28 de diciembre de 2009
deshabillé deshabité deshabituar
Mamá se queja porque este verano el jazmín no floreció, así que lo miro y le pregunto por qué. No contesta más que un tono de verde. A lo sumo agudo. Qué me dice lo agudo de un jazmín sin blanco. Casi nada. Sobre todo casi nada que pueda disculparlo de no haber dado flor. Perfume. Decí que por suerte levanta perfume el pasto, todavía, a pesar de que de a poco el aire se vuelve a mover de un lado a otro. Vuelve a circular, dicen las brujas. Así que respiro, ahora que apagué el cigarrillo. Decido profundamente que es el último que voy a fumar. Nunca más. Me duele lo que cuesta renunciar a casi cualquier cosa, así que supongo que tampoco es imposible, porque dejar algo para siempre no me resulta tan ajeno ni tan poco frecuente, debe ser prácticamente igual a la primera renuncia, cuando se deja de nadar para nacer.
Seco el banco rojo con la pollera porque igual hace calor, así que gusta tener puesto algo mojado. Ya tengo ganas de fumar otro cigarrillo. Son las primeras que aguanto; aprieto las rodillas y me obligo a pensar en otra cosa. El jazmín sigue callado. Sin saber que estoy afuera, desde la cocina, mi hermana menor apaga la luz de todos los faroles, e inmediatamente después, las lámparas de adentro. Me deja sola con el cielo.
15 de diciembre de 2009
Tinta China
Todos los días, a la misma hora, la madre le da un vaso de agua y le dice que trague el mejoralito, que tiene gusto a frutilla. Cuando pregunta para qué sirve, ella dice que para que preste atención, y para estar tranquilo. Entonces la toma, pero tiene más gusto a metal con azúcar que a frutilla. Esta semana ella estuvo distraída, y se olvidó de dársela. Él no le hace acordar porque sin la pastilla igual se siente tranquilo.
Cuando uno de sus compañeros estalló en carcajadas señalándolo, en vez de tranquilo se puso rígido, y lo miró, con los ojos trabados a una distancia fija entre los párpados. Espera algún signo de arrepentimiento. Nada. No se va a parar de reír, va a esperar a que los demás se empiecen a burlar también, más por avalar su poder que por estar de acuerdo.
Se escribe la piel. Se esconde en un rincón del patio y con marcador escribe sobre el brazo, porque es lo único que evita que se coma las uñas. A veces escribe nombres, o palabras que le gustan por su caligrafía. Tiene una letra cursiva metódica y demasiado lenta en el trazo. Nuez, escribe. Fue justo cuando terminó de escribir nuez, que el que estaba sentado a su derecha lo vio, lo señaló, y estalló en carcajadas. Otra vez se está haciendo dibujitos y palabras en el brazo.
En el lugar en el que vive hay un cuarto muy chico que se usa para guardar cosas como el árbol de navidad y los adornos, por ejemplo, en bolsas de consorcio. Pasa ahí horas. Hay olor a escobillón y a cajas de cartón en ese cuarto. Le gusta estar ahí pero odia las pelusas.
Ahora está lejos de su casa y de ese cuarto, pero para escaparse de alguna forma, se imagina metido ahí, escondido entre dos canastos de mimbre. Necesita lugares herméticos para pensar en lo que le dijeron que es Dios, o para no pensar en si debería dar vergüenza distraerse y escribirse la piel.
Como el recuerdo del refugio no alcanza, la vergüenza lo dispara, literalmente: sale corriendo, atraviesa el patio como si fuera ciego, o rápido, y se mete en el baño que está más cerca. Se encierra y con el mismo impulso con el que traba la puerta, da vuelta la cabeza hacia el inodoro y vomita. Probablemente es el jugo de naranja del desayuno, porque no es repulsivo el olor ni el aspecto, pero al pasar por el esófago siente que quema, y se instala la acidez en la garganta. Tiene las dos manos apoyadas sobre la tabla del inodoro, la cabeza le cuelga floja desde los hombros y otra vez fija la mirada, ve cómo el naranja se expande a medida que el vómito se diluye en el agua, igual que en el experimento de tinta china en el clavel. Lo asalta otra arcada, repentina como si no viniera de su cuerpo, y larga más líquido, pero ahora resignado. Escupe un par de veces. Sabe que no va a vomitar más, pero está pálido, y tiene varios escalofríos, uno atrás de otro.
