5 de mayo de 2009
vuelta al mundo
A Inés y a Marcelo, que son mi norte.
Salí a la vereda enérgica, cargada de la droga que tiene ese mate que ofrece Carla a sus invitados pero rara vez ceba ella. Existen invitados vitalicios, sin embargo, que conocen la pava de esa cocina, el timbre con el que silba por el rabillo de la tapa cuando el agua está lista. La bombilla tiene sus mañas, hay que poderle al ángulo en el que se entrampa a veces porque si queda clavada ahí, el agua no pasa y nos pasamos la tarde con los dedos en la lengua, sacando palo, polvo, yerba. "Yerba buena", dice Carla, justificándonos por haber tapado el mate. Salí a la calle caminando de a saltos y preferí tomar un camino más largo para pasar por el centro del barrio y que no quedara afuera del trayecto el kiosco del koreano ni el Café de París. Tenía ganas de despedirme, a solas.
Azcuénaga hace una curva que permite rodear la plaza con el tiempo necesario para mirarla con lujo de detalle. Se hace inevitable notar, cada vez, que la vuelta al mundo que de chica me parecía inmensa, no mide más de dos metros. “Es un insulto a la sensación de vértigo y a la trasnochada sensación de infancia”, pienso, “otra traición que foguea la adultez”. En los areneros tres chicos hacían un pozo con una pala naranja y no se daban cuenta de que le estaban tirando toda la arena encima a la nena de mi recuerdo, la que llora porque quiere otra vuelta al mundo: una promesa que no se abra con un viaje y se selle con la muerte. De qué otra forma termina la vuelta al mundo si no en el punto en el que la figura se completa y se queda estática diciendo la geometría triste en la que culminan los trayectos, al menos en la superficie.
Seguí caminando y en las cinco esquinas la vereda se puso más transitada; llegué a la verdulería en donde los muchachos atienden con el lápiz detrás de la oreja para ostentar el sentido práctico que los caracteriza; ese con el que Hugo agarró la sandía que le pedí y la cortó bruta pero precisamente y separó un pedazo de dos kilos. Ni más ni menos. Hundió el cuchillo, la fruta chorreó por los costados del tajo –era demasiado transparente para imaginar sangre– y terminó de arrancar el pedazo de un tirón que hizo crujir la cáscara en un ruido seco y rotundo, antes de llevarla a la balanza.
Se clavó en dos kilos exactos: los tres ceros de los gramos se dibujaron en verde digital (parecía una maquinita del casino cediendo el golpe de suerte). Hugo simuló que no le entusiasmaba el nivel de acierto, que era natural, y dijo “dos kilitos, bonita, ¿algo más?” Se me llenó la cara de sangre; a pesar de que conocía hacía años lo deliberado del despliegue que hacía Hugo manipulando cualquier sandía, no pude evitar que me atrajera ese dominio de los hombres sobre la materia, más aún tratándose de frutos de la tierra y habiendo un arma blanca de por medio, inocente, que no rasgó en su vida más que agua y el tejido vegetal que cede sin quejarse. Tiene un magnetismo inevitable el ceño fruncido a la par del puño inflado de venas, las cejas de Hugo, negras y férreas, y la pretensión del triunfo natural. “Nada más, Hugo, muchas gracias”, me fui con la sandía en una bolsa blanca y con la boca mojada, ya me imaginaba cortándola en cubos y comiéndola con la mano en el jardín.
Barranca arriba pasé por la puerta de la fiambrería de doña Margarita. Sandra y ella tienen ese local hace mucho tiempo, y se refieren la una a la otra como “mi señora” con la seriedad con la que un embajador diría “mi mujer”. Curiosamente, la especialidad de la casa es una tortilla de papas que saben hacer con el punto justo de cada ingrediente. La tortilla se convirtió en el plato favorito de mi familia para almuerzos de días de semana, razón por la cual mi mamá entabló con ellas una relación primero cordial y después afectuosa que le permitió acceder hasta el dato de cómo se conocieron.
De ella heredé ese afán incomprensible por conocer cada una de las historias de amor domésticas y entusiasmarme con los relatos como si fueran cinematográficos. Tanto compartimos ese gusto, que a veces nos contamos las historias de amor de las cuales nos enteramos, aún si la otra no conoce a las personas en cuestión. Marga y Sandra se conocieron hace años, justamente en las cinco esquinas, a ciento cincuenta metros de donde ahora atienden a los vecinos.
Mientras pasaba por la puerta entró Pablo a la fiambrería, un chico conocido en el barrio por ser el dealer de la zona. Sandra lo vio entrar y gritó “¡Pablito!, ¿cómo anda tu mamá?”, fue lo único que llegué a escuchar, pero me resultó gracioso pensando en la variedad de merca y pepa que tiene el pibe a espaldas del jardín de invierno en donde la madre riega las plantas hoja por hoja, con un rociador delicado que humedece las plantas de manera más sutil que la lluvia. Pablito… “Bien, gracias, ¿y su señora?” Preguntó porque Sandra no estaba detrás del mostrador; Marga contestó que había estado enferma, con uno de esos resfríos de verano insoportables, pero que ya se había curado y que estaba en la cocina.
