30 de enero de 2008
insomnio
Resulta el ruido de varias voces decididas a no parar de interrumpirse entre sí, a superponerse, a elevarse sobre las otras y a ser las dueñas de la última palabra. Discuten y llegan a algunos acuerdos o a uno solo que es mi rotunda condena. En eso solo concuerdan decididamente: “Es una pelotuda –dicen– de eso no cabe duda". Pero después organizan un debate para discutir la cura para el diagnóstico y todas tienen recetas distintas para un brebaje de hierbas y hacen interpretaciones astrológicas, psicoanalíticas o simplemente baratas, bien y mal auxiliadas por analogías de tipos varios. Bien intencionadas todas, eso sí. A veces algunas voces se suavizan y se ponen comprensivas. Otras se irritan y se ponen incisivas. Se suma alguna canción, una gotera o el segundero del reloj en la mesa de luz. Pasa un auto y separa en tres los charcos de la bocacalle para hacerme acordar de lo lindo que es dormir cuando llueve. Pero cuando empiezan a ceder los párpados vuelven las voces, a los gritos, a hacer más ruido que el agua rompiendo contra el metal de los postigones. Voces desafinadas, polifónicas, marcan en el mapa los posibles recorridos y resulta una hoja llena de líneas que anulan la geografía. Me pregunto a quién le contestan esas voces. Me recuerdo que fui yo la que pidió respuestas. “A veces es mejor sostener la pregunta”, me dijo. Suspenderla en la sombra de un pizarrón para mirarla un rato antes de dejar que las voces de todas las opiniones ajenas no hagan más que inaugurar un insomnio. Sobre todo porque el insomnio en verano es terrible.
23 de enero de 2008
para tamara: justificaciones para viajar
¿Tenías, cuando eras chica, esa especie de bola que uno la batía y era como si adentro nevara? Yo tenía. Ahora mi casa parece la estructura sostenida adentro. Cambia el viento y la luz, como si alguien estuviera sacudiendo la esfera de vidrio y después la dejara quieta. Yo estoy en una ventana sobre lo único fijo a la tierra y veo todo el resto en movimiento.
De vuelta una bandada se aleja y me despierta un hambre nómada; una necesidad imperiosa de desprenderme, de abandonar la tierra pelada y buscar otra fruta de más jugo que crezca lejos. Ya me había pasado esto la vez que le escribí una carta de amor desesperada y llorosa a Brasil y después me escapé sin avisar, no paré hasta llegar a esas playas. Cuando llegué me dolía lo mismo que me dolía en casa, ¿sabés? Pero el paisaje era mil veces más lindo, entonces valió la pena.
De vuelta una bandada se aleja y me despierta un hambre nómada; una necesidad imperiosa de desprenderme, de abandonar la tierra pelada y buscar otra fruta de más jugo que crezca lejos. Ya me había pasado esto la vez que le escribí una carta de amor desesperada y llorosa a Brasil y después me escapé sin avisar, no paré hasta llegar a esas playas. Cuando llegué me dolía lo mismo que me dolía en casa, ¿sabés? Pero el paisaje era mil veces más lindo, entonces valió la pena.
19 de enero de 2008
Dating (en busca del tipo perdido)
Estábamos en el café de siempre. Ellas toman café, yo no. Pero cualquier cosa que tomemos es una excusa para charlar.
- Me invitó a salir un chico que me dice que se va a horizontalizar –confesó Carla, sin más.
- ¿Eh?
- Claro, no duerme, horizontaliza.
- Ah, sí. Entiendo… ¿Cómo coge entonces?
- ¿Verticaliza en la cocina?
- O diagonaliza en un garage.
- Mientras no me perpendicularice todo bien.
- ¿Por qué? ¿Perrito no te va?
Carla estaba cansada de la misma historia de salir con algún tipo sólo por el placer de comer afuera, de tomar un buen vino, de caminar por Puerto Madero para que todo se arruinara en el momento exacto en el que el salidor de turno la apuraba contra una baranda sobre el río alegando tener los huevos como bolas de cristal. Los huevos como bolas de cristal, dejate de joder… Pero accedió a salir con el que horizontalizaba a la hora de dormir porque su tendencia al pesimismo le garantizaba una alta posibilidad de que las expectativas fueran superadas.
