29 de agosto de 2008

stream (brotando desde la planta de un pie)

Mi pie en tus dos manos, lo que me costó delegártelo para que te lo quedaras un rato, cerrar los ojos, irme de viaje dejando un solo ancla y desde un solo puerto: mi pie en tus manos. Soñé que a la sirena se le reabsorbían las escamas y que de entre sus piernas nuevas salían veloces varias orugas, escarabajos y otros bichos… no se sabía bien qué bichos eran por esto de verlos huir tan rápido, anticipando el apocalipsis. Cuando ya no quedaba ninguno se desplegaron los pétalos, y después hojas y hojas que le llegaron hasta las rodillas. Tenías, con los dedos en la planta de mi pie, un poder para revolver por abajo de las costillas, un saber ciego haciéndose paso en el guiso de la anatomía. Entonces llegabas esquivando los pliegues sin salida ahí a donde se tapan con sangre las yagas. Está oscuro, acá adentro. Apagué la luz para esconder criaturas, pero vos entraste sigiloso por la planta de mi pie y una vez que estabas adentro se abrieron un momento las ventanas, cedió el aire viciado, circuló una corriente de otro aire exorcizando los predios, contándole qué ven a los espejos. Estaban los paisajes, las sábanas arrugadas, una ventana dibujándose violácea al ritmo en el que amanece, los elásticos vencidos, todas esas habitaciones llenas de espíritus inquilinos, la familia anterior a los inmigrantes, la sensación al tacto de una barba de un día, un andar rengo, el calor metálico de los radiadores eléctricos, el primer olor a verano de todos los veranos, estaba el llanto tan memorizado, y la ventana que se abrió hizo un efecto de vacío que lo expulsó todo hacia afuera: se iban los recuerdos con cara de El Guernica, se iban los muertos con un ojo en la nuca, con los lóbulos de las orejas en las fosas nasales, grises, metamorfosis infinita del muerto en vida ajena, templos llenos de cera de vela, sobre cera de otra vela, sobre cera de otra vela, y el polvo, los hongos, el musgo. Todo afuera. Seguían los ojos cerrados pero se me hacía agua la comisura de los párpados, sentía más frías esas últimas pestañas, y sabía que vos estabas atestiguando el éxodo de todas estas criaturas, con un pie mío en tus manos, y hacías el silencio del último luto. En el medio de la luz confusa de cuando amanece, se hizo una voz grave, lejos como mi pie, que me dijo “No tengas miedo”.

23 de agosto de 2008

fiona

El dragón se viene morfando a cuanto pibe se le acerca o con la espada torpe, o con el corazón fruncido, o con los huevos chicos, o simplemente distraído, o lento, lentísimo, o verde, verdísimo. Se los traga. Elige a cuál masticar bien y a cuál pasar entero por la garganta, por venenoso. Elige a cuál quemar con un soplido y verlo derretirse; a cuál destripar con una sola pezuña como quien le saca con el dedo índice las semillas a una uva, y la uva patinosa se resiste, y los órganos antes de ceder se aferran, mojados, a los conductos. Se ve que uno solo de ellos tenía el gusto de una cebolla cruda, porque mientras terminaba de pasarlo al esófago, se le cayeron un par de lágrimas. Se ve que otro era elástico y de goma como un chicle, porque se le pudría en la boca y aún así lo paseó un buen rato entre las muelas, casi le daña la lengua, los dientes y las encías… Hasta que glup. No llegaron ni a la fosa.
A la noche, cuando no sabe nadie, sube el dragón los cuatrocientos veintitrés escalones hasta la torre para que yo le de una palmadita en el hocico (Sit ahí. Good boy). Mueve la cola, se tira hinchado a los pies de la cama, y dormimos. Dormimos tranquilos.
El temita, más que salvarme de la jaula, va a ser salvarme del refugio.

17 de agosto de 2008

el choclo

La música empezó como invitando, de a poco, como envolviendo en un ciclo progresivo que cuando te dabas cuenta, ya estabas en el medio de la nota. El auto se movía como manejado por alguien que no fuera yo. Y sobre agua, o aceite. Se me repetían imágenes de hace unas horas: la puerta cerrándose sobre tu espalda, encima tuyo, mis ojos diciéndote andate, inyectados de un tinte espeso de furia, te los dirigía desde la sombra de mi cara, tenía toda la cara hacia abajo y los ojos desde esa sombra, fijos, andate, los barrotes de la reja cruzándonos la última conversación, la llave puesta y yo la sostenía, a punto de girarla, ya estabas del lado de la vereda, andate, te hubiera cagado a trompadas sin llorar ni una sola lágrima. Y después la música aflojaba, había estado tan arriba, con todos los instrumentos respondiéndose entre sí, y bajó, algunos hicieron silencio, quedó una melodía melancólica, cansada de la música anterior. Vinieron imágenes tan distintas: Era un tango como éste el que bailábamos cuando yo te abría las pestañas de par en par y también te miraba desde una sombra, pero la de tu cuerpo llevándome por música parecida a esta, la de El Choclo. Era una hipnosis, el gesto atascado en la sonrisa que dolía, ya, de tanto tenerla puesta. Vi mi propio gesto, qué aberrante. Qué cosa más artificiosa, más construida y mentirosa que ver el propio gesto, pero lo vi: los ojos entregados, el gesto abandonado en una expresión imbécil de encantamiento. Imbécil, se podía caer la baba. Y me vi ínfima. Pulgarcita. En la sombra de mi ropa, tan oscura, la postura en un nudo de codos cruzados con rodillas, enroscada como un gato al pie de una chimenea, pero al pie de tu perímetro, con el cuerpo tenso que tiene frío pero sabe que si se queda un rato, va a empezar a dar el calor del fuego, y es cuestión de aguantar el frío un toque. Esperé tanto: dos inviernos. El gato está electrizado, las uñas clavadas en la alfombra, el cuerpo arqueado, agazapado, listo, y los ojos brillando desde la sombra del fuego que no vino, inyectados de un tinte espeso de furia, andate, es la última vez que te lo digo. Dos vueltas de llave.

