Fueron días confusos los anteriores a este momento de dibujar hacia atrás. Hacia atrás parece el movimiento de una rueda cada vez que vuelve a inventar el eje.
Subí al colectivo con la madrugada todavía noche, la noche sin sueño alguno, de Retiro, con sus nuevos prembarques a los andenes, que al principio parecían funcionales porque personas como granaderos oficiaban, junto a la puerta, de instancia; pero ahora son simplemente un cartel gigante en cada una que dice "Sector de prembarque A, B, C o D (sigue?)". Cartel con letra y color. Eso sí: en vez de una, dos puertas desiertas de guardia para salir.
Nueva Chevallier anuncia su destino a Rosario a las 7:00 horas, andén 43. Confundo los contiguos: no sé cuál es el 42 y cuál el 43. Las mujeres a mi alrededor y en torno al equipaje tienen el pelo igual de seco que el cielo, y fuman, fuman, antes de subir al colectivo quieren fumárselo todo.
Finalmente encuentro mi colectivo, el que hace escala camino a Rosario, subo y escribo esto: La escalera desemboca en un pasillo que a su vez desemboca tres veces en un ángulo de noventa grados, formando un rectángulo que balconea sobre la escalera, baranda mediante, y a su vez sirve de acceso a las tres habitaciones, el baño y la cuarta habitación, ambientes contiguos que todos juntos, desde arriba, desde el plano en dos dimensiones, forman la planta alta de una casa que tuvieron mis abuelos. Un absoluto: la única casa del mundo, y un río. El río que mean los chicos desde el muelle haciendo nacer la conciencia del pito de alguien.
Recurrir a esta descripción confusa de una arquitectura más bien simple funciona sólo como una especie de placebo, me doy cuenta de esto ya con el colectivo en marcha, haciendo en lo oscuro un laberinto de camino desde Retiro hasta la costanera. Un cartel de uno de los chiringuitos: José Luis Bondiola. Describir ambiente por ambiente me calma, el resto no es más que infancia.
Tengo los oídos tapados desde la explosión, ya van varias horas, prácticamente no escucho. A pesar de que viajo en el piso de arriba del ómnibus, siento las ruedas sobre el piso como si fuera en bicicleta. Hace frío y en este universo vos existís, pero no tomás ninguna decisión.
Me olvidé de poner los guantes de dedos al aire en el bolso. La gente sigue preguntando para qué sirven si queda parte de la mano al descubierto. Ana, en cambio, entendió a primera vista. La utilidad de las yemas de los dedos.
El camino de esa ruta sale de la ciudad en la misma dirección que el que va para mis barrios familiares, pero sigue. En total, el viaje dura lo que dura cualquier siesta que se encare sobre una curva elevada por sobre el nivel del pasto, varios metros, más la elevación del piso de arriba, pero las ruedas pegadas al asiento.
Tuve que cerrar el departamento a ciegas con este tapado rojo largo hasta casi los tobillos y con los oídos tapados por la explosión. Perdía el micro.
Si no fuera por los albergues trasitorios delineados de neón que se aparecían, hubiera confundido el andar de ir a San Nicolás con el de andar en avión. De chica decía albergue transitivo, en vez de albergue transitorio; no podía evitar la confusión. Tuve que memorizar la diferencia a través de reglas mnemotécnicas para dejar de equivocarme. Una cuestión de lógica, al costado de la Panamericana, fragmentada en varias habitaciones en relación de contigüidad, algunas vacías, en otras se hace el amor. Una arquitectura efectivamente industrial. Se hace el amor. Una advertencia: Qué se le va a hacer? Peor un monoblock.
El viaje fue así de raro hasta que me quedé dormida. Cuando me desperté, todavía tenía los oídos tapados por la explosión.