Sentado en el piso del baño, se mira las manos hasta que recupera el pulso, espera hasta que vuelve a sentir calor en los labios. Se pone en puntas de pie y tira la cadena. Tiene las medias arrugadas en los tobillos. Todas sus articulaciones parecen tan frágiles que da la sensación de que podrían romperse. Además es pálido, el color de la piel de su cara es de un gris amarillento. La madre le dice que es por el beta caroteno, algo que él tiene que comer necesariamente con el fin de ser fuerte. Obedece, pero en general se siente flaco y huesudo. Ahora, todavía sentado, a medida que inhala aire cada vez más profundo y más frecuente, le parece como si el torrente sanguíneo fuera de un caudal enorme. Como si la sangre le fuera hinchando los músculos y la cara. Y se para.
El depósito en el que pasa horas, cada día, se le revela lúgubre por primera vez, se imagina muerto (de esto no es la primera vez), y después lo imagina a él, primero muerto de risa, después muerto.
Ya está de vuelta en el patio. Tiene una mancha naranja en el delantal. Se le acerca mirándolo fijo, el chico ya no se ríe, parece que se olvidó. Justamente por haberse olvidado lo toma del cuello hasta que encuentra la nuez, pequeña, a mitad de camino entre el mentón y la clavícula, y le hunde los dedos. Piensa en cómo resisten los músculos del cuello, y siente la temperatura subiendo debajo de sus dos manos. Lo que menos afloja son los ojos rígidos. A los pocos minutos, los treinta y cuatro kilos que tiene entre los dedos agarrados del cuello, se rinden y se expanden sobre el piso igual que el experimento de tinta china violeta en el clavel.
Por Unjotasch
28 de noviembre de 2009
lo privado es ver salir el sol
30 de octubre de 2009
excomunión
había estado caliente a la sombra del acecho
hasta que me amputaron la parte que hacía tus guardias
y el alerta se derritió como después de un veneno,
o de un alcohol,
y se me fueron volando
los dedos ciegos,
los mismos que cosían fantasías en la bombacha
cuando los tenía en el cuerpo,
los amputaron,
y se fueron como palomas de nudillos,
mojados, en bandada,
a la deriva del futuro excomulgado.
7 de julio de 2009
correspondencia
inmediatamente después de los umbrales
desde los que se despiden mis muertos
y se envían mis cartas:
La promesa de un tesoro en monedas,
de varios duendes,
de un parque de diversiones;
pero la confirmación fue la de un espíritu manco.
Toda la escritura,
la escritura de todos los entierros,
los entierros de todos los escritos
quedó en mis manos.
Todos los carteros,
italianos y en bicicleta,
todos esperanzados por la novedad de la metáfora,
están perdidos, no sé si en el camino de ida
o en el de vuelta.
Y esta insistencia
de rezar “es injusto que la plegaria
se vaya callando en el eco,
se vaya cayendo de seca,
se vaya rompiendo en las grietas de rodillas pacientes”,
pareciera que no va a alcanzar nunca
más que para reproducir una carta, un pedido y una nena.
5 de mayo de 2009
vuelta al mundo
A Inés y a Marcelo, que son mi norte.
Salí a la vereda enérgica, cargada de la droga que tiene ese mate que ofrece Carla a sus invitados pero rara vez ceba ella. Existen invitados vitalicios, sin embargo, que conocen la pava de esa cocina, el timbre con el que silba por el rabillo de la tapa cuando el agua está lista. La bombilla tiene sus mañas, hay que poderle al ángulo en el que se entrampa a veces porque si queda clavada ahí, el agua no pasa y nos pasamos la tarde con los dedos en la lengua, sacando palo, polvo, yerba. "Yerba buena", dice Carla, justificándonos por haber tapado el mate. Salí a la calle caminando de a saltos y preferí tomar un camino más largo para pasar por el centro del barrio y que no quedara afuera del trayecto el kiosco del koreano ni el Café de París. Tenía ganas de despedirme, a solas.