7 de agosto de 2008

luz mala

Unos minutos antes de que amanezca llega un rumor del alba.

Como si empezara a correr un aire que desparrama alcohol etílico por la sangre; un aire que todavía no es blanco, pero que viene de otro pueblo en donde ya es de día. Será que los rayos resuenan por debajo del horizonte y dibujan mil ángulos sobre una mitad de la esfera. Será que vienen a expiar la noche o a abrir camino y es un poco anticipado, pero uno ya sabe que viene el sol, el que redime.

Vos, en cambio, sos como la luz mala: Está la noche, y sin previo aviso una luz cruza el campo abierto, lo desgarra, y se va. Después resulta que fue un fosforecer de los cadáveres.

¿Cuándo era que volvía el sol?

4 de agosto de 2008

¿Qué pasa si efectivamente alrededor de los treinta o los treinta y uno el hijo de puta deshace las valijas y planta una huerta para tener zanahorias frescas a la hora de cocinar? Y cocina, cocina rico y sonríe. ¿Qué hago? Me dijeron que no, que no va a pasar. Me hice un mate para bajar la afirmación a atragantadas calientes, como las que le pegaba a él para convencerlo de la idea de la huerta –pero ahora, y conmigo. Me dijeron que no somos etapas, que somos procesos, que no nos podemos saltear el arado y un día despertar de un sueño delirante y arrancar de la tierra zanahorias maduras y brillantes de tan naranjas. Lloré un rato en el jardín solo y seco; era febrero. Me alejé de la estación dejándome atraer desde otro polo. Me desperté en otro país, como de un sueño delirante, y ahí tiré de las raíces. Eran zanahorias que no eran mías. Recordé el tono rotundo de Euge, apenas arrogante (me encanta): que somos proceso, no etapas, y volví a casa, cabizbaja, al jardín de vuelta, ya era marzo, a arar, se largó a llover y la tierra revuelta se fue humedeciendo.

1 de agosto de 2008

de sangre

Un "stream" para Clari, luz hermana y luz foránea en-y-a mi alma, una guerrera.

“Son cosas de la tierra y la sangre que supongo que todo el mundo entiende”, dijo con la voz quebrada y acento cubano, y me tenía agarrada de los órganos. ¿Pero entiendo? A ver: volver al cuerpo. Hacerlo callar, hacerlo esperar; tenerlo rígido y ablandarle los músculos a suspiros; llevarlo al río, a las orillas, sentarlo quieto y reconocer las extremidades: “Hasta acá llegan”, dijo Anya mirándose los brazos y las piernas, sentada al borde de la tierra rota. Le andaba doliendo el vuelo. Se acercó a nuestro mate una criatura de las islas, reptando por sobre el nivel del piso. Mostró sus dibujos y nos miraba como quien mira a otra especie sin demasiado interés. “La libertad pesa”, dijo con voz humilde, y terminó el mate haciéndolo sonar a rana. Nosotras que pensábamos que lo que pesaba era el encierro, y que por eso habíamos ido al río... Hasta acá la tierra.

No: del otro lado del río vive Martín, en las islas; parece como si cuando oscurece se fuera nadando al encuentro de un hijo que lo espera en la puerta de la casa descalzo, a pesar del frío, y le cuenta algo que descubrió sobre un bichito: un secreto. Un secreto de la tierra que sólo saben los insectos y todo lo que croa o hace ruido cuando se derrite el cemento, se apaga el hechizo de la civilización, y el agua insiste, a golpes, sobre la orilla, insiste, declara que sigue siendo la que muerde la tierra y no la tierra la que muerde ningún vacío, ningún abismo, ningún espacio. El hijo de Martín se pasó la tarde mirando fijo a una araña mientras cazaba siguiendo el dictado del centro de su cuerpo, el impulso de la entraña sobre el telar, la verdad del hambre. Por sobre la muerte de cualquier mosca torpe que haya quedado pegada, la verdad del hambre. Cuando nos olvidamos del cuerpo la libertad se volvió amenaza, es que las certezas las llevábamos adentro y las desoímos. Un tiempo después nos olvidamos de Martín y nos fuimos a escuchar tango. No pesaba nada, ni siquiera el viaje en colectivo, porque ahí se nos reveló que eso que llevábamos con la vergüenza de quien tiene muñones, eso, no era más que las manos enteras, y que de vuelta las sabíamos usar y nos acordamos de que con esa mano tocábamos el tango, la flauta traversa, y estrenamos besos de otras lenguas en idiomas que no sabíamos que hablábamos, nosotras, las de antes, las del primer momento, cuando Anya me enseñó el uso de la “q”, y las de ahora, etéreas de tanto desdoblarnos en para atrás y para adelante. Una euforia. Esto recién empieza. Ahí seguía sonando, Astor, sobre el escenario, dos músicos en cuatro ojos enamorados cada uno del otro par, y estábamos enteras y en carne viva. Carne viva de nuestro tango, y después se sumó la guitarra, la chacarera daba ganas de llorar, carajo, me hubiera ido directo al escenario a abrazarlos a todos o a romper a golpes la guitarra, romperla contra el piso de amor, romper la flauta a golpes contra el piano, gritarles la puta madre me perforaron, me perforaron a chacarera. Sí, entiendo. Cosas de la tierra y la sangre que yo también entiendo.