Había eso, atrás de arcos luminosos e infranqueables,
inmediatamente después de los umbrales
desde los que se despiden mis muertos
y se envían mis cartas:
La promesa de un tesoro en monedas,
de varios duendes,
de un parque de diversiones;
pero la confirmación fue la de un espíritu manco.
Toda la escritura,
la escritura de todos los entierros,
los entierros de todos los escritos
quedó en mis manos.
Todos los carteros,
italianos y en bicicleta,
todos esperanzados por la novedad de la metáfora,
están perdidos, no sé si en el camino de ida
o en el de vuelta.
Y esta insistencia
de rezar “es injusto que la plegaria
se vaya callando en el eco,
se vaya cayendo de seca,
se vaya rompiendo en las grietas de rodillas pacientes”,
pareciera que no va a alcanzar nunca
más que para reproducir una carta, un pedido y una nena.