21 de diciembre de 2008

preambulando

En la esquina el tiempo estaba clavado en una posición de sombras inalterable, seguía sonando el viento que él dijo que una vez grabó para demostrar que hace el mismo sonido que el del mar; en la esquina la noche parecía una maqueta, con el cartel de los nombres de las calles erguido y valiente, que trajera lo que trajera la noche barranca arriba desde el río, el cartel seguiría plantado.

Y de hecho subieron desde los márgenes del barrio ciertos personajes inexplicables, sobre todo dado el horario: pasó un negro cantando soul afónico en inglés y pareció ni verlos a ellos sentados sobre el cordón; también pasaron algunas parejas en bicicleta y un hombre de traje que parecía venir directo de la oficina, a las tres de la mañana. “Debería trabajar menos”, dijeron susurrando y riéndose bajito.

- ¿Sabés por qué no es igual que el mar? –preguntó ella; todavía susurrando para que fuera menos agresivo desafiarle la teoría de equivalencia sonora a un pianista.
- ¿Por qué?
- Porque en el mar no hay hojas que se raspen en círculos contra el asfalto.

En esas calles altas del barrio, lo que llegaba del viento violento que traía el este y que hasta hacía un rato los había estado golpeando y despeinando en la costanera del río, era apenas un vientito mareado que hacía girar hojas secas y se llevaba el humo de los cigarrillos, pero nada más.

- Tenés razón –contestó falsamente derrotado.
- Salvo, quizás, en Mar del Plata.

Cuánto puede durar el preámbulo de un beso, asumieron que se había ido de las bocas, más que de las manos, que se había alejado del objetivo distraído por las palabras que vuelan en vez de estampar como estampa la boca un beso.

- Tus ojos son dos mañanas juntas –dijo aspirando una de las “s” y tomándose de paso el alma de ella hasta el fondo blanco, sin fruncir el ceño ni hacer demasiado espectáculo al apoyar el vaso.

Ella se acordó de esos que sí hacían ruido con los vasos, de los rudos, y de cómo se iban sin pagar lo consumido, sin reconocer la calidad del trago ni del alma que digerían a duras penas, recordó sus duras penas, e imaginó la voz de un cantinero gritando desde el otro lado de la barra: “Mejor, que por culpa de los cowboys estamos quebrados”, y una señora insistiendo en simular juventud a fuerza de maquillaje mirándolo con ganas –porque si sirve el whisky es siempre guapo, pero sobre todo después del whisky.

No contestó nada; se preguntó, en silencio, a dónde la iría a llevar, él, con ese paso flojo y trayecto rumiante, él que anda grabando los sonidos del mar y del viento. “A cualquier pasillo oscuro”, contestó, como si le hubiera leído la mente, y finalmente le dio el beso. Y era verdad, a cualquier pasillo oscuro, a nublarle las mañanas con el ala de un sombrero.

10 de diciembre de 2008

luna nueva

Te plegás desde las extremidades hasta el ombligo
hasta ser un gesto neutro
y dejar de preguntar por mí, por la familia,
por la ciudad gris que se levanta orgullosa, todavía y con todo,
y yo miro y pienso que tiene más que ver con vos que con ningún otro porteño.

Allá tu puerta se volvió una arista con filo de espada
contra cualquier monstruo fascinante traído desde la infancia
que aparezca camino hacia un vaso de leche
–no vaya a ser cosa que te devuelva la imaginación.
Allá la puerta pesada de madera
te convirtió en una noche de verano densa,
calurosa,
negra,
fermentando en su estómago el pasto con olor a mojado,
secando los rastros de mi lengua,
desapareciendo mi hambre hasta la garganta,
los jazmines de navidad,
las intuiciones de tormenta,
el arrepentimiento de lo que no podríamos ser,
ni vos ni nadie,
porque son cosas de un alcance más ancho que tu sombra.

Andás arrastrando como si pesara,
esa sombra corta colgada de las clavículas y del cuello;
todo el eclipse es culpa de tu cuerpo
y yo en todo caso fosforecía desde algún ángulo por encima de tu hombro,
mínima y circular,
horriblemente blanca,
horriblemente menguante,
cada vez más,
hasta ser
un día
apenas
una uña

clavada al cielo,

la memoria queriendo evocar tu conciencia
incluso si tuviera que rasguñarlo todo y abrir el alcance como una luz mala.

2 de diciembre de 2008

que viva la reina (y que disfruten el taxi)

Apenas nos subimos al taxi nos pusimos a hacer cálculos de distancia y tiempo, tratando de hacer la ecuación que dibujara un recorrido perfecto para dejarnos a todas, cada una en la puerta de su casa. Pero las cuentas las tendríamos que haber hecho antes de subirnos al auto, porque una vez arriba nos dimos cuenta de que había que cortar alguno de los dos vértices del trayecto para que no fuera un chino. Yo u otra. Como si nos hubiésemos subido a un gomón agujereado que se empezó a llenar de agua y agua hasta que tres de las pasajeras empezaron a mirar fijo a la más gorda, como diciendo no nos hagas pedirte que te tires, tirate. “Está bien, yo me bajo en la avenida y me tomo un colectivo, estoy a cinco minutos desde esta altura”. La ventaja en semejantes casos de emergencia es que la gorda suele ser la gorda buena y por supuesto se tira de bomba sin que le pidan; piensa que se lo merece, de hecho. Así que de un momento a otro estaba en el medio de la avenida vacía, plateada como la madrugada, a los pies de un semáforo intermitente, a nado. Pero me resultaba interesante, siempre me siento reina de ese escenario, algo como el accidente de lo sórdido caminando en puntas de pie con los ojos y la mirada muy oscura. Cuando alguien se cruza de frente le busco los ojos como una perra y por las dudas ataco primero, cuando pueden reaccionar ya estoy a una cuadra, ¿qué pasó? Soy un turista que finge no serlo y para eso clava la mirada con confianza. Es que hace varios años estaba en la parada de un colectivo de una calle desierta, con un tipo con el que salía, y se acercó un borracho zigzagueando y haciendo pendular con su brazo una botella. Venía hacia nosotros deliberadamente y yo empecé a temblar despacito y a taparme el escote. Nos pidió monedas y él le dijo “No, pá, si te doy esto me quedo a gamba, y me tengo que ir a dormir para poder ir a laburar mañana”. El borracho bajó la guardia, dejó quieta la botella, todavía colgando del brazo ya caído y no tenso, y le dijo que todo bien. Se fue. Él me miró y me preguntó si había tenido miedo, sonriendo de costado. Admití que sí, era indisimulable. “Nadie le pega a nadie que es del palo”. Hubiera sido una excelente lección de no ser porque ese tipo me hirió de frente y de espalda a mí, que era del palo y encima lo quería, pero algo me quedó de esa moraleja: ya no arrastro la mirada por el cordón cuando la noche empieza a oler agria, a meo, a vino, a beso largo. De última todas esas cosas valen lo agrio.