29 de noviembre de 2008

mona queda

A Nicolás, de onda.

En un torrente de mensajes fragmentados que escribirías con dedos fríos pero apurados para no perder en la fricción de las teclas lo cruel del mensaje, me dijiste que confesara que estoy amurallada en un poema del que no puedo salir porque dentro de él un hombre me sostiene del talón. Sin más. Resumiendo con un revés lo genial a lo que aspiraba el mensaje de esta puta que se viste de seda para parecerse a la literatura y puta queda, mona queda. Yo no asesino nada sin despedirlo, ni siquiera concibo un suicidio sin el ritual de besos, mocos y cursilerías pertinentes en la parada del 5, dejando pasar uno y otro, a contramano de tu resistencia a que me quede. Mucho menos si se trata de asesinar la adolescencia y las cursilerías se vuelven más pertinentes. Me quedo, eh, amenaza, con un tono malevo que se parecería a la adultez si no tuviera conciencia de ser una amenaza. Incluso si me extiendo más allá de las estrofas, si las aplasto y dejo que se expandan en un bloque que no se excusa de deforme, incluso si logro rotar posiciones con el espejo y quedarme con un carácter justamente espectral que mira a los ojos a quien viene a buscarse, voy a seguir siendo yo multiplicada, yo en tu conciencia, vos preguntándote por qué aparezco en el ático sin tocar la puerta, desnuda, y me animo a abrir las piernas y chorrear lo que hubiera guardado en un diario íntimo para no dejarlo nunca ser desabrida mujer, por todo el peligro de monstruoso que eso implica. Quién no se habrá escondido nunca en el artilugio de algún efecto, o incluso en la confesión desde el yo que se conoce, ese que tiene debilidades que tenemos domesticadas, muecas, estas muecas hechas un fósil o un profesionalismo. Estoy amurallada en un poema no porque me sostenga nadie, sino por haber inventado la trampa hecha a la medida de mi talón, y no vive en ese fuerte ningún hombre, ninguna literatura, pero sobre todo ninguna puta. La puta te parió a vos.

12 de noviembre de 2008

luz

Si uno se dispone a esquivar el sueño se topa con un momento de la tarde en el que el día se convierte en una rueda sin momentos inaugurales ni ponientes. Cualquier derrame de luz, cualquier progreso de los brotes desde la tierra, cualquier anuncio de lluvia no es más secuencial que la música, ni menos, no importa el transcurrir como importa la sustancia de cualquier manifestación de vida, fosforeciendo en los ojos alucinantes del testigo que de tan cansado se olvidó de la propiedad íntegra de su carácter. Ningún carácter es íntegro sin dormir, pero se obtiene a cambio la revelación de ciertas cosas, la percepción casi táctil del amor, de la melancolía; y la temperatura desinflada de la muerte parece un alivio necesario, algo que sólo así de desquiciados de tranquilidad podríamos aceptar entregados. Me acuesto sobre la laja caliente del balcón, el aire cede, se aplasta sobre el asfalto y sobre mi panza una última vez antes de que la tierra se lo trague con el ceño fruncido, por lo amargo y espeso de su materia. El día vencido, ácido, la ciudad dispuesta a olvidarlo para poder oscurecer. Andarán los guardias cerrando las rejas de las plazas, andarán los fantasmas de las faroleras que murieron vírgenes de tanto enamorarse de coroneles transitando invisibles por el cobre que deja deslizar la electricidad cuadra a cuadra, nacen las lámparas en canon desde la ciudad hasta esta provincia ingenua. La identidad se va vaciando y crece la oportunidad de cualquier metamorfosis que me aleje de la condición humana que impele al sueño, que se somete a convenciones que dictan hasta las horas de la vida. Podría ser un bicho exento de pronósticos, inmune al miedo por incapaz de anticiparse a nada que esté más allá de la impresión de la luz en la retina que se quema sin queja. Podría ser una criatura exhibicionista de su piel escamosa por dejarse curtir con todo lo que raspa, podría dejarme envejecer sin ningún lamento, enterrar a mis referentes sin ningún arrepentimiento, ser desvergonzadamente fea. Sin embargo, en algún momento, esa empresa que parecía posible y ya empezaba a transformar extremidades en tentáculos se nubla porque los párpados caen, resisten, vuelven a caer, en cámara lenta, hasta sellarse. Cuando me despierte voy a tener forma humana y voy a salir a la calle caminando apurada, atravesando el espacio como si la luz fuera un accidente tan natural que se vuelve imperceptible o por lo menos vacío de hechizo.