Azcuénaga hace una curva que permite rodear la plaza con el tiempo necesario para mirarla con lujo de detalle. Se hace inevitable notar, cada vez, que la vuelta al mundo que de chica me parecía inmensa, no mide más de dos metros. “Es un insulto a la sensación de vértigo y a la trasnochada sensación de infancia”, pienso, “otra traición que foguea la adultez”. En los areneros tres chicos hacían un pozo con una pala naranja y no se daban cuenta de que le estaban tirando toda la arena encima a la nena de mi recuerdo, la que llora porque quiere otra vuelta al mundo: una promesa que no se abra con un viaje y se selle con la muerte. De qué otra forma termina la vuelta al mundo si no en el punto en el que la figura se completa y se queda estática diciendo la geometría triste en la que culminan los trayectos, al menos en la superficie.
Seguí caminando y en las cinco esquinas la vereda se puso más transitada; llegué a la verdulería en donde los muchachos atienden con el lápiz detrás de la oreja para ostentar el sentido práctico que los caracteriza; ese con el que Hugo agarró la sandía que le pedí y la cortó bruta pero precisamente y separó un pedazo de dos kilos. Ni más ni menos. Hundió el cuchillo, la fruta chorreó por los costados del tajo –era demasiado transparente para imaginar sangre– y terminó de arrancar el pedazo de un tirón que hizo crujir la cáscara en un ruido seco y rotundo, antes de llevarla a la balanza.
Se clavó en dos kilos exactos: los tres ceros de los gramos se dibujaron en verde digital (parecía una maquinita del casino cediendo el golpe de suerte). Hugo simuló que no le entusiasmaba el nivel de acierto, que era natural, y dijo “dos kilitos, bonita, ¿algo más?” Se me llenó la cara de sangre; a pesar de que conocía hacía años lo deliberado del despliegue que hacía Hugo manipulando cualquier sandía, no pude evitar que me atrajera ese dominio de los hombres sobre la materia, más aún tratándose de frutos de la tierra y habiendo un arma blanca de por medio, inocente, que no rasgó en su vida más que agua y el tejido vegetal que cede sin quejarse. Tiene un magnetismo inevitable el ceño fruncido a la par del puño inflado de venas, las cejas de Hugo, negras y férreas, y la pretensión del triunfo natural. “Nada más, Hugo, muchas gracias”, me fui con la sandía en una bolsa blanca y con la boca mojada, ya me imaginaba cortándola en cubos y comiéndola con la mano en el jardín.
Barranca arriba pasé por la puerta de la fiambrería de doña Margarita. Sandra y ella tienen ese local hace mucho tiempo, y se refieren la una a la otra como “mi señora” con la seriedad con la que un embajador diría “mi mujer”. Curiosamente, la especialidad de la casa es una tortilla de papas que saben hacer con el punto justo de cada ingrediente. La tortilla se convirtió en el plato favorito de mi familia para almuerzos de días de semana, razón por la cual mi mamá entabló con ellas una relación primero cordial y después afectuosa que le permitió acceder hasta el dato de cómo se conocieron.
De ella heredé ese afán incomprensible por conocer cada una de las historias de amor domésticas y entusiasmarme con los relatos como si fueran cinematográficos. Tanto compartimos ese gusto, que a veces nos contamos las historias de amor de las cuales nos enteramos, aún si la otra no conoce a las personas en cuestión. Marga y Sandra se conocieron hace años, justamente en las cinco esquinas, a ciento cincuenta metros de donde ahora atienden a los vecinos.
