Ojalá pudiera ser lo suficientemente inocente como para creer que conocerme, para vos, fue tan enriquecedor como lo fue para mí conocerte. Y gracias.
Hay un minuto exacto de la noche en la que los relojes se derriten como por hechizo o encanto y el tiempo se repliega, frunce sus agujas y retira del espacio las tropas que marchan, disciplinadas, al ritmo de un segundero. Se hace un silencio, primero. Los noctámbulos sonríen porque conocen el portal que se abre hacia su terreno. Los que no, los que se quedaron despiertos por obligación o por casualidad, se toman una pausa para transformar el desconcierto en adaptación. Se hizo un silencio de esos en los que la gente dice que pasó un ángel y parece como si hasta los fantasmas contuvieran el aliento para no arruinar ese segundo estático. Se vino la noche. La verdadera noche. A su sombra van a empezar a relucir los detalles más nimios y fundamentales con una fosforescecia hipnotizante. Surgirán los más definitivos descubrimientos en los contrastes que sólo permite la oscuridad de esta hora, que, de un momento a otro, pasó a ser hora ninguna.
Seguramente habré suspirado aliviada. Ante el repliegue del tiempo saco un mazo de cartas del bolsillo, las desparramo sobre la mesa y así despliego mi dominio. Llegó, para mí, una era efímera en la cual reina lo lúdico y lo caótico y entonces me puedo sentar en la cabecera o ser anfitriona. Adelante. Bienvenidos a la lucidez de la noche, a la tranquilidad de cuando el tiempo se ausenta, a la belleza con la que el caos se diseña.
En esa dimensión fue que nos quedamos, cada uno en su respectivo sillón, José y yo. Nos unían, entre otras, dos complicidades: la de ser noctámbulos y de la conversar como se respira. Los dos sabemos que charlar nos puede significar un desplazamiento incluso si no nos movemos de esos sillones ni para buscar un cigarrillo. Al menos así quedé yo después de la maratón atemporal de idas y vueltas por entre distintos lugares de la mente: desplazada.
En el popurrí de temas que implicaron flshbacks y flashforwards llegué a un puerto clave. Tan es así, que sentí que lo había conocido porque me hubiera sido imposible llegar al puerto de otra forma que de su mano.
Yo había llegado a Barcelona casi dos semanas antes con mi valijita y dos ojos pícaros a recordarle su punto de partida. Recién salida de casa (aunque más no fuera "de vacaciones"), aguda, pero tierna como el famoso "lechazo" del restaurant catalán. Él, en cambio, estaba de paso -con el transcurso de los días empecé a sentir que vivía de paso- por una de las sedes de su vida: Barcelona. Luego de Buenos Aires y Brasil, y antes que Nueva York y San Diego. Un punto entre otros. Sin embargo son sedes profundas, las suyas. Su Brasil, por ejemplo, tuvo primero la cara de la muerte, después la del amor y el nacimiento y luego la de la separación. Su Brasil siempre va tener la cara hermosa de la luna. De Lua. Su Buenos Aires, igual que la mía, es el primer puerto. Somos dos porteños. Él efectivamente zarpó desde ahí, yo me dejé el ancla clavada allá.
Más de una semana más tarde que el día en que llegué, José y yo nos enredamos en una conversación que iba a revelar lo que él estaba por enseñarme. Creo que todo había derivado de la misma historia de despecho que conté tantas veces, desde tantas ópticas diferentes y a tantas personas distintas. Ese despecho que había hecho jugo a la hora de la creatividad y más jugo a la hora de necesitar una justificación para pedir ayuda y atención. Me oía describirle la situación y me aburría de escucharme. Otra vez mi voz contando que no conocemos otro vínculo que no sea el malhecho que tenemos. En realidad yo sabía que el estandarte del desamor me permitía la libertad que me había llevado hasta Barcelona y todo esto sin bajar las banderas que militan fervorosas a favor del amor. El renovado idealimo. Estaba defendiendo lo que me ata a casa. Sabía que ya había escuchado canciones del estilo de Nos sobran los motivos sientiéndome expresada y llena de un ímpetu para descargar la identificación. "Este adiós no maquilla un hastaluego." Esta cara de profundo entendimiento de mis propios defectos nunca me llevó más allá de esa conciencia. Siempre fue el maquillaje de un conformismo, seamos sinceros. Los hechos quedaron petrificados. Me dio vergüenza volver a mostrarme así de segura. Perdón, José, las justificaciones sólo intentan rescatar la pelotudez que me caracteriza. Ningún desamor. Ningún entendimiento.
