28 de diciembre de 2009

deshabillé deshabité deshabituar

Amaina y frena del todo, la lluvia, primero en un silencio, después en una ventana, por último un cigarrillo, afuera, parada porque el banco rojo todavía está mojado, las hamacas también. En los vidrios repartidos de la puerta el pasto está fosforescente y levanta perfume. El humo se estanca, apoyado sobre el olor a tierra como en una siesta.
Mamá se queja porque este verano el jazmín no floreció, así que lo miro y le pregunto por qué. No contesta más que un tono de verde. A lo sumo agudo. Qué me dice lo agudo de un jazmín sin blanco. Casi nada. Sobre todo casi nada que pueda disculparlo de no haber dado flor. Perfume. Decí que por suerte levanta perfume el pasto, todavía, a pesar de que de a poco el aire se vuelve a mover de un lado a otro. Vuelve a circular, dicen las brujas. Así que respiro, ahora que apagué el cigarrillo. Decido profundamente que es el último que voy a fumar. Nunca más. Me duele lo que cuesta renunciar a casi cualquier cosa, así que supongo que tampoco es imposible, porque dejar algo para siempre no me resulta tan ajeno ni tan poco frecuente, debe ser prácticamente igual a la primera renuncia, cuando se deja de nadar para nacer.
Seco el banco rojo con la pollera porque igual hace calor, así que gusta tener puesto algo mojado. Ya tengo ganas de fumar otro cigarrillo. Son las primeras que aguanto; aprieto las rodillas y me obligo a pensar en otra cosa. El jazmín sigue callado. Sin saber que estoy afuera, desde la cocina, mi hermana menor apaga la luz de todos los faroles, e inmediatamente después, las lámparas de adentro. Me deja sola con el cielo.

15 de diciembre de 2009

Tinta China

No hace más que mirar a su alrededor, con los ojos rígidos, como trabados a una distancia fija entre los párpados. Y el cuerpo lo tiene todo quieto. Los puños, al final de los brazos colgando, están cerrados. Las manos son bastante blancas, entonces en los nudillos –los nudillos filosos del puño haciendo fuerza– se trasparentan venas azules, diminutas, pero hinchadas.
Todos los días, a la misma hora, la madre le da un vaso de agua y le dice que trague el mejoralito, que tiene gusto a frutilla. Cuando pregunta para qué sirve, ella dice que para que preste atención, y para estar tranquilo. Entonces la toma, pero tiene más gusto a metal con azúcar que a frutilla. Esta semana ella estuvo distraída, y se olvidó de dársela. Él no le hace acordar porque sin la pastilla igual se siente tranquilo.
Cuando uno de sus compañeros estalló en carcajadas señalándolo, en vez de tranquilo se puso rígido, y lo miró, con los ojos trabados a una distancia fija entre los párpados. Espera algún signo de arrepentimiento. Nada. No se va a parar de reír, va a esperar a que los demás se empiecen a burlar también, más por avalar su poder que por estar de acuerdo.
Se escribe la piel. Se esconde en un rincón del patio y con marcador escribe sobre el brazo, porque es lo único que evita que se coma las uñas. A veces escribe nombres, o palabras que le gustan por su caligrafía. Tiene una letra cursiva metódica y demasiado lenta en el trazo. Nuez, escribe. Fue justo cuando terminó de escribir nuez, que el que estaba sentado a su derecha lo vio, lo señaló, y estalló en carcajadas. Otra vez se está haciendo dibujitos y palabras en el brazo.
En el lugar en el que vive hay un cuarto muy chico que se usa para guardar cosas como el árbol de navidad y los adornos, por ejemplo, en bolsas de consorcio. Pasa ahí horas. Hay olor a escobillón y a cajas de cartón en ese cuarto. Le gusta estar ahí pero odia las pelusas.
Ahora está lejos de su casa y de ese cuarto, pero para escaparse de alguna forma, se imagina metido ahí, escondido entre dos canastos de mimbre. Necesita lugares herméticos para pensar en lo que le dijeron que es Dios, o para no pensar en si debería dar vergüenza distraerse y escribirse la piel.
Como el recuerdo del refugio no alcanza, la vergüenza lo dispara, literalmente: sale corriendo, atraviesa el patio como si fuera ciego, o rápido, y se mete en el baño que está más cerca. Se encierra y con el mismo impulso con el que traba la puerta, da vuelta la cabeza hacia el inodoro y vomita. Probablemente es el jugo de naranja del desayuno, porque no es repulsivo el olor ni el aspecto, pero al pasar por el esófago siente que quema, y se instala la acidez en la garganta. Tiene las dos manos apoyadas sobre la tabla del inodoro, la cabeza le cuelga floja desde los hombros y otra vez fija la mirada, ve cómo el naranja se expande a medida que el vómito se diluye en el agua, igual que en el experimento de tinta china en el clavel. Lo asalta otra arcada, repentina como si no viniera de su cuerpo, y larga más líquido, pero ahora resignado. Escupe un par de veces. Sabe que no va a vomitar más, pero está pálido, y tiene varios escalofríos, uno atrás de otro.
Sentado en el piso del baño, se mira las manos hasta que recupera el pulso, espera hasta que vuelve a sentir calor en los labios. Se pone en puntas de pie y tira la cadena. Tiene las medias arrugadas en los tobillos. Todas sus articulaciones parecen tan frágiles que da la sensación de que podrían romperse. Además es pálido, el color de la piel de su cara es de un gris amarillento. La madre le dice que es por el beta caroteno, algo que él tiene que comer necesariamente con el fin de ser fuerte. Obedece, pero en general se siente flaco y huesudo. Ahora, todavía sentado, a medida que inhala aire cada vez más profundo y más frecuente, le parece como si el torrente sanguíneo fuera de un caudal enorme. Como si la sangre le fuera hinchando los músculos y la cara. Y se para.
El depósito en el que pasa horas, cada día, se le revela lúgubre por primera vez, se imagina muerto (de esto no es la primera vez), y después lo imagina a él, primero muerto de risa, después muerto.
Ya está de vuelta en el patio. Tiene una mancha naranja en el delantal. Se le acerca mirándolo fijo, el chico ya no se ríe, parece que se olvidó. Justamente por haberse olvidado lo toma del cuello hasta que encuentra la nuez, pequeña, a mitad de camino entre el mentón y la clavícula, y le hunde los dedos. Piensa en cómo resisten los músculos del cuello, y siente la temperatura subiendo debajo de sus dos manos. Lo que menos afloja son los ojos rígidos. A los pocos minutos, los treinta y cuatro kilos que tiene entre los dedos agarrados del cuello, se rinden y se expanden sobre el piso igual que el experimento de tinta china violeta en el clavel.

Por Unjotasch