23 de octubre de 2008
frozen walt
Es inútil resistírsele al día, al cuerpo, a la vigilia, no sirve dejar que las cosas se derrumben mientras se practica la evasión mediante siestas agónicas: igual no se restablece el sueño Disneylandia con el que me enseñaron la moral. Igual duele. “¿Y los estímulos, y las motivaciones?”, le pregunté amaneciendo de esas siestas en plena noche cerrada, consiente de que el absurdo me había dejado sin religión y sin infancia. “Habrá que creer en algo, por lo menos en Woody Allen”. Entonces la cuestión de crecer era tan lineal como parecía: Cambiar a Walt por Woody, estar expectantes de cosas más complejas, de finales menos felices, de tics nerviosos, de asesinatos. Y aceptar que lo único que sobrevive inmaculado e ideal es el humor, y que con eso alcanza para cogernos a la muerte.
8 de octubre de 2008
memento
Los dos sabemos que no seré como los truenos, que no grito, que no pataleo, que no conozco forma de pegar portazos, de adornar los triunfos, de pasear por el barrio en toga púrpura. “Memento mori”. Yo sí me acuerdo, no necesito que me lo repita una caravana, yo nací con esa conciencia imperativa.
Cuando estoy, es más como la humedad, como la electricidad en potencia circulando invisible por la tierra y por las nubes; como cuando se está por largar y la gente se refugia a tal velocidad que parece como si fuera a llover mercurio. Una vez que anda cada cual en su búnker, todavía no llueve, pero la ciudad se me hizo mía. Parece de guapa quedarse en la vereda, por no tenerle miedo al mercurio, pero en realidad es que yo nací con esa conciencia imperativa: memento mori, memento mori, como un susurro.
Y capaz no soy como lo que quema o lo que grita doble o nada, lo que corre fuerte y mata con las manos. Estoy más entre la luz y la arena; tengo, en los ojos, lo claro y lo oscuro: cuando iluminan algo ya se está apagando; cuando se apagan, algo queda encandilando.
A pesar de que la despedida sea elástica como cualquier reproche, por más que después de irme quede vibrando la ilusión del golpe de efecto, aunque secretamente espere la ola que te revuelque y te avise que el mar se puede adueñar del equilibrio, algo en mi espalda sabe que ese golpe no llega, que de hecho no existe, y cuando me dispongo a entenderlo tengo todo lo frío de la tormenta que ahí se largó, al fin, y no es venenosa como el mercurio. Sólo moja. Memento mori, pero no hoy, no esta tarde lluviosa de domingo.
Va a ser casi imperceptible. Van a pasar semanas y ese dolor que no terminás de reconocer, en esa parte del cuerpo que no terminás de encontrar (no sabés si es una extremidad o algo tan hondo que se extiende en otro plano), eso soy yo, que me fui, es el silencio de mi reproche vencido y la nota del tuyo, harto del mar apacible, con un poco de hambre de mercurio.
Cuando estoy, es más como la humedad, como la electricidad en potencia circulando invisible por la tierra y por las nubes; como cuando se está por largar y la gente se refugia a tal velocidad que parece como si fuera a llover mercurio. Una vez que anda cada cual en su búnker, todavía no llueve, pero la ciudad se me hizo mía. Parece de guapa quedarse en la vereda, por no tenerle miedo al mercurio, pero en realidad es que yo nací con esa conciencia imperativa: memento mori, memento mori, como un susurro.
Y capaz no soy como lo que quema o lo que grita doble o nada, lo que corre fuerte y mata con las manos. Estoy más entre la luz y la arena; tengo, en los ojos, lo claro y lo oscuro: cuando iluminan algo ya se está apagando; cuando se apagan, algo queda encandilando.
A pesar de que la despedida sea elástica como cualquier reproche, por más que después de irme quede vibrando la ilusión del golpe de efecto, aunque secretamente espere la ola que te revuelque y te avise que el mar se puede adueñar del equilibrio, algo en mi espalda sabe que ese golpe no llega, que de hecho no existe, y cuando me dispongo a entenderlo tengo todo lo frío de la tormenta que ahí se largó, al fin, y no es venenosa como el mercurio. Sólo moja. Memento mori, pero no hoy, no esta tarde lluviosa de domingo.
Va a ser casi imperceptible. Van a pasar semanas y ese dolor que no terminás de reconocer, en esa parte del cuerpo que no terminás de encontrar (no sabés si es una extremidad o algo tan hondo que se extiende en otro plano), eso soy yo, que me fui, es el silencio de mi reproche vencido y la nota del tuyo, harto del mar apacible, con un poco de hambre de mercurio.