Consultó con Mora, que hasta el momento estaba calladita y tomaba el cortado de a sorbos cortos porque estaba caliente y no le gusta tomar cosas muy calientes en verano.
- ¿Qué onda si tengo ganas de que garchemos en la primer salida?
- Utilizá los recursos clásicos y si ves que no funciona manoteá bulto.
- ¡Mora!
- ¡¿Qué?! El operativo bulto es la última opción.
Mora la incentivó porque ella hacía rato que estaba fuera del mercado de solos y solas. Para los que están afuera, ese mundo es una utopía con montañas rusas, Cara de Barro, orgasmos, éxtasis y pochoclo. Para los que están adentro es un tren fantasma previsible.
- ...Pero digo que es re divertido salir así con un pibe que no conocés… -insistió Mora.
- No, es medio un embole.
- ...¡y ver cómo se resuelve!
- Tenés que hablar de la vida mucho tiempo.
- ¡Muy divertido!
- No, es un embole.
- Vos porque tuviste un montón; a mí me re divierte.
- Pero a mí nunca me divirtió esa parte. Los pibes se re motivan y se te ponen hablar de cuando tenían cinco, de cuando tenían diez, de su tía Clota… y todo sin omitir detalles.
- Capaz el tipo éste es más divertido que eso.
- Sí, es divertido... Ponele, el sábado estuvo dos horas contándome de su vida en Colombia, dentro de todo estuvo bueno, pero llega un punto en el que uno no puede prestar atención tanto tiempo… Los que más joden son esos que no te dejan hablar o que todo lo que les contás, les paso a ellos, al amigo o al tío.
- Uy, sí, -intervine- hace poco me fumé la historia completa de una banda de rock de barrio a la que pertenecía el flaco que me invitó a jugar al pool, ¿se acuerdan? Bueno, el tipo me contó desde el momento en el que entre todos hicieron una vaquita para comprar el primer platillo hasta su última fecha en un bar de San Bernardo.
- ¿Y cuando salí con el Ruso? El tipo me invitó a comer a la casa y cuando le dije que estaba rica la tarta me recitó la receta, paso por paso.
Mora no quería deshacer su idealizada condición de ser soltero, insistía:
- ¡Pero te cocinó! Un divino.
- Prefiero comer afuera y que el mozo se limite a apoyarme el plato en la mesa en vez de explicarme el proceso que supuso hacer la tartita.
- Pero estabas en la casa por lo cual el trayecto hacia la cama del chabón fue más corto.
- Mora, el pibe arruinó el único forro que tenía poniéndoselo al revés. Me fui de la casa tan virginal como llegué, pero con una receta de tarta de choclo que es una maravilla, eh. Después te la paso.
- Me invitó a salir un chico que me dice que se va a horizontalizar –confesó Carla, sin más.
- ¿Eh?
- Claro, no duerme, horizontaliza.
- Ah, sí. Entiendo… ¿Cómo coge entonces?
- ¿Verticaliza en la cocina?
- O diagonaliza en un garage.
- Mientras no me perpendicularice todo bien.
- ¿Por qué? ¿Perrito no te va?
Carla estaba cansada de la misma historia de salir con algún tipo sólo por el placer de comer afuera, de tomar un buen vino, de caminar por Puerto Madero para que todo se arruinara en el momento exacto en el que el salidor de turno la apuraba contra una baranda sobre el río alegando tener los huevos como bolas de cristal. Los huevos como bolas de cristal, dejate de joder… Pero accedió a salir con el que horizontalizaba a la hora de dormir porque su tendencia al pesimismo le garantizaba una alta posibilidad de que las expectativas fueran superadas.
Consultó con Mora, que hasta el momento estaba calladita y tomaba el cortado de a sorbos cortos porque estaba caliente y no le gusta tomar cosas muy calientes en verano.
- ¿Qué onda si tengo ganas de que garchemos en la primer salida?
- Utilizá los recursos clásicos y si ves que no funciona manoteá bulto.
- ¡Mora!
- ¡¿Qué?! El operativo bulto es la última opción.
Mora la incentivó porque ella hacía rato que estaba fuera del mercado de solos y solas. Para los que están afuera, ese mundo es una utopía con montañas rusas, Cara de Barro, orgasmos, éxtasis y pochoclo. Para los que están adentro es un tren fantasma previsible.
- ...Pero digo que es re divertido salir así con un pibe que no conocés… -insistió Mora.
