Anduvimos un camino entre ramas sueltas, las agarrábamos del cuello para arrastrarlas unos metros y después las devolvíamos al río de asfalto que se volcaba barranca abajo. Nosotros subimos como si la música nos hiciera liviana la contracorriente. Al terminar el trayecto y sentarnos, la esquina de la cuadrícula abrió un portal de noventa grados. Tuvimos que ceder a algunas convenciones para darnos un beso y atravesarlo, pero agradecí que esperaras un segundo, en pausa, cuando estabas llegando a mi boca, y me diste ese tiempo de imaginarlo, primero. Del otro lado de la esquina –a donde sea que hayamos accedido luego de un rato de estar sentados sobre las piedras– caí con resistencia, agarrando las ramas que quedaban para ver si lograba quedar colgando de alguna, pero estaban todas sueltas y me dijiste que si lograbas pescar un pejerrey con una de ellas, yo me iba a tener que casar con vos.
El aterrizaje no fue violento porque me tenías anudada de la cintura, dijiste que el abrazo me amarraba justo, y seguiste hablando hasta que sin interrupir ni avisar te pusiste a cantar algo de un momento de ronca confesión y de preguntarle a la luna si se puede volver atrás. Con el tiempo me acostumbré a retomar el tema y seguir hablando con naturalidad cada vez que se te termina el pedazo de tango o canción que querés entonar porque combina con el barrio, tu reflexión o la morocha; terminé accediendo a suspender la charla para ponerme a escuchar qué tenés pensado hacerle a este cielo con la voz, qué tenés pensado hacer con esos ojos de párpados oscuros, almendras tostadas, con la nariz de payaso y la boca tirando de los hilos de la pausa. El silencio lo sostenés hasta pedirme disculpas por estar callado.
Cómo te culpo si no con besos que te desarmen los rasgos de la cara de a uno, a mordiscones, diciendo como las leonas que el tema no es el reinado. Es el claroscuro de los dientes y las almendras, el agridulce, bizcochito, el mate frío, el amanecer arrepentido atrás de un sillón de cuero; sos vos viendo con la lente que inventa la mirada fruncida, acribillando con el pensamiento, siempre a empujones limpios y polvos sucios que se empiezan en las veredas hasta irse de las manos.
Pendeja de mierda, te voy a cagar comiendo el alma.
Incluso si podemos insistir en hablar de la luna como si hubieran imágenes poéticas disponibles, si los trucos de tu música burlan mi sentido intuitivo de la orientación, o si efectivamente pudiéramos masticarnos lo que sea necesario para quedarnos con el otro, hay ríos a espaldas de mis gestos que navego a pesar de tu voz desde la orilla preguntándome a dónde me fui; yo soy del agua, también. Y si entraras a nado de brazos muy abiertos, sacudiendo la corriente para dominarla, te encontrarías con la lógica densa de su dominio.
Es que si me dispusiera a contarte con lujo de detalle qué gesto –macabro, suponemos los dos– se me dibuja abajo de las máscaras; cómo es el alma de la mamushka, en cuál de las introversiones se escapa por el rabillo del ojo o por una flor del delantal y nos hace el truco de desnudarla con los dedos hasta los huesos y nunca encontrar nada más que un camino infinito de muñecas reproducidas en su propia entraña; no se puede.
Una vez soñé con una mujer gigante, de dimensiones sobrenaturales, de rulos volcados anárquicamente sobre la espalda encorvada y los ojos inmensos, que vivía en un universo de puertas convexas e instituciones montadas dentro de carpas –asumidas circo– y que no hacía más que llorarle a una jaula de hámster vacía una nostalgia imposible. Imposible querer tanto a un rata que ni siquiera había tenido la destreza de hacer girar la ruedita. Ella permanecía sentada sobre el piso de azulejos de la cocina, mirando la jaula estática y sonándose los mocos con una sábana rayada. Contaban en ese universo, que un día el hámster apareció tumbado, tumbado como dormía, pero del todo.
No sé si te lo cuento porque es el único recuerdo que tengo a mano después de todo el tiempo que pasó hasta hoy, en tu cama, que me mirás y leo algo que pregunta. Si supiera qué dictado de ley hubo entre la viuda de la rata y la que te contesta la pregunta con el mismo juego que nos hacen las muñecas… No sé, y la incertidumbre se repite indefinidamente en este camino hacia adentro.
Si alcanzara con confesar que soy esa gigante con la conciencia puesta en un hámster, a quien la rueda se le quedó girando en ruleta rusa a punto de disparar todos los tiros vacíos… Así podría haberme presentado (así me presenté) esa vez en el Abasto, pero ya no soy esa, porque así no se juega a morir. Faltaba un riesgo verdadero.
Recién llegados, nos encontramos una tarde en plaza Francia, nos acostamos sobre el pasto y me señalaste un árbol crispado, pelado, que te encanta. Un árbol que dice como Cortázar “al final está la muerte”. ¿Y al principio? Al principio está la muerte, también. Al final y al principio: plantada fea y a la vista, como el árbol, pero es tan fea que las otras personas acostadas sobre el pasto ni se dieron cuenta de que estaba. En el medio están tus camas angostas, y todas las plazas en donde la rueda quede quieta, en donde el hámster le devuelva la conciencia a la señora, aunque sea unos minutos, para que ella pueda asumirse así de grande e incompleta y pare de llorar, y mire, la puta madre, y se asome a una ventana.
La ventana daba a un bar del Abasto en el que se escuchaba tango y se comían empanadas. Yo fruncía los ojos chicata buscando las ojos chiquitos y lejos del cantante, mi amigo japonés fumaba chinos en la puerta, vos te aburrías, la mandíbula rígida de Julieta se le resistía al relleno de la empanada, te me sentaste al lado, Román anticipaba otro desamor casi antes de identificar que le gustaba Tamara, vos me dirigiste la palabra. En una sucesión de ficciones todas nuestras nos encontramos pendulando el peso de la carne sobre la misma hamaca paraguaya, sobre lo cierto, extendiendo las lenguas en todos los planos de diálogo posibles: terminamos dándonos cuenta de que el mismo pasillo nos saca de la noche y nos mete en un departamento de luces con Parkinson y persianas americanas que abrís y cerrás con la torpeza de un gaucho si atrás amanece.
Pero la historia de mi imaginación no cabe en ningún relato y hasta delineando el perímetro que delimite dimensiones, máscaras y secretos de hace mucho, no te puedo acercar más que a ese borde. Podemos compartir arena en la orilla –el agua hasta los tobillos– y mandar el nylon con el latigazo de la rama. Seguramente comeremos pejerreyes, pero sólo los que hayan resignado el reinado por una rica carnada: almendras tostadas, tu boca tirando de los hilos de la pausa, tirando de la mía, trayéndome como a una sirena de la cola con la torpeza de un gaucho y preguntándome en dónde estuve.
Estuve en el agua, y ahora estoy blanda como una sonrisa.
4 de abril de 2009
abasto magno y helena sirena
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