Mientras pasaba por la puerta entró Pablo a la fiambrería, un chico conocido en el barrio por ser el dealer de la zona. Sandra lo vio entrar y gritó “¡Pablito!, ¿cómo anda tu mamá?”, fue lo único que llegué a escuchar, pero me resultó gracioso pensando en la variedad de merca y pepa que tiene el pibe a espaldas del jardín de invierno en donde la madre riega las plantas hoja por hoja, con un rociador delicado que humedece las plantas de manera más sutil que la lluvia. Pablito… “Bien, gracias, ¿y su señora?” Preguntó porque Sandra no estaba detrás del mostrador; Marga contestó que había estado enferma, con uno de esos resfríos de verano insoportables, pero que ya se había curado y que estaba en la cocina.
En Monasterio me encontré con Raúl, que salió de la garita en cuanto me vio pasar. Tiene una insistencia asombrosa para hablar sobre el clima y sobre la salud. Lo mecha con comentarios homofóbicos que contrapone a profundas aclaraciones sobre lo que le gustan a él, en cambio, las mujeres. Fosforecen los ojos blanquísimos cuando con la mirada busca algún rincón del cielo en el cual colgar la enunciación de La Mujer, sus formas, y sus maneras. Alguna nube que le sostenga los ojos un segundo, que deje que se abra una luz desde la cara negra y arrugada que parece de piedra. Brilla el recuerdo de una madre celestial, una catalana que lo felicitaría a él por no ser puto y le cocinaría una buena paella, si todavía estuviera viva.
“No es mal tipo, Raúl”, pensé caminando los últimos pasos hacia casa. “No es mal tipo y está solo como nadie en el mundo”. Juan prefiere la versión de que son astronautas, uno en cada esquina por esta zona, y que la garita está a punto de despegar rumbo al espacio. Los ve rumiantes en la madrugada, linterna en mano, y me dice al oído que están pensando en si realmente vale la pena dejar el planeta Tierra. No sé si lo dice para hacerme reír o para cambiarme la vida. En todo caso consigue esas dos cosas.
Una vez en casa seguí embalando mis cosas, viendo como el cartón tiene la propiedad singular de contener todo lo que uno es, revistiéndolo de forma impersonal. Cajas de manzanas y naranjas que me regaló Hugo hace unas semanas para facilitar la mudanza, se comían de postre mis libros, mis cuadernos, mis diarios. Y la habitación se iba vaciando de su nombre hasta quedarse llena de eco y sin forma de ser referida. Me pareció volver a escuchar la voz de mi mamá gritando “hace horas que estás encerrada en tu cuarto” del otro lado de la puerta, cuando la adolescencia me tenía entrampada en sombras de rímel corrido, y yo las usaba para jugar a la imagen de las lágrimas negras y llorar todos los tipos de llanto.
Encontré, en los cajones, una foto de papá, y lo miré directo a los ojos. Algo me hizo sonreír inmediatamente, como si reaccionara a un gesto que conozco, que me es familiar. Me puse seria y fruncí el ceño tan de golpe como se me dibujó la sonrisa: ¿es la foto, lo que conozco, no? “Te quería pedir perdón por no saber si tengo recuerdo”, dije bajito. Por las veces que jugamos a hacer absolutas enunciando un deseo hecho de hecho. Por lo inmortal de apellidarme, de preguntarme, de llamar mío a mi cuarto y a estos libros que el cartón se traga con la boca seca. Cuando los vuelva a desplegar sobre otra biblioteca los fantasmas van a tener caras nuevas y la sonrisa de papá va a estar un poco más lejos.
Unos meses más tarde, viviendo ya en capital, se hizo domingo tan imperceptiblemente como atardece en el Delta después de jugar en los muelles, después de buscar el Off en los cajones y girar el mate, después de llevar los hijos a las camas, bajar las voces y cambiar el tenor.
