Mabel tiene la cartera colgada del hombro. Ya no se la saca cuando sale, lo decidió hace unos años, que no se la iba a sacar ni para hacer pis, que se podía acostumbrar al peso que ejercía como si fuera otra extremidad donde lleva caramelos que se desenvuelven tirando de las dos puntas. Hace un año que no se saca la cartera más allá de las paredes que delimitan su departamento, así que tampoco se sacó la cartera mientras esperó a Catalina, a pesar de que Catalina se retrasó quince minutos porque no calcula que últimamente tarda más en caminar la cuadra que separa la puerta de su casa de la del PH de Negra. Ni calcula que ya no calcula.
Entró tan solemne como solemnes la esperaban ellas. Salvo Negra, que tuvo que pararse para responder el timbre, las demás casi no levantaron la vista del mantel cuando cruzó el umbral de la puerta de la cocina y se sentó en la silla que quedaba libre.
Ya les traigo el té.
Con este anuncio las miradas de Mabel y de Porota volvieron, se encuentraron con la recién llegada Catalina.
¿Había tránsito en la vereda?
Un piquete.
Con razón.
Negra dispone las tres tazas al alcance de las demás y se sienta con la suya. Sorben de a poco, de a una, como si se turnaran para hacer un sonido sutil pero desagradable. Se nota que está demasiado caliente, o que a ninguna le gusta, pero hay que terminarlo antes de ir a la plaza, advierte Negra, porque la que no lo termina, no va. Una vez que el estómago y las manos que sostienen las tazas se ponen tibias de té, que dejan de temblar el pulso y entonces enderazan todo lo que pueden la columna, abren los ojos y parece que la cara se limpia, se ponen a conversar. Comenta primero Porota.
Roberto volvió a quedar congelado.
¿En serio? Qué macana, con lo bien que se lo veía.
Estaba lúcido.
Habrá sido la mejoría de la muerte.
Está congelado, no está muerto.
A mí me trató de seducir.
¿Qué decís, Mabel?
Mabel se queda callada, como en penitencia, y con la mano agarra la correa de la cartera y la incrusta más sobre la clavícula. Las tazas van mostrando sus blancos de fondo. Catalina sonríe y tiene las cejas levantadas en posición fija de sorpresa, o de soplar velas de cumpleaños.
A las cuatro y media están instaladas al aire libre. De la boca de la línea C del subte, sale un camino de adoquines que se bifurca pocos pasos después del último escalón. Hacia la izquierda se despliega una alfombra, como un rompecabezas, de tapas de películas, que toma casi la mitad del pasillo. Tomando la dirección contraria el camino de piedra bordea el arenero. La tierra desde la que se levantan los árboles está medio metro por encima del nivel de la calle, y se delimita con piedras como las del camino. Ahí se sientan las viejas, todos los días, cuando llegan a la plaza. Eligen ese lugar porque en un banco no entrarían las cuatro. Porota es la única que ocasionalmente se para y mira las películas, o le hace un comentario a alguno de los nenes del tobogán.
Cuervo.
Le dice eso a uno negrito, chiquito, que está sentado en la cima y mira para abajo aterrado, como si fuera posible que el tobogán no termine en la arena y que lo hunda para siempre.
Porota, dejá tranquilo al chico.
Que el chico me deje tranquila a mí.
El chico no te está haciendo nada.
¿Cómo qué no? Se para ahí arriba y me mira como si fuera carroña. Cuervo, buitre.
Ya no la escuchan, además tienen la expectativa de que el niño se defienda solo, Porota le dice el nombre de un ave distinta cada vez que vienen a la plaza, la madre debería decirle que tiene que defenderse.
Catalina empieza a tirar la cabeza hacia arriba, el cuello todavía obedece bien el antojo de la mirada. Tiene ojos despiertos, azules. Mira fijo el cielo mientras sostiene el peso de la cabeza en la nuca. Es un día nublado gris parejo, pero una rama de árbol anciano atraviesa las nubes, varios planos antes, y Catalina se queda mirando cuánto se aleja la rama del tronco, tanto que va a parar por encima de su cabeza, y entre ella y el cielo, y ahora las nubes grises están entre sus hojas. Lo cierto es que las demás viejas la tienen sin cuidado, de hecho si le fuera posible conseguir el té por su cuenta, vendría sola o cambiaría de plaza, inclusive, buscaría una más frondosa, con árboles de los que se les ve la sabia o los que en algún momento del año dejan caer la flor amarilla que pisada larga un olor horrible. Tipas. Dan buena sombra.