29 de marzo de 2008

la luna y alcauciles

La curandera escurre un trapo entre los dedos que de tanto escurrir quedaron un poco arrugados, sobre todo en las yemas, pero siguen siendo suaves. Cae un agua oscura. Después repasa la mesada de la cocina sin mirar, conoce las dimensiones del mueble de memoria. La vela está prendida detrás de ella y dibuja su sombra como la de una hechicera que vuelca hielo seco en un vaso, y luego agrega bigotes de gato y hojas secas. Pero en realidad, corriendo el juego de las sombras, simplemente está haciendo un jugo de alcauciles. Vuelve al cuarto contiguo y apoya el vaso frente al paciente que la mira como a una mamá, habiéndole entregado su salud con sumisión infantil. Le indica que se lo tome todo, el hígado va a sanar. Él lleva el vaso a la boca, ve con ojos bizcos cómo el líquido se precipita hacia su garganta tratando de no pasar por la lengua, para evitar el gusto amargo, y cuando al fin termina, descubre en el fondo redondo del vaso una luna llena, la misma luna que había estado manejando como a marionetas la marea que se fue por su garganta. Le devuelve el vaso vacío con un gesto de labios fruncidos que todavía contiene el gusto del jugo, pero lo soporta porque sabe que el hígado va a sanar. No quedan preguntas, el dormitorio es un solo silencio. Después de dejarle las monedas de oro, el paciente sale a la calle y descubre en el cielo una luna húmeda. La misma luna que le hizo el jugo con dos manos, que le sanó el hígado dos horas más tarde y que prescinde de ciencia, porque tiene memoria.

meant

Brad Holland
http://www.bradholland.net




24 de marzo de 2008

cinco sentidos

Esta secuencia no es ficción, cualquier parecido con la realidad es mera buena memoria del escriba.

- Bueno, repasemos, entonces. Tenemos el sentido ¿del?

- ¡Tacto!
- Muuuy bien, Juani. El del tacto es uno. A través del sentido del tacto nos damos cuenta cuando las cosas son ásperas o suaves, por ejemplo. Bárbaro. Y también tenemos el sentido ¿deeeel?
- ¡Olfato!
- Claro, del olfato. En nuestra na-riz. Muy bien. ¿Qué más? El sentido de ¿laaaa?
- … No sé.
- Dale, Oli, pensalo bien. No hay apuro. De ¿la?
- Ah, ¡de la vista!
- Excelente, Olivia, de la vista. Vemos el pizarrón, los paisajes… por el sentido de la vista. Buenísimo. ¿Qué otro, chicos? El sentido ¿deeeeel?
- ¡Humor!

17 de marzo de 2008

el sol y confites

Se hace un esfuerzo con las uñas para abrir los primeros dos tajos a los costados de la cara, justo antes de las orejas, y después se tira de la piel con dos pulgares y dos índices, con dos pinzas de dedos (igual que como se tiraba de la voligoma seca sobre las yemas de los dedos para ver la impresión de las huellas digitales). Sacar una y otra capa y descubrir un juego de máscaras como mamushkas en el que el segundo estrato siempre se convierte en el primero apenas el último pedazo de piel cede y se suelta de la punta de la nariz. Entonces nunca hay un verdadero profundizar ni un verdadero desnudar. Se pierde la noción acerca de si existe el trayecto lineal hacia un núcleo; se cuestiona la convicción de que debajo de la epidermis, tirando y tirando de los tejidos, tanteando con los dedos en el agua sucia, en la sangre espesa, se va a encontrar un gesto primario, independiente del accionar de los músculos, que revele una gran y sola cosa. No está. Me acuerdo de que la primera vez que abrí las muñecas rusas, la sorpresa de ir encontrándome con una reproducción de la anterior, más chiquita, a lo sumo con otros colores, era inmensa; pero seguía abriéndolas para ver si finalmente aparecía otra cosa, no la misma en versión pequeña. Algo que no fuera ni siquiera una muñeca. Creo que hubiera tenido más sentido que en el corazón de la última mamushka esperara un caramelo o un confite. Algo así de redondo y de dulce y de un solo color. Un premio. Entonces en la búsqueda del confite que se cree que debería haber debajo de las propias máscaras, se recorre un laberinto convencidos de que es un camino inverso al tiempo, regresivo, sí, pero porque en el inicio, en el nacimiento, habría una revelación. Sin embargo nos encontramos con rulos y rulos y ochos y pozos y escaleritas, escaleras caracol, y personajes, Alicia, Bowie, donde lo onírico no hace más que explicarnos que éste era el pedazo de aprendizaje: este pasear, mutar, errar. No puede ser. Tiene que haber un sol que atraiga y despliegue con criterio. Un sol que tire, que afloje, que alumbre, que hierva un aire que sólo después se templa en la resistencia de la carne. El gesto que aparece en la expresión, el débil (cejas que se levantan, sonrisas tímidas, a lo sumo un llanto ruidoso pero no tanto), pasado por agua y por atmósfera, tiene que venir desde un centro a medio camino hacia el otro lado del mundo. Un núcleo rojo, certero como todo lo caliente, del que no estuvimos cerca nunca. Y quizás deberíamos resignar el orbitar en contramano.

