Hicimos un viaje corto a la playa y cuando llegamos primero fue olor a pino y a eucaliptos, y después a arena mojada y a pieles dulces en los hombros y saladas en los tobillos. El yodo había fabricado olas de Nesquik. Dormimos siestas largas con las puertas del balcón abiertas. Algunas siestas en cucharita, otras en cuartos diferentes. Yo iba y venía por la casa, asegurándome que estuvieras bien, que no te despertaran, que estuvieras tapado. Caía un sol atrasado que desconcertaba la noción del tiempo. En el bosque, apenas el día se decidía a desangrarse en sombras espesas, los murciélagos empezaban a rotar posiciones en los árboles y chillaban agudo. Hubo que acostumbrarse a ese sonido y a otra almohada.
Los chicos jugaron al fútbol en la calle de tierra todo el fin de semana. Yo era feliz mirándolos jugar. Desplegaba una lona en el pasto, me sacaba las ojotas y me sentaba al lado del termo a sonreírles y festejarles los pases. Tenía esa vocación, la de festejar las cosas de los otros. Estaba satisfecha haciéndolos sentir orgullosos y entendía esa forma de seducción como infalible, un olear de pases, sonrisas, centros y pestañas. Ser porrista.
En algún momento de la tarde del sábado, un poco después de que volvimos de la playa, se largó a llover. Cayó esa lluvia de mar que se acepta con benevolencia y apuntando la nariz al cielo. Cerré los ojos, abrí la boca y saqué la lengua para jugar ese juego antiguo de tomar la lluvia. Los chicos entraron la pelota a la cocina y nos quedamos abajo del techo del quincho, todos sentados en el piso y en silencio, mirando el pasto fosforecer y oliendo todo: Arena, los árboles, todo estaba amplificado por la lente y la humedad del agua de lluvia salada, y era hipnótico. Nos quedamos bajo techo, en la ronda de mate que era lo único de contacto entre la hipnosis de cada uno.
Cuando empezó a oscurecer entramos. Quedaron las toallas hechas un bollo en la entrada, ojotas con arena al lado de la puerta y algunos se quedaron jugando al truco en la mesa de madera. Ya empezaban a sacar cervezas de la heladera; prendieron la lámpara de la cocina y empezaron a prenderse también las caras rojas de sol. Yo sentía la piel caliente, todavía. Subí las escaleras y te escuché cantar desde la ducha. Toqué la puerta, me dijiste que pasara, entré y me sonreíste desde abajo del agua y a través del vidrio de la mampara; te sonreí yo también, mientras metía una pierna y otra en la bañadera. En la ducha los besos y los cuellos tenían un gusto a agua y apenitas a jabón y la sal iba cediendo y la piel claudicando el ardor del sol por algún otro.
Esa noche fue un lapsus dentro del fin de semana, no tuvo el ritmo temporal flexible de la playa, ni los perfumes. Parecía Buenos Aires adentro del boliche. O todavía peor: yo parecía de otro barrio, de otra ciudad, de otra playa. Me mantuve en los márgenes de más sombras, buscando ojos para mirar fijo. Él no paraba de esquivarme la mirada. Me fui del boliche, te mandé a devolver el sweater que me habías pedido que te guardara en la cartera y salí sola.
Bastante más tarde se impuso una luz gris de alba lluviosa como la tarde anterior. A esa hora volví a la casa; no estaba segura de recordar el camino pero de alguna forma llegué. Los dos habíamos estado en los besos de otro, esa noche; lo dos lo habíamos admitido de antemano y nos habíamos lastimado a propósito avisándolo. Yo llegué primero a casa porque hubiese preferido quedarme con vos desde el primer momento, no tener que vengar tu rechazo en la boca de nadie ni volver caminando sola, y tenía la ilusión de llegar y encontrarte esperándome.
Me acosté en una cama que dejé vacía a medias y me dormí para evitar la ansiedad de esperarlo despierta. Media hora más tarde me despertó el ruido de la puerta de entrada y me quedé quieta para escuchar a dónde iban los pasos. Vinieron. Entró al cuarto despacio, se me acercó, terminó de llenar la cama y me dio besos en toda la cara. “Estás salada”. Él tenía gusto a Fernet. “¿Con quién estuviste?”, me preguntó, simulando una escena de celos igual de grande que la que yo me callé, por verdadera.