Desde el viernes anterior, la cabeza me venía dando las vueltas de un trompo cansado cuando empieza a tambalear porque tarde o temprano la fricción le gana a la velocidad, y uno necesita un lugar para caer de costado: Mi casa, mi barrio, mi río. Ningún otro lugar me conoce tanto el perfil de la siesta sobre la almohada. Así que me bajé del tren que traía la transpiración de la ciudad cargando la ropa sucia en un bolso, los pulmones que silbaban y el maquillaje que no se quedó las sábanas; y empecé a caminar sonriendo y contando los toldos de las cuadras.
En la puerta de la verdulería, Hugo terminó de ponerse el lápiz detrás de la oreja y me saludó afectuosamente a través de la cortina de flecos de plástico, gritando que cómo están mis cosas y sabiendo que no necesita saber a qué se refiere con “mis cosas”, lo que sea que te tenga justificadamente lejos. “Bien, Hugo, muy bien. Gracias”.
Seguí camino hacia la barranca, la fiambrería estaba cerrada y de la garita de Raúl no había rastros. Finalmente habría despegado, es que valía la pena dejar la Tierra, y me lo imagino durmiendo en un cráter de la luna, con la panza llena de paella.
A la vuelta de casa vi cruzar la calle a un perro suelto, solo, no sin antes pendular el hocico hacia los dos lados –es que los perros no saben en qué sentido corren las calles pero no son pelotudos. Cruzó en diagonal cuando confirmó que no venía ningún auto, y siguió; tenía un andar un poco saltarín sobre sus cuatro patas, era pelirrojo y parecía limpio, un perro de familia bien. Capaz salió a pasear un rato, a buscar la aventura de los gatos huérfanos que se le plantan arqueados porque él es perro pero de poca calle. La suficiente calle como para saber que se cruza todo lo lejos que le permita la posibilidad de volver; y en diagonal, cosa que el perfil tenga perspectiva de lo que se va dejando de lado.
4 de abril de 2009
abasto magno y helena sirena
Anduvimos un camino entre ramas sueltas, las agarrábamos del cuello para arrastrarlas unos metros y después las devolvíamos al río de asfalto que se volcaba barranca abajo. Nosotros subimos como si la música nos hiciera liviana la contracorriente. Al terminar el trayecto y sentarnos, la esquina de la cuadrícula abrió un portal de noventa grados. Tuvimos que ceder a algunas convenciones para darnos un beso y atravesarlo, pero agradecí que esperaras un segundo, en pausa, cuando estabas llegando a mi boca, y me diste ese tiempo de imaginarlo, primero. Del otro lado de la esquina –a donde sea que hayamos accedido luego de un rato de estar sentados sobre las piedras– caí con resistencia, agarrando las ramas que quedaban para ver si lograba quedar colgando de alguna, pero estaban todas sueltas y me dijiste que si lograbas pescar un pejerrey con una de ellas, yo me iba a tener que casar con vos.
El aterrizaje no fue violento porque me tenías anudada de la cintura, dijiste que el abrazo me amarraba justo, y seguiste hablando hasta que sin interrupir ni avisar te pusiste a cantar algo de un momento de ronca confesión y de preguntarle a la luna si se puede volver atrás. Con el tiempo me acostumbré a retomar el tema y seguir hablando con naturalidad cada vez que se te termina el pedazo de tango o canción que querés entonar porque combina con el barrio, tu reflexión o la morocha; terminé accediendo a suspender la charla para ponerme a escuchar qué tenés pensado hacerle a este cielo con la voz, qué tenés pensado hacer con esos ojos de párpados oscuros, almendras tostadas, con la nariz de payaso y la boca tirando de los hilos de la pausa. El silencio lo sostenés hasta pedirme disculpas por estar callado.
Cómo te culpo si no con besos que te desarmen los rasgos de la cara de a uno, a mordiscones, diciendo como las leonas que el tema no es el reinado. Es el claroscuro de los dientes y las almendras, el agridulce, bizcochito, el mate frío, el amanecer arrepentido atrás de un sillón de cuero; sos vos viendo con la lente que inventa la mirada fruncida, acribillando con el pensamiento, siempre a empujones limpios y polvos sucios que se empiezan en las veredas hasta irse de las manos.