11 de marzo de 2008

son of a preacher man

Fumar o explotar burbujas de plástico llenas de aire, de a una. Volver a fumar. Hacer té, ¿alguien quiere un té o un café?, porque me voy a hacer uno. No, no me cuesta nada. Hacer dos tés y dos cafés. Y para acompañar el té, prender otro cigarrillo. Cambiarme de sillón porque el que se desocupó es más cómodo. Los demás hacían más cosas que explotar burbujitas y charlar. Nos tenían a nosotros para las pausas en las que hacía falta repasar un par de cosas y retomar la marcha; nosotros siempre estábamos ahí, abiertos a la consulta, en los sillones. Pero después, una vez que se decidían, volvían a salir llenos de ímpetu, sin decir chau, cerrando la puerta apenas fuerte, a hacer lo que hubiera que hacer... y nos encantaba quedarnos solos pero tampoco podíamos hacer mucho con eso. Entonces hablábamos y hablábamos sobre lo que no podíamos hacer. Sobre por qué no lo podíamos hacer. Sobre cómo hacer para no hacerlo. Sobre cómo sería si lo hiciéramos. Después hablábamos de cuánto mejor la pasaban ellos que se habían ido del departamento a apretar en alguna esquina. Yo me las pasaba tratando de coordinar respuestas inequívocas con el otro andarivel por el que avanzaba mi cabeza, barrenando sobre un torrente de interrogaciones mudas acerca de cómo explicarte que el ventrílocuo detrás de mi discurso era una nena con miedo. Tamara se dio cuenta sin que le explicara nada. En un momento estábamos haciendo la cantidad de cafés que nos habían encargado y yo buscaba cucharas, abría todos los cajones para evitar mirarla y que se diera cuenta. Me sonrío y me dijo con un tono burlón, como imitándome: “Quiero volver a casa porque me da miedo el pito. Útero, útero.”. Hija de puta. Me cagué de risa. Yo desplegando una sintaxis compleja entre taza y taza y pucho y pucho cuando en realidad era un solo miedo. Como la Sagrada Familia… Nos sentamos en frente de la iglesia, especulando sobre el lugar del accidente fatal de Gaudí. Les dije que quería sentarme a fumar un cigarrillo mientras mirábamos la fachada, cada detalle, cada cara, el árbol, y descubríamos más cosas y descifrábamos la sigla de hierro en las rejas y en el centro de una de las torres y te escuchábamos contar la historia del monumento con esa entonación encantadora de guía turístico. Nos quedamos paseando en la asimetría. De repente Tamara y yo nos reímos porque en la vereda, justo al lado de la puerta, dos perros que venían en dirección opuesta se encontraron y después de acercarse los hocicos hasta tocarse las narices, cruzaron los cuerpos para oler el culo del otro. Y se quedaron quietos un rato, los dos tranquilos, como si olerse el culo mutuamente fuera un formalismo, como el “¿qué tal?, ¿tus cosas bien?” perruno. Se superpusieron esos dos planos: la Sagrada Familia con toda su complejidad arquitectónica, su poesía submarina, esa forma de que una fachada resulte como un bosque que se recorre con los ojos, y adelante los perros con el hocico estático en el culo del otro, los dos moviendo la cola contentos por el intercambio. Era perfecto.
Nosotros en los sillones, hablando, hablando, hablando, tomando té en tazas que se abrazan con las manos u oporto en copitas que se agarran con los dedos estirados, dándole vueltas discursivas y giros sintácticos a la imposibilidad de tocarnos, no teníamos más que ganas de oler el cuerpo del otro, morderlo, conocerlo. Y como eso es demasiado básico hacemos iglesias, miramos iglesias, tomamos café, conversamos. Y nombramos todas las cosas. En el nombre del padre, nombramos. En el nombre del hijo y del cuerpo que sabe que cuando nombra toma para siempre distancia, respinga la nariz y corre los ojos. Porque total ya está dicho. Justo nosotros dos, hijos de padres que predican la acción dramática.

2 de marzo de 2008

recuerdos de parís

Se va a diluir.
¿Se va a diluir?
Sí, sí, se va a diluir.
¿En qué otro líquido?
¿En qué color se pierde una luz que hace cosquillitas?
Sobre la noche no se pierde. Más bien ilumina.
¿Sobre qué ciudad pasa desapercibido el hecho de que se levanta una torre, más de trescientos metros hacia arriba?
En París no.
¿Se deshace el camino que andamos juntos sobre un puente del alma?
Y si no se deshace, si continúa, ¿cómo es que se bifurca?
Y si se bifurca, ¿cómo tomo, entre los dos, el que me devuelve a casa?
Ya no quiero volver. Mentira que yo no tenía nada en juego, eso era lo que estaba arriesgando yo: mis ganas de volver. Y las perdí.

Pude, sin embargo, irme de viaje, lejos,
a descubrir que no hay ningún lugar al que pueda ir sin mi cuerpo.
Creí que eso era todo lo que tenía para descubrir hasta que me mostraste
que tenía que irme lejos justamente para descubrir mi cuerpo, no para abandonarlo.

Ahora seguramente va a decir un oráculo al que me da bronca cederle la palabra. Si me dejara hablar a mí primero, antes que las monedas, me gustaría decir: No, no, no se va a diluír; uno no se habitúa a las cosquillas y no hay colores como los que se dibujan en los contrastes de esa ciudad. Tampoco hay contraste como ese con el que marcaste el perímetro de mi cuerpo, a mordiscones, justo antes de que yo subiera las escaleras apurada a tomar agua y comer frambuesas para recuperar la humedad de la sangre; para recuperar el color de los labios, el color de la boca de piquito que imprime un beso y espera que no se diluya. Se va a diluir tan poco como lo poco que se diluye la torre en el paisaje cada vez que es hora en punto. Y yo no desando ningún camino porque no ando de paseo. No estuve de vacaciones.