Y después apareció el tema del desarraigo porque yo estaba sorprendida con su capacidad de vuelo. Miraba perpleja cuando él contestaba mis preguntas infantiles.
- Mi vieja es azafata, o sea que se la pasó viajando. No estaba nunca. Y mi viejo... mi viejo jamás estuvo, ni siquiera no estando de viaje... A eso sumale que yo a veces la acompañaba a mi mamá, entonces para mí estar en un avión es casi como estar en un vientre.
- Qué loco. Mi historia es opuesta: Justamente dentro de un avión fue que mi papá se desplomó en el coma que le iba a hacer puente entre la vida y la muerte.
Un solo objeto: el avión. Ese objeto concreto, accidente del propósito de los hombres de transportarse, era para él y para mí, dos símbolos dicotómicos: un lecho de vida y un lecho de muerte. Su versión de Brasil ya me había sorprendido con su característica de contener una contradicción tan grande como la vida y la muerte, pero este dato nuevo, el del avión, nos había puesto frente a frente. Ese fue el momento de fosforescencia.
- Es llamativo que a partir de esto, el desafío para mí es subirme al avión y desarraigar y el tuyo es aterrizar y echar raíces.
Me di cuenta de cómo el giro de perspectivas estaba acomodando todo en su lugar. Sacándole el velo a las cosas que tenían careta de tormenta. Decidimos irnos a dormir; recuperamos de un baldazo la noción de la hora, la noción de la potencialidad del día siguiente. Acomodamos las tazas y los vasos para desdibujar los trayectos por los que había transcurrido la charla toda esa noche. Círculos de café en el mantel. Algún boludo se manchó la remera con tinto. ¿Quedó algún vaso en la mesa? No, ya levanté todo. Despejando la mesa nos acordamos del cansancio que en los sillones no se notaba. Dejamos las copas en la pileta de la cocina. Nos lavamos los dientes.
Progresivamente se volvió penetrante la luz del alba y reveló la textura de las cortinas. Las miré y pensé "ah, son de lino". Empezaron a sonar el segundero, los pájaros, los vecinos que pasan el café con fuerza como si tomarlo fuera una imposición. El día me volvió a despedir del terreno en el que más cómoda me siento y encima me amenazaba con borrar, al paso de su luz blanca y plena, lo que me enseñó la noche. Entonces le subí la apuesta, abrí un cuaderno que había dejado al lado del colchón y armé la bitácora del viaje por las dimensiones hermosas que existen más allá de lo temporal. Allá en lo caótico.
(Renglones mediante y una caligrafía prolija, claro, por cuestiones burocráticas que exige el día).
17 de febrero de 2008
3 de febrero de 2008
carta de amor
Resulta que todavía quedan instituciones o culturas que respaldan la carta de amor como género literario. Capaz porque fue-es-y-será vigente. Seguramente ese género va a seguir retorciéndose en intentos desesperados y patéticos de escaparse de lo cursi y va a seguir fallando la mayoría de las veces. Me sigue pareciendo que vale la pena; y creo que la carta de amor no sólo es un género literario sino que aparte es uno clave para entender lo necesario de la literatura.
Resulta que hay hasta un concurso. Y yo estoy dudando si mandar ésta:
Hubo una época en la que vos afirmabas que nosotros hacíamos el amor. En ese momento yo contestaba que no, básicamente porque no me era posible enamorarme de vos. Sin embargó resonó eso de “hacer el amor”, el amor como algo manufacturable. ¿Hacerlo cómo? ¿Con las manos? ¿Con todo el cuerpo? ¿Sin el cuerpo? Pero hacerlo. Se hacen las cosas que uno decide hacer. De chica el amor me era algo mágico (y en ese momento no me detenía en que la magia también se hace), algo que se presenta sin conjuro que lo evoque a base de rimas o pócimas humeantes en ollas de barro. No concebía evocarlo; mucho menos concebía que fuera posible hacerlo. Hasta que vos me dijiste que nosotros hacíamos el amor... Me cuestioné, entonces, si era verdad que enamorarme de vos era imposible, porque en definitiva dependía de mi decisión de hacerlo o no.