4 de noviembre de 2008

como si Tamara siguiera lejos

Sé que soy inconstante con las cartas, a veces es inexplicable por qué es tan difícil escribir para el que viaja como para el que está quieto, en su casa. Supongo que en parte se trata de la falta de noticias, no puedo ofrecerte más que un paseo aleatorio por las nimiedades que me ocupan todos los días; contarte, por ejemplo, que finalmente ordené mi cuarto, más porque no encontraba los cigarrillos que por necesidad de orden.
Adopté el hábito de regar las dos plantas de mi balcón todos los días, descubrí que era eso lo que necesitaban para florecer (obvio, pero no por eso menos revelador). A la maceta más chiquita le salieron tres flores violetas con cara de agradecimiento. Tenemos una vecina que es ingeniera agrónoma y le da consejos a mamá sobre el jardín, y ya no me mira más con esa cara con la que me acusaba de negligencia antes, como diciendo: dale, son dos macetas, ¿cuánto te puede costar regarlas? La verdad que nada, Soledad, tenías razón. Pego la punta de la nariz a uno de los vidrios repartidos de la puerta del balcón y las miro, aparecen jazmines del aire, de a diez cada día, perfuman… será predecible pero pasa que alegra verlas crecer. Pasa. Pensé en ponerles nombre a las violetas, a los jazmines no porque son demasiados y me da la sensación de que se sienten más una cooperativa floral que un conjunto de muchos “cada un” jazmín. Las violetas son más orgullosas y aristócratas, así que les podría poner nombre y un par de apellidos. Le pedí a Luca que me sugiriera alguno.
Cuando Clara viene a visitarnos y duerme siestas en la hamaca paraguaya, Luca y yo jugamos a los mismos juegos que jugaba yo cuando era chica, sola, porque a Clara no le divertían. Yo creo que esas siestas son lo único que le permite a Clara realmente descansar, pero descansar de la mujer que es ahora. El gesto mientras duerme a la sombra del árbol rojo, es el único que le quedó parecido al que se le dibujaba en la cara cuando se disfrazaba de actriz tirándose todos los accesorios de mamá encima. Sólo le gustaba jugar a eso, si yo quería participar le tenía que sacar fotos o filmarla, y a veces lo hacía porque era un placer verla sonreír así, todo lo que veía mi lente era cómo me gustaría tener esa sonrisa, cómo me gustaría tener esa sonrisa. Ya no sonríe más así. Nunca, salvo cuando duerme en la hamaca paraguaya y nuestro jardín le devuelve la vanidad infantil a la que le alcanzaba con perlas y boas para sentirse perfecta. Era eso lo que yo admiraba, en realidad, a mí nunca un accesorio o una sonrisa me fue suficiente para ser digna de cámara, prefería otros juegos, juegos de observar cosas extrañas. Ayer, por ejemplo, Luca y yo montamos un circo de hormigas con pedazos de frutas alineados en formas y volteretas como los que hacía yo de chica: las hormiguitas hicieron filas de recolección y carga impecables, seguían los trayectos pautados obedientemente y parecían licenciadas en malabares; es asombroso cómo se organizan en los cruces, la prolijidad vial en las rotondas de migas de manzana.
A Luca no le pareció aburrido, se sentó con las piernas cruzadas y miró las hormiguitas marchando con la fijación incansable con la que se mira el fuego. Cuando Clara se despertó, le contó entusiasmado lo que habíamos hecho, pero ella todavía estaba malhumorada por haber tenido que despertarse, así que le prestó un oído de media atención y ningún interés. Luca terminó desistiendo de relatar la anécdota y cambió de tema: me dijo que cree que la violeta más alta se tiene que llamar Matilde. Estoy de acuerdo.
