Me dirijo a usted para hacer alusión y analizar un poco más en profundidad la sucesión de eventos que no hacen más que esclarecer y confirmar mis sospechas. Se trata de un complot. En mi contra, por supuesto. No se anime a fruncir el ceño ni a pasear la pera de derecha a izquierda y de izquierda a derecha hasta no haber llegado a la tinta espesa de mi firma. Hay pruebas y relaciones que imposibilitan cualquier otra conclusión.
Usted ya lo sugirió. Habló de cómo mi hermano, Pablo, le hizo un llamado telefónico y le ofreció sus favores sin más (a cambio, quiero decir). Bueno, me animo a decir, conociéndolo, que eso es imposible, doctor. No sólo no es factible, es imposible. Si no me equivoco me introdujo la conversación que tuvieron diciendo que gentil o subrepticiamente él se apareció del otro lado del teléfono con un tono agudo de vocación de servicio… Sin duda subrepticiamente. Y el hecho no desafina con el tenor del plan que Pablo viene diseñando hace años, cuando se me hizo la oferta de trabajo y yo acepté a desgano. Lo acepté a desgano porque no se condecía con mis aspiraciones artísticas y porque, sin duda, un trabajo mecánico de oficinista arruinaba la posibilidad de seguir militando. Una cuestión de imagen, sabrá comprender. Pero en definitiva era un sueldo fijo. Mi hermano, en cambio, había esperado desde su niñez el momento en que se abriera una puerta para empezar a hacer carrera en la empresa mediocre de nuestros tíos. Mis tíos no lo creyeron adecuado para el puesto, cosa que jamás le confesaron. Y ahí se libró una guerra para conquistar el espacio simbólico que significaba esa oficina. Una cueva, para mí; un acceso para él. Somos hermanos, doctor… Piso, derecho de piso, sucesión, primogénitos, genes: distribuciones –aleatorias y criteriosas– intrínsecamente injustas. Por definición injustas. Injusto había sido desde el primer momento compartir un útero tanto como no compartir la placenta; desde ese momento prematuro aborrecemos compartir las cosas tanto como no compartirlas. La empatía se vio imposibilitada por haber vivido distinta a la misma madre, al mismo gato y la misma muerte: Avatares de la infancia que bifurcaron nuestro camino en distintos andariveles. Y la tensión se electrificó aún más con el tiempo y la convivencia, sobre todo ahora que compartimos un dos ambientes, vista al estacionamiento de un restaurante chino. Este detalle aparentemente irrelevante fuera del contexto de revista de inmobiliaria, en realidad no es un detalle, porque acrecienta las posibilidades de que la mafia china esté involucrada en el complot. Mi hermano los contrató, sin duda, para deshacerse de mí y despejar el camino sin mancharse las manos con mi (y su) sangre. Pero no cualquier mafia china, porque puesto en esos términos suena hasta hollywoodense. Se trata de una organización que centraliza clandestinamente el poder sobre todos y cada uno de los mercaditos y restaurantes chinos (porque están todos ligados, por más que nos parezca imperceptible o a pesar de que sean todos tan similares que uno no se detiene a fijarse si están conectados o si son simplemente uno solo, un déjà vu geográfico, un local abierto hasta más tarde… chow-fan, chop-suei, dai-gual). En esos templos de la gastronomía exótica –ya más bien ex exótica, de tan incorporada– rigen normas que nos resultarían indescifrables aún si nos las explicaran manual mediante. Normas, justamente, de derecho de piso, que nos hacen pensar aberraciones como que el darwinismo aplica hasta en oriente o que en realidad no hay demasiada diferencia entre un sable legendario que tajea el aire, una lucha entendida como un arte; y la imagen de una mágnum apretada por el puño de un rubio a medias rapar que masca de costado un chicle rosa y se jacta de un sentimiento de pertenencia heroico e infundado.
Yo tenía la idea naïf de que los orientales estaban librados del Dios al que se le ocurre bendecir sólo porciones del continente americano y pensaba que no se veían afectados por los contra-ataques de los otros continentes a los que la idea, teológicamente, no los convence… Yo tenía la idea naïf de que ellos estaban al margen de este tipo de lógicas lineales y dicotómicas de idas y vueltas, de buenos y malos, igual que como se desentienden de la leche vacuna. Pero no: Resulta que cada supermercadito paga el derecho de piso, cumple normas, responde a hermanos mayores y a ancestros fundadores de las primeras góndolas alternativas y fluorescentes de las calles del Once. Y se dice que violar estas leyes se paga en algún rincón del bajo Flores, con la vida. Decenas de chinos han muerto en esas calles tras el abandono de los homicidas y la negligencia lógica de los vecinos que pecaron de hispano-hablantes más que de negligentes y no supieron comprender el pedido de ayuda en chino mandarín (Es más, no lo habrían entendido ni doblado al español porque su agonía es conceptualmente distinta y por ende también es distinta su forma de expresarla).
Es principalmente por eso que recurro a usted, doctor, porque si efectivamente él se contactó con esta gente a través del restaurante de enfrente, si los hizo partícipes de su plan, me quedan sólo días de vida. Y como no conozco el bajo Flores, no voy a tener forma de percatarme cuando el taxista que elija –como siempre, sin criterio– se esté adentrando en
Usted dirá que no tiene forma de evitarlo más que acompañándome cuanto antes a hacer un recorrido detallado del barrio para que me sea posible reconocerlo en un futuro. Pero no. Está bien así, doctor, porque no pretendo evitarlo. Más bien intento que quede al menos un testigo de que advertí perfectamente la forma en que mi hermano adquirió una destreza casi natural en el dominio de los palitos chinos, así como también noté el hecho de que cambió la sal por la salsa de soja y comenzó a usar cinturones negros. Quiero que sea usted el primero en saber que el portero me informó que lo vio a Pablo redondeando el trato con los chicos del delivery del restaurante en un español rústico pero suficiente para abordar la materia, y que cuando encontré el sobre con la multa fotográfica que le hicieron por estar mal estacionado en Juramento y Montañeses ya no cabían dudas: usted debe saber que todos éstos no me resultaron sucesos aislados entre sí. El hilo que los enhebra es la médula del plan macabro que resultará en una vacante: Un escritorio pelado y su respectiva silla con respaldo reclinable y con el espacio vacío y listo para un culo nuevo que bien podría ser el de mi hermano. Que bien quiere mi hermano que sea el suyo.
Habiendo esclarecido los intereses que diseñarán mi muerte, habiendo descubierto de antemano el ejército en las sombras que espera agazapado, ya no me importa morir ni convertirme en el culo que no está frente al escritorio, porque me propongo como un mártir de los que sólo occidente podría ofrecer. Esto es fundamentalismo, doctor. Con tal de terminar de descifrar el acertijo, de armar el rompecabezas, o más aún: de demostrar que pude descifrarlo, seré capaz de sacrificarme. Queda en sus manos la parte de divulgar la historia del hombre que resolvió el Sudoku borgiano de su muerte y para probar su acierto se entregó, sin más (a cambio, quiero decir).