Pendeja de mierda, te voy a cagar comiendo el alma.
Incluso si podemos insistir en hablar de la luna como si hubieran imágenes poéticas disponibles, si los trucos de tu música burlan mi sentido intuitivo de la orientación, o si efectivamente pudiéramos masticarnos lo que sea necesario para quedarnos con el otro, hay ríos a espaldas de mis gestos que navego a pesar de tu voz desde la orilla preguntándome a dónde me fui; yo soy del agua, también. Y si entraras a nado de brazos muy abiertos, sacudiendo la corriente para dominarla, te encontrarías con la lógica densa de su dominio.
Es que si me dispusiera a contarte con lujo de detalle qué gesto –macabro, suponemos los dos– se me dibuja abajo de las máscaras; cómo es el alma de la mamushka, en cuál de las introversiones se escapa por el rabillo del ojo o por una flor del delantal y nos hace el truco de desnudarla con los dedos hasta los huesos y nunca encontrar nada más que un camino infinito de muñecas reproducidas en su propia entraña; no se puede.
Una vez soñé con una mujer gigante, de dimensiones sobrenaturales, de rulos volcados anárquicamente sobre la espalda encorvada y los ojos inmensos, que vivía en un universo de puertas convexas e instituciones montadas dentro de carpas –asumidas circo– y que no hacía más que llorarle a una jaula de hámster vacía una nostalgia imposible. Imposible querer tanto a un rata que ni siquiera había tenido la destreza de hacer girar la ruedita. Ella permanecía sentada sobre el piso de azulejos de la cocina, mirando la jaula estática y sonándose los mocos con una sábana rayada. Contaban en ese universo, que un día el hámster apareció tumbado, tumbado como dormía, pero del todo.
No sé si te lo cuento porque es el único recuerdo que tengo a mano después de todo el tiempo que pasó hasta hoy, en tu cama, que me mirás y leo algo que pregunta. Si supiera qué dictado de ley hubo entre la viuda de la rata y la que te contesta la pregunta con el mismo juego que nos hacen las muñecas… No sé, y la incertidumbre se repite indefinidamente en este camino hacia adentro.
Si alcanzara con confesar que soy esa gigante con la conciencia puesta en un hámster, a quien la rueda se le quedó girando en ruleta rusa a punto de disparar todos los tiros vacíos… Así podría haberme presentado (así me presenté) esa vez en el Abasto, pero ya no soy esa, porque así no se juega a morir. Faltaba un riesgo verdadero.
Recién llegados, nos encontramos una tarde en plaza Francia, nos acostamos sobre el pasto y me señalaste un árbol crispado, pelado, que te encanta. Un árbol que dice como Cortázar “al final está la muerte”. ¿Y al principio? Al principio está la muerte, también. Al final y al principio: plantada fea y a la vista, como el árbol, pero es tan fea que las otras personas acostadas sobre el pasto ni se dieron cuenta de que estaba. En el medio están tus camas angostas, y todas las plazas en donde la rueda quede quieta, en donde el hámster le devuelva la conciencia a la señora, aunque sea unos minutos, para que ella pueda asumirse así de grande e incompleta y pare de llorar, y mire, la puta madre, y se asome a una ventana.
La ventana daba a un bar del Abasto en el que se escuchaba tango y se comían empanadas. Yo fruncía los ojos chicata buscando las ojos chiquitos y lejos del cantante, mi amigo japonés fumaba chinos en la puerta, vos te aburrías, la mandíbula rígida de Julieta se le resistía al relleno de la empanada, te me sentaste al lado, Román anticipaba otro desamor casi antes de identificar que le gustaba Tamara, vos me dirigiste la palabra. En una sucesión de ficciones todas nuestras nos encontramos pendulando el peso de la carne sobre la misma hamaca paraguaya, sobre lo cierto, extendiendo las lenguas en todos los planos de diálogo posibles: terminamos dándonos cuenta de que el mismo pasillo nos saca de la noche y nos mete en un departamento de luces con Parkinson y persianas americanas que abrís y cerrás con la torpeza de un gaucho si atrás amanece.