Sigo sin encontrar los cigarrillos, había cinco atados vacíos y ni rastros de tabaco en ningún lado.
Todavía lo extraño. Repaso los hechizos de distintas corrientes mágicas que me ayudan a mantenerlo chiquito, lejos y helado, pero de vez en cuando me quedo dormida leyendo, hecha un bollo a los pies de la cama, y cuando me despierto parece como si lo hubiera tenido encima, mordiéndome el cuerpo. Recupero el recuerdo intacto y el relieve de la cara, la mandíbula dura, la barba rala pinchándome el cuello y los hombros, la nariz en ese gesto altivo constante, pero sus ojos tan de otra alma –o de la única suya, vaya uno a saber en dónde la tiene enterrada– de un alma menos fiera. Siento como si realmente lo hubiera visto. Aprendí a vivir esos sueños como visitas o momentos en los que se me permite tocarlo sin que quede registro táctil que pueda ser usado en contra de mi sensibilidad, tarde o temprano. Extensiones de tiempo sin horizontalidad, temperaturas sin materia; por suerte la memoria de los sentidos nos da revanchas íntimas, más besos, a escondidas de la vigilia, de los que puedo darle.
Vuela un aire de verano por acá que me trae recuerdos de navidades y años nuevos de mi infancia. Durante cada una de mis primeras noches de año nuevo, el abuelo Jorge repetía la historia del hombre que fingió ser panadero para hacerse unos mangos y en la improvisación a la que lo obligó el afán de sostener la mentira, creó el pan dulce. Bueno, los primeros días de calor del año y el olor a jazmines me devuelven ese relato. Además de verdadera, me parecía linda la historia del panadero, me lo imaginaba joven y nervioso, con la mesada llena de harina, desesperado. Jamás habría aprobado el invento, me parece horrible, pero sé que no soy parámetro porque es el día de hoy que a las doce brindo con Coca, como Luca.
Es curioso que cuando era chica algo en mis ojitos parecía de anciana (mamá me empezó a decir Mafalda cuando tomé la primera (y última) comunión y de regalo pedí un globo terráqueo), pero ahora me quedé chica en un cuerpo al que le queda torpe la hamaca. Sólo Luca se da cuenta. En un momento, mientras desfilaban las hormigas, ayer, levantó la mirada y me preguntó “¿Vos no te casaste, tía?” Dije que no con la cabeza, entonces volvió la mirada a la fila de bichitos y dijo, como para sí: “Ah, todavía sos hija”. ¿Seremos hijos hasta ser padres? Gustavo me contó que cuando nació Luca él cortó el cordón umbilical, se lo dio a Clara y ella lo apretó contra sus lágrimas y le dijo “My baby boy!”. Le salió hablarle en inglés, como nos hablaba mamá. ¿Seremos hijas hasta ser nuestras madres, entonces? Yo creo que Gustavo quiere creer que no, conociendo a mamá, y yo quiero creer lo mismo. Pero algo sale de la panza y de los lagrimales en el momento del hacer nacer, imagino, que es irreversible; algo de la memoria en sombras de nuestras lunas nuevas se debe iluminar. “My baby boy”, llorando, igual que como lloraba Luca al mismo tiempo: el llanto pelado de que la vida te descubra desnudo y te de un par de palmaditas para señalar: Mirá, el mundo; mirá, tu hijo, your baby boy, y ningún otro llanto es más genuino que esos dos, ni siquiera el de la muerte. Estoy segura.