Los días antes de irme planeé mil veces la mejor forma de ordenar mi escritorio. Me sentaba en frente de él y diseñaba alternativas. Se me ocurrió que lo ideal era llevar una bolsa de consorcio y tirar todo lo posible y en lo posible tirar lo fundamental. Después lo descarté y me pareció mejor comprar carpetas de colores para organizar los apuntes. No pude.
Me subí al avión pensando en que ahí, abajo de la persianita de escritorio antiguo, seguía la ensalada de objetos ridículos apilados sin criterio en plena orgía a lo United Colors of Benetton: sin distinción de raza, sexo, credo o religión. Que ahí reinaba mi caos íntimo de ensalada perversa; que esa es la expresión de mis rincones. Me voy a morir ahogada en una montaña de hojas no leídas, cigarrillos apagados, fotos carnet de él cuando tenía ocho años, de él a los veintiuno cuando renovó el registro y yo lo acompañé, encendedores que no andan (los que andan los perdí afuera del escritorio), la materia prima de una base de datos incapaz de cobrar estructura… miles de objetos inútiles dándose el lujo de respirar mi aire. Los borradores de las cartas que le mandé, las cartas que me escribió él a mí, los dibujos que le hice y no me animé a darle, nuestra historia en historieta y en dos perspectivas...
No puedo sin estantes, o carpetas o bolsas de consorcio.
Quedaron sueltos todos los papeles que tienen que ver con él y yo estoy en este otoño de hojas huérfanas. Capaz la solución es kerosene y fosforito.