- No, es medio un embole.
- ...¡y ver cómo se resuelve!
- Tenés que hablar de la vida mucho tiempo.
- ¡Muy divertido!
- No, es un embole.
- Vos porque tuviste un montón; a mí me re divierte.
- Pero a mí nunca me divirtió esa parte. Los pibes se re motivan y se te ponen hablar de cuando tenían cinco, de cuando tenían diez, de su tía Clota… y todo sin omitir detalles.
- Capaz el tipo éste es más divertido que eso.
- Sí, es divertido... Ponele, el sábado estuvo dos horas contándome de su vida en Colombia, dentro de todo estuvo bueno, pero llega un punto en el que uno no puede prestar atención tanto tiempo… Los que más joden son esos que no te dejan hablar o que todo lo que les contás, les paso a ellos, al amigo o al tío.
- Uy, sí, -intervine- hace poco me fumé la historia completa de una banda de rock de barrio a la que pertenecía el flaco que me invitó a jugar al pool, ¿se acuerdan? Bueno, el tipo me contó desde el momento en el que entre todos hicieron una vaquita para comprar el primer platillo hasta su última fecha en un bar de San Bernardo.
- ¿Y cuando salí con el Ruso? El tipo me invitó a comer a la casa y cuando le dije que estaba rica la tarta me recitó la receta, paso por paso.
Mora no quería deshacer su idealizada condición de ser soltero, insistía:
- ¡Pero te cocinó! Un divino.
- Prefiero comer afuera y que el mozo se limite a apoyarme el plato en la mesa en vez de explicarme el proceso que supuso hacer la tartita.
- Pero estabas en la casa por lo cual el trayecto hacia la cama del chabón fue más corto.
- Mora, el pibe arruinó el único forro que tenía poniéndoselo al revés. Me fui de la casa tan virginal como llegué, pero con una receta de tarta de choclo que es una maravilla, eh. Después te la paso.
12 de enero de 2008
"Conceptual Incomprensible #2"
En una calecita húmeda y tibia,
un monstruito trataba de atrapar la sortija con dedos nuevos,
jugaba a saltar la soga atada al ombligo,
o giraba y daba vueltas carnero.
Mientras tanto, en el cielo, un móvil de planetas
se debatía posiciones girando, también.
Formaban fila y se delineaneaban
hasta que Venus se instaló primero a marcar posiciones.
“Piscis –dijo– acá me quedo”.
Adentro, más adentro, mucho más adentro,
en otro sistema circular y multidimensional,
una cadena estaba sellando todos sus eslabones
después de haber alternado en una ruleta que detuvo el azar,
en un determinado o injustificado momento.
Una vez que estaba todo listo, las rodillas se abrieron
dejando entrar un sol blanquísimo,
un sol que la mudó de océano.
Lloró, al principio.
Cuatro años después –casi todas las cartas dadas vuelta–,
la nena caminaba por Florida, encantada por la música
que salía de una pianola. El hombre que la tocaba tenía una paloma en el hombro derecho.
Ella se acercó de la mano de su tía y el hombre ofreció un augurio a cambio de una moneda.
La predicción estaba escrita en papel, a mano,
yacía en el fondo de un frasco junto a muchas otras predicciones ajenas.
La paloma metió la cabeza en el frasco y, con su pico, supo encontrar la de la nena.
La tomó y se la dio al hombre haciendo un gesto serio de: “es ésta”.
El señor la desplegó entre sus dedos peludos,
miró a la nena, y se la leyó en voz alta:
“De grande vas a tener unos ojos hermosos.”
Y la tía le dio una moneda.
7 de enero de 2008
grillete (like a ball and chain)
Decía que tenía una adicción a la miel y repulsión por las bufandas perfumadas. En esa época todo le parecía como con gusto a rincón, a domingo, a ganas de quedarse en casa abrazando alguna taza con los dedos para disimular el frío desde las extremidades hacia adentro. La casa se había quedado como quedan los espacios justo después de una despedida. Adivinó el jardín oscuro apoyando la nariz en el vidrio repartido de la puerta y se formó una nube intermitente al ritmo de su respiración pausada. Estaba esperando a que amaneciera. Se alejó de la puerta mostrándole primero el perfil y después la espalda. Todavía oscuro.