Cuando se durmió lloré bajito y jugué a atrapar algunas lágrimas con la lengua por la misma razón por la cual a la tarde me había tragado gotas de lluvia: porque hay cosas que se aceptan con la benevolencia de la lengua y porque nunca se agota la intriga del gusto del agua.
21 de julio de 2008
14 de julio de 2008
mitad pez
"When I was a kid, I thought I was. I can't believe I'm crying already. Sometimes I think people don't understand how lonely it is to be a kid, like you don't matter. So, I'm eight, and I have these toys, these dolls. My favorite is this ugly girl doll who I call Clementine, and I keep yelling at her, "You can't be ugly! Be pretty!" It's weird, like if I can transform her, I would magically change, too."
El piso damero de mi casa parecía un tablero de ajedrez dos veces, en el reflejo del espejo grande del pasillo. Ese espejo, ahora que pienso, siempre fue un espejo grande de pasillo en todas las casas en las que vivió. Y me pregunto si será parte de la identidad del espejo o sólo del criterio de mis padres. (El público votaría la opción “identidad del espejo”. Perfecto. Yo estoy de acuerdo.)
Me solía sentar sobre el tablero duplicado, mirándome de frente, e inmediatamente era las dos filas de peones en guerra. Insistía en ensayar distintos gestos para que alguno me convenciera, ganar el partido y replegarme: Ser una sola; ser ninguna guerra… Pero no había hueco estratégico para lograr el jaque mate y el espejo hacía un movimiento –después de horas de pulseada– irrefutable.
La navidad que me regalaron el disfraz de la sirenita me lo puse apurada, corrí al espejo del vestidor del cuarto de mi abuela –ese sí que era un espejo enorme, era directamente una pared– y cuando me encontré, no sólo no era una sirenita linda, ni siquiera era una sirena. La cola de pez era celeste en vez de verde, y no me llegaba hasta los tobillos, como hubiera querido, asomaban rodillas humanas, bizcas, y arriba de los ojos de decepción, mil rulos castaños se olvidaron de parecerse al pelirrojo del imaginario. Ahí estábamos, mitad pez, mitad humana, mitad partida.
Me sigo escapando con toda la fila de peones por alguno de los márgenes del tablero, y me pregunto cómo será el placer triunfal en el que se regocija la sirena fallida del otro lado del reflejo.
El piso damero de mi casa parecía un tablero de ajedrez dos veces, en el reflejo del espejo grande del pasillo. Ese espejo, ahora que pienso, siempre fue un espejo grande de pasillo en todas las casas en las que vivió. Y me pregunto si será parte de la identidad del espejo o sólo del criterio de mis padres. (El público votaría la opción “identidad del espejo”. Perfecto. Yo estoy de acuerdo.)
Me solía sentar sobre el tablero duplicado, mirándome de frente, e inmediatamente era las dos filas de peones en guerra. Insistía en ensayar distintos gestos para que alguno me convenciera, ganar el partido y replegarme: Ser una sola; ser ninguna guerra… Pero no había hueco estratégico para lograr el jaque mate y el espejo hacía un movimiento –después de horas de pulseada– irrefutable.
La navidad que me regalaron el disfraz de la sirenita me lo puse apurada, corrí al espejo del vestidor del cuarto de mi abuela –ese sí que era un espejo enorme, era directamente una pared– y cuando me encontré, no sólo no era una sirenita linda, ni siquiera era una sirena. La cola de pez era celeste en vez de verde, y no me llegaba hasta los tobillos, como hubiera querido, asomaban rodillas humanas, bizcas, y arriba de los ojos de decepción, mil rulos castaños se olvidaron de parecerse al pelirrojo del imaginario. Ahí estábamos, mitad pez, mitad humana, mitad partida.
Me sigo escapando con toda la fila de peones por alguno de los márgenes del tablero, y me pregunto cómo será el placer triunfal en el que se regocija la sirena fallida del otro lado del reflejo.
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