1 de octubre de 2008
spring stream
Vamos a ir a un bar en Palermo porque la plaza está siempre viva, y se van a escuchar varios acentos, acentos venezolanos y acentos santiagueños, acentos de las termas de Río Hondo, uno francés, y se van a ver brasileras sobre tacos de plástico que no le llegan ni a los talones al señor de los sancos con vocación de payaso. Esa vuelta alrededor de la plaza, hasta que llegamos al bar, fue bastante más emocionante que los tragos en sí y que la conversación sobre nuestros pasados o más profundas creencias. Yo ya sé en qué creo, no vine a contarte, y, mozo, el trago éste no tiene alcohol pero tampoco clasifica para rico licuado.
Algo tiene que estar pasando afuera, la gente camina, se caga de risa, en los boliches ponen cara de publicidad de promoción de puchos y yo fumo y fumo pero me siento tan ajena que podría estar filmando un documental sobre los mamíferos y su comportamiento dentro de una discoteca bailable, disfrazada de anfibio.
Se supone que no nos olvidamos de avisar que el flaco que estoy por conocer es el séptimo de siete hermanos como para que yo saque las verdaderas cuentas, entienda que es un católico a ultranza y entonces rechace de antemano la salida y me quede aprendiendo a caminar sobre sancos o me decida por la empresa de asimilar un hábitat anfibio, justificadamente foráneo.
Tendríamos que hacerle caso al instinto que desde abajo del ombligo dicta resguardarse de esta lluvia finita de mierda, que parece como si se te colara hasta los huesos, comer un chocolate en las penumbras del cine y en todo caso sentirse sola, pero no incómoda ni extranjera. Se supone que nos damos treguas. Que nos consolamos. Se supone que existe alguna forma de no instrospeccionar, otra, aparte de la masturbación, algo como la tele, que nos permite renunciar al laberinto y sentarnos solos, cada uno con cada uno, sobre el rocío de un valle, a mirar el norte y su titilar certero sin intención de decodificar el código morse en el que habla esa estrella desde un hábitat sin espacio.
Está por florecer (un sábado después los jazmines del aire están hinchados dibujando los umbrales de las casas cerca de casa). Parece como si el valle se pronunciara en un idioma denso, hacia más abajo que lo que parecía que se pronunciaba. El camino que se recorre en esa dirección se conoce de memoria, y puede estar oscuro o puede llover, pero no importa cuando uno es de esa tierra. En definitiva tampoco es una sorpresa, lo hondo del refugio y del destino aparece al fin como aparecía en cada elección anterior, desde el principio (los jazmines del aire siempre fueron una distracción tan dulce que se confunden con lo nostálgico y traen todo eso que uno quería ser).
Se supone que existe un valle, que la vegetación le cede paso a un claro y parece como una siesta. La única tranquilidad que queda es que va a permanecer prendida una luz, y que esa luz sí se corresponde, casi refleja, con los ojos negros que le rezan.
Algo tiene que estar pasando afuera, la gente camina, se caga de risa, en los boliches ponen cara de publicidad de promoción de puchos y yo fumo y fumo pero me siento tan ajena que podría estar filmando un documental sobre los mamíferos y su comportamiento dentro de una discoteca bailable, disfrazada de anfibio.
Se supone que no nos olvidamos de avisar que el flaco que estoy por conocer es el séptimo de siete hermanos como para que yo saque las verdaderas cuentas, entienda que es un católico a ultranza y entonces rechace de antemano la salida y me quede aprendiendo a caminar sobre sancos o me decida por la empresa de asimilar un hábitat anfibio, justificadamente foráneo.
Tendríamos que hacerle caso al instinto que desde abajo del ombligo dicta resguardarse de esta lluvia finita de mierda, que parece como si se te colara hasta los huesos, comer un chocolate en las penumbras del cine y en todo caso sentirse sola, pero no incómoda ni extranjera. Se supone que nos damos treguas. Que nos consolamos. Se supone que existe alguna forma de no instrospeccionar, otra, aparte de la masturbación, algo como la tele, que nos permite renunciar al laberinto y sentarnos solos, cada uno con cada uno, sobre el rocío de un valle, a mirar el norte y su titilar certero sin intención de decodificar el código morse en el que habla esa estrella desde un hábitat sin espacio.
Está por florecer (un sábado después los jazmines del aire están hinchados dibujando los umbrales de las casas cerca de casa). Parece como si el valle se pronunciara en un idioma denso, hacia más abajo que lo que parecía que se pronunciaba. El camino que se recorre en esa dirección se conoce de memoria, y puede estar oscuro o puede llover, pero no importa cuando uno es de esa tierra. En definitiva tampoco es una sorpresa, lo hondo del refugio y del destino aparece al fin como aparecía en cada elección anterior, desde el principio (los jazmines del aire siempre fueron una distracción tan dulce que se confunden con lo nostálgico y traen todo eso que uno quería ser).
Se supone que existe un valle, que la vegetación le cede paso a un claro y parece como una siesta. La única tranquilidad que queda es que va a permanecer prendida una luz, y que esa luz sí se corresponde, casi refleja, con los ojos negros que le rezan.
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