29 de agosto de 2008
stream (brotando desde la planta de un pie)
23 de agosto de 2008
fiona
A la noche, cuando no sabe nadie, sube el dragón los cuatrocientos veintitrés escalones hasta la torre para que yo le de una palmadita en el hocico (Sit ahí. Good boy). Mueve la cola, se tira hinchado a los pies de la cama, y dormimos. Dormimos tranquilos.
El temita, más que salvarme de la jaula, va a ser salvarme del refugio.
17 de agosto de 2008
el choclo
7 de agosto de 2008
luz mala
Unos minutos antes de que amanezca llega un rumor del alba.
Como si empezara a correr un aire que desparrama alcohol etílico por la sangre; un aire que todavía no es blanco, pero que viene de otro pueblo en donde ya es de día. Será que los rayos resuenan por debajo del horizonte y dibujan mil ángulos sobre una mitad de la esfera. Será que vienen a expiar la noche o a abrir camino y es un poco anticipado, pero uno ya sabe que viene el sol, el que redime.
Vos, en cambio, sos como la luz mala: Está la noche, y sin previo aviso una luz cruza el campo abierto, lo desgarra, y se va. Después resulta que fue un fosforecer de los cadáveres.
¿Cuándo era que volvía el sol?
4 de agosto de 2008
¿Qué pasa si efectivamente alrededor de los treinta o los treinta y uno el hijo de puta deshace las valijas y planta una huerta para tener zanahorias frescas a la hora de cocinar? Y cocina, cocina rico y sonríe. ¿Qué hago? Me dijeron que no, que no va a pasar. Me hice un mate para bajar la afirmación a atragantadas calientes, como las que le pegaba a él para convencerlo de la idea de la huerta –pero ahora, y conmigo. Me dijeron que no somos etapas, que somos procesos, que no nos podemos saltear el arado y un día despertar de un sueño delirante y arrancar de la tierra zanahorias maduras y brillantes de tan naranjas. Lloré un rato en el jardín solo y seco; era febrero. Me alejé de la estación dejándome atraer desde otro polo. Me desperté en otro país, como de un sueño delirante, y ahí tiré de las raíces. Eran zanahorias que no eran mías. Recordé el tono rotundo de Euge, apenas arrogante (me encanta): que somos proceso, no etapas, y volví a casa, cabizbaja, al jardín de vuelta, ya era marzo, a arar, se largó a llover y la tierra revuelta se fue humedeciendo.
1 de agosto de 2008
de sangre
“Son cosas de la tierra y la sangre que supongo que todo el mundo entiende”, dijo con la voz quebrada y acento cubano, y me tenía agarrada de los órganos. ¿Pero entiendo? A ver: volver al cuerpo. Hacerlo callar, hacerlo esperar; tenerlo rígido y ablandarle los músculos a suspiros; llevarlo al río, a las orillas, sentarlo quieto y reconocer las extremidades: “Hasta acá llegan”, dijo Anya mirándose los brazos y las piernas, sentada al borde de la tierra rota. Le andaba doliendo el vuelo. Se acercó a nuestro mate una criatura de las islas, reptando por sobre el nivel del piso. Mostró sus dibujos y nos miraba como quien mira a otra especie sin demasiado interés. “La libertad pesa”, dijo con voz humilde, y terminó el mate haciéndolo sonar a rana. Nosotras que pensábamos que lo que pesaba era el encierro, y que por eso habíamos ido al río... Hasta acá la tierra.
No: del otro lado del río vive Martín, en las islas; parece como si cuando oscurece se fuera nadando al encuentro de un hijo que lo espera en la puerta de la casa descalzo, a pesar del frío, y le cuenta algo que descubrió sobre un bichito: un secreto. Un secreto de la tierra que sólo saben los insectos y todo lo que croa o hace ruido cuando se derrite el cemento, se apaga el hechizo de la civilización, y el agua insiste, a golpes, sobre la orilla, insiste, declara que sigue siendo la que muerde la tierra y no la tierra la que muerde ningún vacío, ningún abismo, ningún espacio. El hijo de Martín se pasó la tarde mirando fijo a una araña mientras cazaba siguiendo el dictado del centro de su cuerpo, el impulso de la entraña sobre el telar, la verdad del hambre. Por sobre la muerte de cualquier mosca torpe que haya quedado pegada, la verdad del hambre. Cuando nos olvidamos del cuerpo la libertad se volvió amenaza, es que las certezas las llevábamos adentro y las desoímos. Un tiempo después nos olvidamos de Martín y nos fuimos a escuchar tango. No pesaba nada, ni siquiera el viaje en colectivo, porque ahí se nos reveló que eso que llevábamos con la vergüenza de quien tiene muñones, eso, no era más que las manos enteras, y que de vuelta las sabíamos usar y nos acordamos de que con esa mano tocábamos el tango, la flauta traversa, y estrenamos besos de otras lenguas en idiomas que no sabíamos que hablábamos, nosotras, las de antes, las del primer momento, cuando Anya me enseñó el uso de la “q”, y las de ahora, etéreas de tanto desdoblarnos en para atrás y para adelante. Una euforia. Esto recién empieza. Ahí seguía sonando, Astor, sobre el escenario, dos músicos en cuatro ojos enamorados cada uno del otro par, y estábamos enteras y en carne viva. Carne viva de nuestro tango, y después se sumó la guitarra, la chacarera daba ganas de llorar, carajo, me hubiera ido directo al escenario a abrazarlos a todos o a romper a golpes la guitarra, romperla contra el piso de amor, romper la flauta a golpes contra el piano, gritarles la puta madre me perforaron, me perforaron a chacarera. Sí, entiendo. Cosas de la tierra y la sangre que yo también entiendo.