Tu manera de agarrarme el cuerpo me empezó a resultar una expresión del poder que tenías sobre él. Ibas directo a los huesos, hurgabas un rato en la piel hasta encontrar uno y después lo apretabas como para mostrarme que estabas tomando mi esqueleto entre dos dedos, y que con eso solo te era posible romperlo. Y yo te dejaba llegar hasta los huesos y amenazarlos para decirte que estaba dispuesta a correr el riesgo de que los quebraras. Así de mucho podrías lastimarme pero te dejo hundirte para dejar mi estructura en tus manos. Otro error aprendido: mostrar amor por la negativa, sacrificar algo para poder expresarlo e incluso merecerlo. Sacrificar mi integridad física o el gobierno sobre mis huesos. “Sin vos me muero”, se declara la gente. No, no me muero. Estar con vos se me volvió una alternativa de vida, y elegirla por sobre otras alternativas de vida me pareció mucho más generoso que elegirlo por sobre la muerte. Uno elegiría casi cualquier cosa por sobre la muerte, pero no cualquiera de las distintas alternativas de vida simplemente porque sí. Cómo no preferir la simetría de dos cuerpos dormidos sobre el plano de una cama tratando de sincronizar un sueño. Más que evocarse, eso se anhela. Se prefiere por la armonía que implica combinar sonidos, por el descanso que es poner a descansar los huesos en el poder de otro y por el placer de hacer el amor deliberadamente. Entre otras cosas para afirmar la vida.
Resulta que hay hasta un concurso. Y yo estoy dudando si mandar ésta:
Hubo una época en la que vos afirmabas que nosotros hacíamos el amor. En ese momento yo contestaba que no, básicamente porque no me era posible enamorarme de vos. Sin embargó resonó eso de “hacer el amor”, el amor como algo manufacturable. ¿Hacerlo cómo? ¿Con las manos? ¿Con todo el cuerpo? ¿Sin el cuerpo? Pero hacerlo. Se hacen las cosas que uno decide hacer. De chica el amor me era algo mágico (y en ese momento no me detenía en que la magia también se hace), algo que se presenta sin conjuro que lo evoque a base de rimas o pócimas humeantes en ollas de barro. No concebía evocarlo; mucho menos concebía que fuera posible hacerlo. Hasta que vos me dijiste que nosotros hacíamos el amor... Me cuestioné, entonces, si era verdad que enamorarme de vos era imposible, porque en definitiva dependía de mi decisión de hacerlo o no.
Tu manera de agarrarme el cuerpo me empezó a resultar una expresión del poder que tenías sobre él. Ibas directo a los huesos, hurgabas un rato en la piel hasta encontrar uno y después lo apretabas como para mostrarme que estabas tomando mi esqueleto entre dos dedos, y que con eso solo te era posible romperlo. Y yo te dejaba llegar hasta los huesos y amenazarlos para decirte que estaba dispuesta a correr el riesgo de que los quebraras. Así de mucho podrías lastimarme pero te dejo hundirte para dejar mi estructura en tus manos. Otro error aprendido: mostrar amor por la negativa, sacrificar algo para poder expresarlo e incluso merecerlo. Sacrificar mi integridad física o el gobierno sobre mis huesos. “Sin vos me muero”, se declara la gente. No, no me muero. Estar con vos se me volvió una alternativa de vida, y elegirla por sobre otras alternativas de vida me pareció mucho más generoso que elegirlo por sobre la muerte. Uno elegiría casi cualquier cosa por sobre la muerte, pero no cualquiera de las distintas alternativas de vida simplemente porque sí. Cómo no preferir la simetría de dos cuerpos dormidos sobre el plano de una cama tratando de sincronizar un sueño. Más que evocarse, eso se anhela. Se prefiere por la armonía que implica combinar sonidos, por el descanso que es poner a descansar los huesos en el poder de otro y por el placer de hacer el amor deliberadamente. Entre otras cosas para afirmar la vida.
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