Se fue a los cajones, a ordenar los papeles que se le habían escapado de la meticulosidad por cuestiones de falta de tiempo libre o de rebeldía contra su propia prolijidad. Sabía que dejarlos tirados significaba llevarlos en el ceño a todas partes, por mucho que se alejara de su casa; pero permitirse ese pequeño boicot le significaba un primer paso satisfactorio hacia la recuperación. Qué otra solución posible para un hombre como él, sino una solución conductista automedicada; y su ambición era exacerbarla, algún día, al punto de pararse sobre el escritorio y romper cada objeto a patadas, hacer volar el pisapapeles más antiguo de la colección y con él la tradición familiar de amor por la simetría y el vidrio.
Cada vez que estaba por hacerlo, sin embargo, llegaba Paula y notaba que el pisapapeles estaba demasiado cerca del borde del escritorio y decía “cuidado con esto que se puede caer acá” mientras lo volvía a su lugar exacto como si hubiese estado marcado con las tizas con las que dibujan el perímetro de un cadáver en las escenas de crimen. Qué falta podía cometer ahí adentro, sin que lo delatara la evidencia. Vivía entre los barrotes de sus huellas digitales, supervisado por una mujer igual de obsesiva, pero aparte madre y encima esposa. “Las mujeres tienen la misma capacidad de padecer una obsesión pero no pueden evitar que se vuelva un dolor de huevos para el prójimo”, pensó. Paula se había vuelto primero militar del imperativo de todo verbo: andá, volvé, traé, juntá, levantá, salí; y después una frígida.
“No existen las minas frígidas”, le había dicho Roberto el día anterior con ese tono de soy porteño y me cojo lo que venga. Él lo citó en algún otro café que no fuera el de siempre para ver si así se animaba a contarle el problema con su mujer pero de todas maneras le costó, le hicieron falta varias cervezas, a media tarde, un día de semana.
– Piropeala, decile que está linda. Se calienta de toque. Te lo firmo.
Roberto se reclinaba hacia atrás en la silla de lona y caño, una de esas azules y blancas que digan lo que digan, dicen Quilmes. Tenía las piernas abiertas y los primeros botones de la camisa desabrochados.
– Avisame cuando tengas que volver a la concesionaria, eh, no quiero retrasarte contándote estas boludeces de pollerudo.
– Pero no, no pasa nada. Tengo tiempo –dijo mirando la hora en la pantalla del teléfono.
El celular lo había hecho zafar de seguir usando ese reloj de oro, de mal gusto como pocas cosas le parecían de mal gusto. Pero era un tipo leal, Roberto. Uno de esos que son tan chantas en todo, que como amigos son un perro leal y bobo.
– La de los piropos funciona siempre, eh. La mina se calienta a fuego lento, no hay vuelta que darle. Nada de golpe de microondas, no, eso les hace saltar la térmica y al carajo: ahí fuiste y no hay forma de ponerle un dedo encima sin que te de una patadita eléctrica.
Él frunció el ceño un poco más porque al problema de los papeles que habían quedado desordenados sobre el escritorio se le sumó el hecho de que no recordaba la última vez que le había dicho algo lindo a Paula. Se ve que con el tiempo pasamos a entender el piropo como la comprensión de la miseria ajena.
– ¿Señor, va a tomar algo más?
Esa moza era un monumento a lo que deberían ser todas las mozas: tetona, dulce, poco maquillaje y un tono en la voz entre de putona, de ejecutiva y de servicial.
– Yo otra cerveza –le contestó Roberto– pero no me digas señor, te lo pido por favor, morocha. ¿Vos querés otra?
– No, a mí traeme un té con miel.
– ¿Y limón? –le preguntó ella sonriéndole seductoramente.
– No, y miel.
La moza se fue hamacando el culo en un vaivén suave pero lo suficientemente pendular como para que Roberto se hipnotizara por unos segundos. Cuando el culo desapareció de su campo visual, le devolvió los ojos y la atención a su amigo, indignado.
– ¿Ves? Con ese tono no podés calentar a nadie. ¿Cómo le vas a decir “No, y miel”? Se fue con una cara de orto…
– Jamás hubiera dicho que ibas a notar justamente la cara con la que se fue.
Cuando se acordó de eso que le había dicho Roberto el día anterior, se volvió morir de vergüenza. Capaz él se había vuelto frígido, a pesar de que Roberto le diría que mucho menos existen los hombres frígidos.