Pero la historia de mi imaginación no cabe en ningún relato y hasta delineando el perímetro que delimite dimensiones, máscaras y secretos de hace mucho, no te puedo acercar más que a ese borde. Podemos compartir arena en la orilla –el agua hasta los tobillos– y mandar el nylon con el latigazo de la rama. Seguramente comeremos pejerreyes, pero sólo los que hayan resignado el reinado por una rica carnada: almendras tostadas, tu boca tirando de los hilos de la pausa, tirando de la mía, trayéndome como a una sirena de la cola con la torpeza de un gaucho y preguntándome en dónde estuve.
Estuve en el agua, y ahora estoy blanda como una sonrisa.
2 de marzo de 2009
aniversario - pessoa
Eu era feliz e ninguém estava morto.
Na casa antiga, até eu fazer anos era uma tradição de há séculos,
E a alegria de todos, e a minha, estava certa com uma religião qualquer.
No tempo em que festejavam o dia dos meus anos,
Eu tinha a grande saúde de não perceber coisa nenhuma,
De ser inteligente para entre a família,
E de não ter as esperanças que os outros tinham por mim.
Quando vim a ter esperanças, já não sabia ter esperanças.
Quando vim a olhar para a vida, perdera o sentido da vida.
Sim, o que fui de suposto a mim-mesmo,
O que fui de coração e parentesco.
O que fui de serões de meia-província,
O que fui de amarem-me e eu ser menino,
O que fui — ai, meu Deus!, o que só hoje sei que fui...
A que distância!...
(Nem o acho...)
O tempo em que festejavam o dia dos meus anos!
O que eu sou hoje é como a umidade no corredor do fim da casa,
Pondo grelado nas paredes...
O que eu sou hoje (e a casa dos que me amaram treme através das minhas
lágrimas),
O que eu sou hoje é terem vendido a casa,
É terem morrido todos,
É estar eu sobrevivente a mim-mesmo como um fósforo frio...
No tempo em que festejavam o dia dos meus anos...
Que meu amor, como uma pessoa, esse tempo!
Desejo físico da alma de se encontrar ali outra vez,
Por uma viagem metafísica e carnal,
Com uma dualidade de eu para mim...
Comer o passado como pão de fome, sem tempo de manteiga nos dentes!
Vejo tudo outra vez com uma nitidez que me cega para o que há aqui...
A mesa posta com mais lugares, com melhores desenhos na loiça, com mais copos,
O aparador com muitas coisas — doces, frutas o resto na sombra debaixo do alçado —,
As tias velhas, os primos diferentes, e tudo era por minha causa,
No tempo em que festejavam o dia dos meus anos...
Pára, meu coração!
Não penses! Deixa o pensar na cabeça!
Ó meu Deus, meu Deus, meu Deus!
Hoje já não faço anos.
Duro.
Somam-se-me dias.
Serei velho quando o for.
Mais nada.
Raiva de não ter trazido o passado roubado na algibeira!...
O tempo em que festejavam o dia dos meus anos!...
14 de febrero de 2009
carta a tamara después de la muerte de bianca
Clara siguió casi hasta el final de los días en los que viví en casa pensando que a mí me interesaba gobernar el control remoto de la tele. Las cosas estaban muy diferentes, era el primer verano en el que yo sentía que la sensación de libertad de las vacaciones duraba realmente poco, no más que un par de clavados en la pileta, hacer unos largos y salir, sin que flote en el agua ni una colchoneta, sin cucharas para bucear en el fondo, sin Marco Polo, sin bombitas de agua. Todo ese plástico que hacía que el verano se estirara como un chicle y pareciera eterno –pero sobre todo muy pleno y muy aislado de lo que pasaba el resto del año– se había agujereado en el garaje del invierno y era imposible de componer.
