31 de diciembre de 2007

aniversario II


No me hables desde tan cerca.
¿Por?
Porque me da ganas de darte un beso.

Decir esas cosas tiene un costo tan alto... "Me da ganas de darte un beso" y ahí nomás se contrae la panza como si me lo hubiera arrancado de ahí mismo para decírtelo.

Te lo di, ¿no? ¿Te lo di en ese momento o más tarde? ¿O me lo diste vos? ¿O te lo pedí?

No sé por qué te hago estas preguntas si me acuerdo perfectamente. Fue otro beso en secreto, esos son los únicos que me das con recaudos pero generosidad.

¿Cómo puede ser que vivamos dos cosas distintas en un mismo contacto? Digo, ¿no? Porque un beso debería ser algo como el punto desde el cual abre las alas una simetría. Debería. Y al final siempre me quedo con un gusto raro, medio a que más que un beso fue una paja. O a que más que una boca fue un punto de apoyo. Y todo eso se parece mucho a la decepción. No sé por qué le vuelvo a cerciorar si sigue pareciéndose a la decepción y a ninguna otra cosa, cada vez.

Hace unas horas me saqué las sandalias porque vi el piso del patio mojado y tenía ganas de sentir el agua fría en la planta de los pies. Camino a la casa me había estado acordando del día del corte de luz, las costillas y la pileta porque hacía el mismo calor asfixiante y la esquina estaba igual de oscura. Me prendí un cigarrillo, me senté en ese banco de plaza mareado y caí en la cuenta de que pasó exactamente un año: fue el treinta de diciembre del año pasado. Ese día se desató una vorágine de manos abajo del agua, arriba del agua y abajo y arriba de la ropa. Ese día se empezaba a gestar la simetría de los besos que iban a venir, esa que al final quedó renga.

Me acordé también del día siguiente a esa inauguración, el último año nuevo, que se abrió en un amanecer frío de olor a pólvora. Las primeras horas de esa madrugada fueron un enchastre, una irresponsabilidad discursiva -esos contextos justifican el decir cualquier cosa. Ustedes se tiraban al piso en el río sólo para interrumpirle el paso a la gente y yo me reía a carcajadas; después te paraste de espaldas al sol y me mirabas de reojo de vez en cuando.

Tengo el recuerdo fragmentado, me acuerdo más de los trayectos de un lugar a otro que de los hechos que ocurrieron en cada lugar. Prefería desplazarme. Prefería que me desplazaras vos, manejabas mi auto con tanto cuidado... En la puerta de tu casa te dije lo mismo que hace una semana: Me muero de ganas de darte un beso. Y era verdad, me moría. El costo era todavía más alto en ese momento. Había una transgresión en juego, una imposibilidad concreta contra la cual no íbamos a ir (del todo) ninguno de los dos. Me quedó perfume tuyo en los ángulos del cuello, me quedaron las manos temblorosas, pero no había habido crimen ni falta.

Volví a casa como volando. El año que empezaba era una promesa en palabras tuyas afirmada en gestos; un viaje que me iba a animar a hacer. Y me animé. El problema fue que quedé como queda cualquier viajero: sin la posibilidad de volver a casa (ni aún volviendo...) ni de llegar a ningún lado.

¿A quién le habrás mentido un beso hoy que no estuviste en ese patio para festejar el aniversario?

26 de diciembre de 2007

la secuencia con Horacio

El fin de semana anterior habíamos conocido a un artesano que llevaba las uñas sucias, varios metros de alambre rojo y otros más de discurso contradictorio. Sostenía el alambre entre los dedos mientras que con la derecha manipulaba la pinza que lo torcía y mechaba apología de la marihuana con ideas musulmanas sobre el rol femenino.

Yo estaba agotada, esa tarde. Agotada de retener todas las cosas que nunca puedo enunciar ni descontracturar cuando discuto, y venía de casa con una lona y el termo lleno dispuesta a inyectarme aire a la fuerza. La había llamado a Anya con la voz tensa preguntándole en dónde estaba. En el río. Voy para allá. Llegué, pasé por encima del tronco que separa el asfalto del pasto como primer anticipo del abismo y los pulmones ya estaban hinchados, circulaba por mis piernas una sangre nueva, más liviana, que a veces atina a hacerme correr y siempre falla pero por lo menos atina. Cuando llego al río siempre me surge fijarme cómo la tierra es minoría. La pared de piedra resiste la orilla pero el agua nunca termina de ceder, más bien muerde (aún sin olas).

Anya me había dicho que me esperaba a la altura de la feria, llegando al faro pero más cerca del río, debajo de un árbol, lejos de la murga –pero desde acá la esucho. Eran coordenadas torcidas pero confié en mi intuición y en la habilidad que me generó la miopía para reconocer lenguajes corporales desde lejos. Caminé tratando que no se me notara estar buscando porque por alguna razón, buscar me da mucha vergüenza. Escuchaba la murga, había sorteado la feria antes de saltar el tronco, y estaba lleno de árboles pero había una sola persona sentada como se sentaría ella debajo de uno. Levantó un brazo, descreída de todos mis recursos para encontrarla. Y no sé si fue el termo o la bandera de Brasil abajo del brazo, pero algo atrajo al artesano de inmediato. A mí no me importaba que interrumpiera, de hecho era un alivio que me obligara a omitirle el relato de la discusión a Anya, pero tampoco tenía fuerzas para ningún tipo de cordialidad más allá de cebar mate u ofrecer cigarrillos. Por eso fue que no expresé desacuerdo cuando, ya instalado en nuestra lona, definió el ciclo menstrual como el eterno renovar de una amnesia. Las minas, cada veintiocho días, se olvidan de todo lo que aprendieron. Una teoría de mujeres menopáusicas como únicas memoriosas posibles. Hasta le sonreí, porque la verdadera incomprensión nunca se parece a la mala leche. Hay un cuerpo que atender, nos dijo después, y el suyo estaba todo menos atendido, pero tenía noción de las bases materiales sobre las cuales descansa el espíritu. Hubiera querido cambiar de tema para contarle que tenía ojos parecidos a los del papá de la persona a la que más amé en mi vida, pero le podía llegar a resultar incómodo o desconcertante.