Y seguía ensimismado en el ritmo congelado y elástico del insomnio. De a ratos volvía a la puerta de vidrio, confirmaba la oscuridad del jardín y de vuelta al escritorio. Se había convencido de que no iba a poder dormir mientras siguiera oscuro. Por la puerta entreabierta de la habitación escuchaba la respiración pausada de Paula. Roncaba, ella, y a él le parecía desagradable; pero cuando se hacía una pausa un poco más larga y no se escuchaban ronquidos ni respiración alguna, dejaba los papeles como estaban y entraba rápido pero sigilosamente al cuarto para confirmar con un poco de desesperación que estuviera bien. La encontraba con un gesto sereno que ya no usa despierta. Un gesto que se le contagiaba por encontrarla viva y entonces volvía a la clasificación de impuestos pagos en carpetas de folios.
Cada vez que cerraba una y escuchaba el latigazo del segundo elástico cruzando el vértice de plástico rojo de la carpeta, era un alivio. A las seis de la mañana estaba listo el 2007. ABL, Ingresos Brutos, Monotributo, Aguas, Gas, el cable, Automotor, Inmobiliario, los tickets de la tarjeta de débito, el conteo de consumo de nafta. Dos carpetas rojas hinchadas en el tercer estante de la biblioteca de roble.
Paula sintió un silbido agudo. Se levantó, se puso las pantuflas y un buzo de algodón que había dejado cerca de la cama y caminó torpemente hasta la cocina.
– ¿Qué hacés hiriviendo agua a esta hora?
– Té con miel.
– ¿Dormiste algo? Estás como desfigurado.
– Sí, dormí.
– Me voy a la cama. Vení. Todavía podemos dormir un ratito.
Camino de vuelta al cuarto Paula vio un paquete sobre el escritorio. Prolijamente envuelto en papel madera, algún objeto esférico yacía a la espera de algo. No parecía un regalo ni un deshecho. Quiso volver a la cocina para preguntarle a su marido qué era y quiso abrirlo sin preguntar nada, también, pero el cansancio pudo más y se desplomó sobre la cama.
Una hora más tarde ella estaba roncando de vuelta y salió el sol. Los vidrios de la puerta dibujaron una cuadrícula de sombras y luces naranjas y celestes sobre la pared de la cocina. Él metió el paquete en la guantera y tuvo que girar la llave varias veces hasta que arrancó el motor. Cargó nafta en una YPF a pocas cuadras de su casa, anotó en la libreta la cantidad de litros cargados al punto de 59.678 kilómetoros recorridos. Se repitió que iba a tener que hacerle un full service al auto dentro de 322 kilómetros. No te olvides. Lo anotó en la libreta, por las dudas.
Una vez manejando, prendió la radio. Iba cantando entre las bambalinas de los vidrios oscuros que también le permitían la impunidad de mirar fijo a las personas de los otros autos cuando paraba en un semáforo. Veía hombres sacándose los mocos, sonríendo bajito, no mirando a sus esposas, llevando a sus hijos a la escuela... Eran pocos, los otros autos. A esa hora Lugones siempre estaba prácticamente vacía y el asfalto y la madrugada se le abrían como un permiso potencial para ir a donde quisiera.
Llegó a la costanera en quince minutos. Puso balizas, estacionó el auto a un costado de la Avenida, sacó el paquete de la guantera y con él caminó hasta la baranda de cemento que balconea sobre el Río de la Plata. Extendió el antebrazo disimuladamente y soltó el paquete. Lo miró caer, lo escuchó golpear contra la superficie del agua y se quedó ahí quieto, un rato, cerciorando que no volviera, que no flotara ni asomara el papel madera entre las grietas del río revuelto. Miraba el agua concentrado como si fuera posible verlo tocar fondo, anclar en el no retorno. Unos segundos después estaba claro que era imposible recuperarlo. Volvió al auto, cerró la puerta y dentro de la cabina había un silencio de respeto, el espacio estaba como se quedan los espacios después de una despedida: con un hueco en alguna parte, un desequilibrio porque falta algo en la guantera, en el asiento del acompañante, algo se acaba de ir y todavía queda un perfume, se inaugura una nostalgia y es necesario un silencio solemne, de respeto.
