En todo caso creo que hay diferentes tipos de viaje y que unos buscan y otros distraen. Allá con vos yo confirmé que nunca más quería hacer viajes de los que distraen y sufrí el dolor de todas las playas con olor a mar y a eucaliptus que no iba a volver a pisar.
Clara siguió casi hasta el final de los días en los que viví en casa pensando que a mí me interesaba gobernar el control remoto de la tele. Las cosas estaban muy diferentes, era el primer verano en el que yo sentía que la sensación de libertad de las vacaciones duraba realmente poco, no más que un par de clavados en la pileta, hacer unos largos y salir, sin que flote en el agua ni una colchoneta, sin cucharas para bucear en el fondo, sin Marco Polo, sin bombitas de agua. Todo ese plástico que hacía que el verano se estirara como un chicle y pareciera eterno –pero sobre todo muy pleno y muy aislado de lo que pasaba el resto del año– se había agujereado en el garaje del invierno y era imposible de componer.
Mantuve la casa en orden, lavé, colgué y planché la ropa, pinté paredes, me las vi con la burocracia, en enero: todas cosas de este mundo. No había tiempo para luchar por el poder simbólico si llegaba una tormenta y yo había dejado ropa colgada en la terraza, si la luz se cortaba, la heladera dejaba de enfriar, con nuestra comida adentro… Entonces me preguntaba a cambio de qué había sacrificado el Marco Polo, por qué tenía que aceptar que nunca más iba a correr por el borde de la pileta con los ojos cerrados. Nunca fue un peligro, por mucho que se preocupaban las madres, porque con los ojos cerrados habíamos aprendido en dónde estaba el borde, no cabía la posibilidad de caerse. ¿Tierra? Nadie. ¿Agua? Todos. Los demás estaban en el mismo caldo de pileta de tarde, igual que uno con los ojos vendados, y había que atrapar a alguno. Reconocer a alguien era la única salvación de la ceguera.
Regué las plantas cada vez que bajó el sol. Para conservar los juegos más íntimos, elegí regar descalza y divertirme si me ensuciaba los dedos de los pies con la tierra de las macetas cuando rebalsaban. Tampoco me olvidé de inhalar hondo cuando el patio empezaba a ponerse realmente húmedo y las flores goteaban, ni de la superstición femenina de hablarles un poco a las hojas, pero para adentro, en voz muda, cosa de que no se enterara ningún vecino, pero regué como una adulta, desde la comprensión de la biología, más allá de la sensación inmediata. Estas plantas necesitan del agua para vivir. De hecho eso fue lo único que me reconfortó el día en que explotó la tormenta: Bueno, mejor para las plantas.
Juan se enferma todo el tiempo, pero no te asustes, nada grave. Simplemente me hace sentir que debería andar con una riñonera llena de fármacos encima, curar sus anginas o acideces repentinas y soportar que él las manifieste como las manifestaría un chico: quejándose de su fragilidad como si sólo fuera un obstáculo externo que entorpece el camino. “Es tu salud, Juan”, le digo, para que trate de cuidarla. Termino de decirlo y escucho cómo suena a nada. A brindis, a lo sumo: Salud. A vaso de whisky. La contracara de esto es que así como enferma, se dedica a aprender mi lenguaje, el lenguaje de mi discurso, de mi sensibilidad, de mi gestualidad, el lenguaje de mi placer, y encima después de eso se queda: desayunamos juntos. Come unos cereales de miel que descubrió acá en casa que le gustan mucho, y prefiere que estemos afuera, sobre todo cuando hay lindos colores en el aire o luna.
Nos pasamos horas fabricando cosas hasta que nos agotamos, y para descansar jugamos a tirarnos del pelo. Cuando me inmoviliza, con toda la cabeza tirada para atrás porque tira su puño de mi nuca, me muerde la pera y dice "te voy a arruinar la piel a besos." Siempre con sus "eses" aspiradas. Es como si hubiese encontrado a alguien con quien no da miedo jugar al Marco Polo a pesar del tema del borde y de los ojos cerrados.
Con los quehaceres domésticos no se entiende, no es su plano, pero con una ternura inmensa se acerca a aprender el dominio de un rodillo y de un balde de pintura o de los broches para colgar la ropa, y yo le enseño con un aire despótico que ya se me está apagando. Ya va perdiendo sentido.
Así que me puse a pensar en cómo uno puede tener la brújula realmente dañada a la hora de andar buscando o viajando, y en la suerte que se tiene cuando se huele mar y eucaliptus en un mismo viento y algo del olor es familiar porque se parece a lo que hace bien e hizo bien siempre. Acá llegué a algun lado, ¿sabés?
La noche que me acordé de ese perfume, un día antes de mudarme, Clara me dejó en la almohada dos chupetines y una nota con carita feliz que decía que me quiere mucho. Y fue como estar nadando para mantenerme a flote, en lo hondo, con los ojos vendados, preguntar ¿agua? Y que ella conteste: yo, acá, al lado tuyo.