tiempo.