De vuelta en casa Paula ya estaba levantada, en la cocina. Recién bañada, tomaba mate sonoramente y cuando lo vio entrar se sobresaltó.
– ¿De dónde venís? Estaba preocupada.
– Fui a comprar el diario y me quedé leyéndolo en la YPF.
– Che, me acabo de dar cuenta de que falta el pisapapeles más antiguo de la colección de tus papás, ¿no lo viste?
– ¿Qué cosa?
– El pisapapeles de vidrio y oro, gordo, el más grande, el preferido de tu viejo.
– Ah, no. No lo vi.
Y le volvió la imagen a la cabeza: el río revuelto tragándose el paquete, esa forma de sacarse el ancla de encima. Paula lo miraba fijo, con la bombilla en la boca. El pelo le había mojado los hombros y un poco la remera. Romperlo en casa hubiera sido imposible, pensó, Paula se iba a dar cuenta. No había forma de quedarse enteramente tranquilo pensando que su viejo no se iba a enterar. Se lo repetía: está muerto, no se va a enterar. Pero por otro lado esa idea que le habían puesto en la cabeza de chiquito… que los muertos van al cielo y que desde el cielo tienen una panorámica de los vivos. Al principio él se los imaginaba comiendo pochoclo sentados sobre las nubes… Si fuera realmente cielo, nadie perdería su tiempo mirando para este lado ni comiendo pochoclo, se volvió a autoconvencer. Miró la remera mojada de Paula y se dio cuenta de que estaba sin corpiño. El pochoclo, las nubes y el paquete reventaron en su imaginación como un globo, quedaron sólo las tetas en mente.
– Pau.
– ¿Qué?
– Estás tan linda hoy.
Paula sonrió y le apareció un gesto como el que le había espiado esa noche. Como si la cara se le llenara de sangre caliente.
Se fue a los cajones, a ordenar los papeles que se le habían escapado de la meticulosidad por cuestiones de falta de tiempo libre o de rebeldía contra su propia prolijidad. Sabía que dejarlos tirados significaba llevarlos en el ceño a todas partes, por mucho que se alejara de su casa; pero permitirse ese pequeño boicot le significaba un primer paso satisfactorio hacia la recuperación. Qué otra solución posible para un hombre como él, sino una solución conductista automedicada; y su ambición era exacerbarla, algún día, al punto de pararse sobre el escritorio y romper cada objeto a patadas, hacer volar el pisapapeles más antiguo de la colección y con él la tradición familiar de amor por la simetría y el vidrio.
Cada vez que estaba por hacerlo, sin embargo, llegaba Paula y notaba que el pisapapeles estaba demasiado cerca del borde del escritorio y decía “cuidado con esto que se puede caer acá” mientras lo volvía a su lugar exacto como si hubiese estado marcado con las tizas con las que dibujan el perímetro de un cadáver en las escenas de crimen. Qué falta podía cometer ahí adentro, sin que lo delatara la evidencia. Vivía entre los barrotes de sus huellas digitales, supervisado por una mujer igual de obsesiva, pero aparte madre y encima esposa. “Las mujeres tienen la misma capacidad de padecer una obsesión pero no pueden evitar que se vuelva un dolor de huevos para el prójimo”, pensó. Paula se había vuelto primero militar del imperativo de todo verbo: andá, volvé, traé, juntá, levantá, salí; y después una frígida.
“No existen las minas frígidas”, le había dicho Roberto el día anterior con ese tono de soy porteño y me cojo lo que venga. Él lo citó en algún otro café que no fuera el de siempre para ver si así se animaba a contarle el problema con su mujer pero de todas maneras le costó, le hicieron falta varias cervezas, a media tarde, un día de semana.
– Piropeala, decile que está linda. Se calienta de toque. Te lo firmo.
Roberto se reclinaba hacia atrás en la silla de lona y caño, una de esas azules y blancas que digan lo que digan, dicen Quilmes. Tenía las piernas abiertas y los primeros botones de la camisa desabrochados.
– Avisame cuando tengas que volver a la concesionaria, eh, no quiero retrasarte contándote estas boludeces de pollerudo.
– Pero no, no pasa nada. Tengo tiempo –dijo mirando la hora en la pantalla del teléfono.