En Monasterio me encontré con Raúl, que salió de la garita en cuanto me vio pasar. Tiene una insistencia asombrosa para hablar sobre el clima y sobre la salud. Lo mecha con comentarios homofóbicos que contrapone a profundas aclaraciones sobre lo que le gustan a él, en cambio, las mujeres. Fosforecen los ojos blanquísimos cuando con la mirada busca algún rincón del cielo en el cual colgar la enunciación de La Mujer, sus formas, y sus maneras. Alguna nube que le sostenga los ojos un segundo, que deje que se abra una luz desde la cara negra y arrugada que parece de piedra. Brilla el recuerdo de una madre celestial, una catalana que lo felicitaría a él por no ser puto y le cocinaría una buena paella, si todavía estuviera viva.
“No es mal tipo, Raúl”, pensé caminando los últimos pasos hacia casa. “No es mal tipo y está solo como nadie en el mundo”. Juan prefiere la versión de que son astronautas, uno en cada esquina por esta zona, y que la garita está a punto de despegar rumbo al espacio. Los ve rumiantes en la madrugada, linterna en mano, y me dice al oído que están pensando en si realmente vale la pena dejar el planeta Tierra. No sé si lo dice para hacerme reír o para cambiarme la vida. En todo caso consigue esas dos cosas.
Una vez en casa seguí embalando mis cosas, viendo como el cartón tiene la propiedad singular de contener todo lo que uno es, revistiéndolo de forma impersonal. Cajas de manzanas y naranjas que me regaló Hugo hace unas semanas para facilitar la mudanza, se comían de postre mis libros, mis cuadernos, mis diarios. Y la habitación se iba vaciando de su nombre hasta quedarse llena de eco y sin forma de ser referida. Me pareció volver a escuchar la voz de mi mamá gritando “hace horas que estás encerrada en tu cuarto” del otro lado de la puerta, cuando la adolescencia me tenía entrampada en sombras de rímel corrido, y yo las usaba para jugar a la imagen de las lágrimas negras y llorar todos los tipos de llanto.
Encontré, en los cajones, una foto de papá, y lo miré directo a los ojos. Algo me hizo sonreír inmediatamente, como si reaccionara a un gesto que conozco, que me es familiar. Me puse seria y fruncí el ceño tan de golpe como se me dibujó la sonrisa: ¿es la foto, lo que conozco, no? “Te quería pedir perdón por no saber si tengo recuerdo”, dije bajito. Por las veces que jugamos a hacer absolutas enunciando un deseo hecho de hecho. Por lo inmortal de apellidarme, de preguntarme, de llamar mío a mi cuarto y a estos libros que el cartón se traga con la boca seca. Cuando los vuelva a desplegar sobre otra biblioteca los fantasmas van a tener caras nuevas y la sonrisa de papá va a estar un poco más lejos.
Unos meses más tarde, viviendo ya en capital, se hizo domingo tan imperceptiblemente como atardece en el Delta después de jugar en los muelles, después de buscar el Off en los cajones y girar el mate, después de llevar los hijos a las camas, bajar las voces y cambiar el tenor.
Desde el viernes anterior, la cabeza me venía dando las vueltas de un trompo cansado cuando empieza a tambalear porque tarde o temprano la fricción le gana a la velocidad, y uno necesita un lugar para caer de costado: Mi casa, mi barrio, mi río. Ningún otro lugar me conoce tanto el perfil de la siesta sobre la almohada. Así que me bajé del tren que traía la transpiración de la ciudad cargando la ropa sucia en un bolso, los pulmones que silbaban y el maquillaje que no se quedó las sábanas; y empecé a caminar sonriendo y contando los toldos de las cuadras.
En la puerta de la verdulería, Hugo terminó de ponerse el lápiz detrás de la oreja y me saludó afectuosamente a través de la cortina de flecos de plástico, gritando que cómo están mis cosas y sabiendo que no necesita saber a qué se refiere con “mis cosas”, lo que sea que te tenga justificadamente lejos. “Bien, Hugo, muy bien. Gracias”.
Seguí camino hacia la barranca, la fiambrería estaba cerrada y de la garita de Raúl no había rastros. Finalmente habría despegado, es que valía la pena dejar la Tierra, y me lo imagino durmiendo en un cráter de la luna, con la panza llena de paella.
A la vuelta de casa vi cruzar la calle a un perro suelto, solo, no sin antes pendular el hocico hacia los dos lados –es que los perros no saben en qué sentido corren las calles pero no son pelotudos. Cruzó en diagonal cuando confirmó que no venía ningún auto, y siguió; tenía un andar un poco saltarín sobre sus cuatro patas, era pelirrojo y parecía limpio, un perro de familia bien. Capaz salió a pasear un rato, a buscar la aventura de los gatos huérfanos que se le plantan arqueados porque él es perro pero de poca calle. La suficiente calle como para saber que se cruza todo lo lejos que le permita la posibilidad de volver; y en diagonal, cosa que el perfil tenga perspectiva de lo que se va dejando de lado.
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