Mantuve la casa en orden, lavé, colgué y planché la ropa, pinté paredes, me las vi con la burocracia, en enero: todas cosas de este mundo. No había tiempo para luchar por el poder simbólico si llegaba una tormenta y yo había dejado ropa colgada en la terraza, si la luz se cortaba, la heladera dejaba de enfriar, con nuestra comida adentro… Entonces me preguntaba a cambio de qué había sacrificado el Marco Polo, por qué tenía que aceptar que nunca más iba a correr por el borde de la pileta con los ojos cerrados. Nunca fue un peligro, por mucho que se preocupaban las madres, porque con los ojos cerrados habíamos aprendido en dónde estaba el borde, no cabía la posibilidad de caerse. ¿Tierra? Nadie. ¿Agua? Todos. Los demás estaban en el mismo caldo de pileta de tarde, igual que uno con los ojos vendados, y había que atrapar a alguno. Reconocer a alguien era la única salvación de la ceguera.
Regué las plantas cada vez que bajó el sol. Para conservar los juegos más íntimos, elegí regar descalza y divertirme si me ensuciaba los dedos de los pies con la tierra de las macetas cuando rebalsaban. Tampoco me olvidé de inhalar hondo cuando el patio empezaba a ponerse realmente húmedo y las flores goteaban, ni de la superstición femenina de hablarles un poco a las hojas, pero para adentro, en voz muda, cosa de que no se enterara ningún vecino, pero regué como una adulta, desde la comprensión de la biología, más allá de la sensación inmediata. Estas plantas necesitan del agua para vivir. De hecho eso fue lo único que me reconfortó el día en que explotó la tormenta: Bueno, mejor para las plantas.
Juan se enferma todo el tiempo, pero no te asustes, nada grave. Simplemente me hace sentir que debería andar con una riñonera llena de fármacos encima, curar sus anginas o acideces repentinas y soportar que él las manifieste como las manifestaría un chico: quejándose de su fragilidad como si sólo fuera un obstáculo externo que entorpece el camino. “Es tu salud, Juan”, le digo, para que trate de cuidarla. Termino de decirlo y escucho cómo suena a nada. A brindis, a lo sumo: Salud. A vaso de whisky. La contracara de esto es que así como enferma, se dedica a aprender mi lenguaje, el lenguaje de mi discurso, de mi sensibilidad, de mi gestualidad, el lenguaje de mi placer, y encima después de eso se queda: desayunamos juntos. Come unos cereales de miel que descubrió acá en casa que le gustan mucho, y prefiere que estemos afuera, sobre todo cuando hay lindos colores en el aire o luna.
Nos pasamos horas fabricando cosas hasta que nos agotamos, y para descansar jugamos a tirarnos del pelo. Cuando me inmoviliza, con toda la cabeza tirada para atrás porque tira su puño de mi nuca, me muerde la pera y dice "te voy a arruinar la piel a besos." Siempre con sus "eses" aspiradas. Es como si hubiese encontrado a alguien con quien no da miedo jugar al Marco Polo a pesar del tema del borde y de los ojos cerrados.
Con los quehaceres domésticos no se entiende, no es su plano, pero con una ternura inmensa se acerca a aprender el dominio de un rodillo y de un balde de pintura o de los broches para colgar la ropa, y yo le enseño con un aire despótico que ya se me está apagando. Ya va perdiendo sentido.
Así que me puse a pensar en cómo uno puede tener la brújula realmente dañada a la hora de andar buscando o viajando, y en la suerte que se tiene cuando se huele mar y eucaliptus en un mismo viento y algo del olor es familiar porque se parece a lo que hace bien e hizo bien siempre. Acá llegué a algun lado, ¿sabés?
La noche que me acordé de ese perfume, un día antes de mudarme, Clara me dejó en la almohada dos chupetines y una nota con carita feliz que decía que me quiere mucho. Y fue como estar nadando para mantenerme a flote, en lo hondo, con los ojos vendados, preguntar ¿agua? Y que ella conteste: yo, acá, al lado tuyo.