El celular lo había hecho zafar de seguir usando ese reloj de oro, de mal gusto como pocas cosas le parecían de mal gusto. Pero era un tipo leal, Roberto. Uno de esos que son tan chantas en todo, que como amigos son un perro leal y bobo.
– La de los piropos funciona siempre, eh. La mina se calienta a fuego lento, no hay vuelta que darle. Nada de golpe de microondas, no, eso les hace saltar la térmica y al carajo: ahí fuiste y no hay forma de ponerle un dedo encima sin que te de una patadita eléctrica.
Él frunció el ceño un poco más porque al problema de los papeles que habían quedado desordenados sobre el escritorio se le sumó el hecho de que no recordaba la última vez que le había dicho algo lindo a Paula. Se ve que con el tiempo pasamos a entender el piropo como la comprensión de la miseria ajena.
– ¿Señor, va a tomar algo más?
Esa moza era un monumento a lo que deberían ser todas las mozas: tetona, dulce, poco maquillaje y un tono en la voz entre de putona, de ejecutiva y de servicial.
– Yo otra cerveza –le contestó Roberto– pero no me digas señor, te lo pido por favor, morocha. ¿Vos querés otra?
– No, a mí traeme un té con miel.
– ¿Y limón? –le preguntó ella sonriéndole seductoramente.
– No, y miel.
La moza se fue hamacando el culo en un vaivén suave pero lo suficientemente pendular como para que Roberto se hipnotizara por unos segundos. Cuando el culo desapareció de su campo visual, le devolvió los ojos y la atención a su amigo, indignado.
– ¿Ves? Con ese tono no podés calentar a nadie. ¿Cómo le vas a decir “No, y miel”? Se fue con una cara de orto…
– Jamás hubiera dicho que ibas a notar justamente la cara con la que se fue.
Cuando se acordó de eso que le había dicho Roberto el día anterior, se volvió morir de vergüenza. Capaz él se había vuelto frígido, a pesar de que Roberto le diría que mucho menos existen los hombres frígidos.
Y seguía ensimismado en el ritmo congelado y elástico del insomnio. De a ratos volvía a la puerta de vidrio, confirmaba la oscuridad del jardín y de vuelta al escritorio. Se había convencido de que no iba a poder dormir mientras siguiera oscuro. Por la puerta entreabierta de la habitación escuchaba la respiración pausada de Paula. Roncaba, ella, y a él le parecía desagradable; pero cuando se hacía una pausa un poco más larga y no se escuchaban ronquidos ni respiración alguna, dejaba los papeles como estaban y entraba rápido pero sigilosamente al cuarto para confirmar con un poco de desesperación que estuviera bien. La encontraba con un gesto sereno que ya no usa despierta. Un gesto que se le contagiaba por encontrarla viva y entonces volvía a la clasificación de impuestos pagos en carpetas de folios.
Cada vez que cerraba una y escuchaba el latigazo del segundo elástico cruzando el vértice de plástico rojo de la carpeta, era un alivio. A las seis de la mañana estaba listo el 2007. ABL, Ingresos Brutos, Monotributo, Aguas, Gas, el cable, Automotor, Inmobiliario, los tickets de la tarjeta de débito, el conteo de consumo de nafta. Dos carpetas rojas hinchadas en el tercer estante de la biblioteca de roble.
Paula sintió un silbido agudo. Se levantó, se puso las pantuflas y un buzo de algodón que había dejado cerca de la cama y caminó torpemente hasta la cocina.
– ¿Qué hacés hiriviendo agua a esta hora?
– Té con miel.
– ¿Dormiste algo? Estás como desfigurado.
– Sí, dormí.
– Me voy a la cama. Vení. Todavía podemos dormir un ratito.
Camino de vuelta al cuarto Paula vio un paquete sobre el escritorio. Prolijamente envuelto en papel madera, algún objeto esférico yacía a la espera de algo. No parecía un regalo ni un deshecho. Quiso volver a la cocina para preguntarle a su marido qué era y quiso abrirlo sin preguntar nada, también, pero el cansancio pudo más y se desplomó sobre la cama.
Una hora más tarde ella estaba roncando de vuelta y salió el sol. Los vidrios de la puerta dibujaron una cuadrícula de sombras y luces naranjas y celestes sobre la pared de la cocina. Él metió el paquete en la guantera y tuvo que girar la llave varias veces hasta que arrancó el motor. Cargó nafta en una YPF a pocas cuadras de su casa, anotó en la libreta la cantidad de litros cargados al punto de 59.678 kilómetoros recorridos. Se repitió que iba a tener que hacerle un full service al auto dentro de 322 kilómetros. No te olvides. Lo anotó en la libreta, por las dudas.