Siguió hablando y hablando y hablando. Nos habló de sus parientes. A todos nos gusta hablar de nuestros parientes, desde chicos. Los chicos casi siempre se jactan de ellos. Mi tío trabaja en un lugar re importante y conoce a muchos famosos, por ejemplo. O mi prima es más grande que vos, como si tener más edad fuera un mérito. Y yo contesto: ¿sí? En vez de ¿qué carajo me importa? Pero lo que contaba el artesano me importaba. Su verborragia me mantenía protegida de la mía y podía sentir los gestos faciales que emitía como respuesta cada tanto, y estaba concentrada en eso y en los movimientos mecánicos para hacer girar la ronda del mate y volver a su lugar los vértices de la lona cuando se plegaban sobre sí mismos por el viento. Tenía una ampolla en la lengua por haberlos cuidado del mate del sonso y la estaba sufriendo porque las ampollas dan esos dolores persistentes, esos que siguen cantando presente y si uno se distrae y se olvida, un segundo después se encuentra raspándola contra el revés de los dientes para hacerla doler y recordarla. ¿Por qué? ¿Por qué esos instintos masoquistas en miniatura? Si raspás una ampolla contra los dientes, duele. Aprendé, no hay vuelta que darle. Pero no había forma.

Lo escuchaba a hablar a Horacio sobre la naturaleza y el pensamiento musulmán y todo era hermosamente disonante. Y la veía a Anya discutiendo la disonancia y pensaba que ojalá pudiera compartir con ella mi forma de disfrutarla. No hay nada que decirle a Horacio, él encontró sus banderas. Y las agita y me hipnotiza el flameo. Mirá, mirá... Yo tengo descendencia árabe, por eso, aclaraba. En un momento no hizo falta explicarle nada, Anya se relajó y empezó a sonreírle más. Estábamos realmente conectadas con Horacio, con su historia, con sus parientes… Nos contó que vivía en Tigre, en el delta, que iba a tener una hija, Yumalay, y que era un viajero. Y era, eh.

Una semana después de ese domingo que conversamos con él, me llamó mi tía y me invitó a su casa en Tigre. Escuché desatenta las explicaciones de cómo llegar porque son indicaciones que me aburren tanto como las reglas de los juegos de mesa. Aparte desarrollé otro mecanismo compensatorio de una deficiencia (aparte del que genera la miopía): una poderosa intuición espacial rescata mi característica de colgada en todos los aspectos. Entonces yo iba a saber cómo llegar de cualquier forma, aún no habiendo ido antes.

El tren estaba hacinado y era una tarde de calor húmedo de esos cuyo peso siempre se acumula en las sienes. Me subí al tren entre los hombros y los brazos de tantos y dejé que me sostuvieran ellos en todas las curvas y frenazos. No me molestaba la transpiración de nadie porque me gustan los trenes cuando son un caldo agridulce de miles de tipos de personas. Y a la vieja con pinta de frígida medio que la apoya un morocho interesante –e interesado en apoyarla– pero no le importa porque el contexto lo justifica. Compartimos un tren mucho más que como compartimos un colectivo. Nos sentamos enfrentados mucho más cómodos que en los colectivos y nos miramos más a los ojos y un poco me calienta.

Llegamos al final del recorrido, me di vuelta para mirar por la ventana y cayó ese chorro de agua que se desliza por los vidrios a veces cuando el tren frena. En la otra fila de ventanas estaba el sol que se caía por entre los árboles, tachando la parábola que se le había ocurrido esa mañana en el río. La gente se dispersó rápido por los andenes… al final todos iban a lugares muy distintos. Se alejaron por la plaza, algunos, llenos de piernas largas como las de Papaíto y parecía la forma perfecta de cerrar una tarde y de poner el sol. Tenía una sensación natural de que era hora de volver a casa, de guardarnos todos, algunos por acá, otros por allá. Encontré la parada del colectivo que me tenía que tomar para completar el recorrido y me quedé ahí mirando cómo mi sombra se estiraba hasta la mitad de la avenida y cómo los autos la pisaban… y de repente me acordé de que acá vivía Horacio. En Tigre, me había dicho, ¿no? Sí, ¡sí! E hice algo bobo: sonreí, y después lo busqué, un ratito, entre la gente.

24 de diciembre de 2007

"Conceptual Incomprensible"

Llegó un buen día en que me cansé de la oscuridad y *zas*, abrí las cortinas.
Así quedó el blog.
(A ver si se contagia el contenido, enhorabuena.)

2 de diciembre de 2007

siendo la puta madre

Te tuve en lo oscuro de la entraña y te perdoné con la vida. Te tuve entre los dientes y te perdoné con la lengua. Primero te tuve quieto y ahora te tengo ido de donde dejaste sin terminar el plato y un cosquilleo expectante entre las piernas. Me diste un beso en la frente y un cuidate, mientras salías. Me cuido, me voy a cuidar.

Sólo hubiese preferido que agradecieras la vida, la lengua madre y la comida, y que te quedaras vos a eso de ocuparse de cuidarme.