Una vez manejando, prendió la radio. Iba cantando entre las bambalinas de los vidrios oscuros que también le permitían la impunidad de mirar fijo a las personas de los otros autos cuando paraba en un semáforo. Veía hombres sacándose los mocos, sonríendo bajito, no mirando a sus esposas, llevando a sus hijos a la escuela... Eran pocos, los otros autos. A esa hora Lugones siempre estaba prácticamente vacía y el asfalto y la madrugada se le abrían como un permiso potencial para ir a donde quisiera.
Llegó a la costanera en quince minutos. Puso balizas, estacionó el auto a un costado de la Avenida, sacó el paquete de la guantera y con él caminó hasta la baranda de cemento que balconea sobre el Río de la Plata. Extendió el antebrazo disimuladamente y soltó el paquete. Lo miró caer, lo escuchó golpear contra la superficie del agua y se quedó ahí quieto, un rato, cerciorando que no volviera, que no flotara ni asomara el papel madera entre las grietas del río revuelto. Miraba el agua concentrado como si fuera posible verlo tocar fondo, anclar en el no retorno. Unos segundos después estaba claro que era imposible recuperarlo. Volvió al auto, cerró la puerta y dentro de la cabina había un silencio de respeto, el espacio estaba como se quedan los espacios después de una despedida: con un hueco en alguna parte, un desequilibrio porque falta algo en la guantera, en el asiento del acompañante, algo se acaba de ir y todavía queda un perfume, se inaugura una nostalgia y es necesario un silencio solemne, de respeto.
De vuelta en casa Paula ya estaba levantada, en la cocina. Recién bañada, tomaba mate sonoramente y cuando lo vio entrar se sobresaltó.
– ¿De dónde venís? Estaba preocupada.
– Fui a comprar el diario y me quedé leyéndolo en la YPF.
– Che, me acabo de dar cuenta de que falta el pisapapeles más antiguo de la colección de tus papás, ¿no lo viste?
– ¿Qué cosa?
– El pisapapeles de vidrio y oro, gordo, el más grande, el preferido de tu viejo.
– Ah, no. No lo vi.
Y le volvió la imagen a la cabeza: el río revuelto tragándose el paquete, esa forma de sacarse el ancla de encima. Paula lo miraba fijo, con la bombilla en la boca. El pelo le había mojado los hombros y un poco la remera. Romperlo en casa hubiera sido imposible, pensó, Paula se iba a dar cuenta. No había forma de quedarse enteramente tranquilo pensando que su viejo no se iba a enterar. Se lo repetía: está muerto, no se va a enterar. Pero por otro lado esa idea que le habían puesto en la cabeza de chiquito… que los muertos van al cielo y que desde el cielo tienen una panorámica de los vivos. Al principio él se los imaginaba comiendo pochoclo sentados sobre las nubes… Si fuera realmente cielo, nadie perdería su tiempo mirando para este lado ni comiendo pochoclo, se volvió a autoconvencer. Miró la remera mojada de Paula y se dio cuenta de que estaba sin corpiño. El pochoclo, las nubes y el paquete reventaron en su imaginación como un globo, quedaron sólo las tetas en mente.
– Pau.
– ¿Qué?
– Estás tan linda hoy.
Paula sonrió y le apareció un gesto como el que le había espiado esa noche. Como si la cara se le llenara de sangre caliente.
3 de enero de 2008
magic spell
Por un solo segundito, uno chiquito, diminutivo y diminuto, dije "¿y si me quedo acá?"
¿Qué pasa con los baños y eso que dan de protección y de seguro que acá, hecha un bollito en la bañadera vacía, NADIE me encuentra? De alguna forma sobrevivió esa sensación infantil de que si uno se pone en cuclillas y se abraza las piernas poniendo la nariz entre las rodillas, es invisible. Ni hablar adentro de una bañadera: In-visible.
Supongo que será que en el proceso de maduración uno revisa y modifica las cosas más generales y axiomáticas que regían durante la infancia pero algunos detalles se traspapelan y quedan intactos… Y esos después te salvan la vida.
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