festejando los sentidos
2 de julio de 2013
22 de enero de 2012
enero del año pasado
Un calor estático sin pena ni gloria. Un aire áspero que lastima el pecho si se lo respira y no queda otra, se lo respira. Igual abro las ventanas de par en par, me pongo los anteojos porque también soy miope para mirar el cielo y noches así hay que rezar o leer. Suena el teléfono del piso de abajo. Sigue, se ve que no está, era verdad lo de sentirse sola.
2 de mayo de 2011
viejo truco crudo
Vos en la música estudiando la vibración en el transcurso del tiempo
y sin edad.
Se enfermaron los ojos de mi hermano
como si se hubieran deshojado, justo ahora, el frío empezó a entrar.
No consigo dar respuesta
······································para mi hermano.
Vos en las cuerdas contra el aire, no hacés más que soportar el embate.
Regresar y apartarte como un elástico
necesario.
Camino las calles inclinadas hacia abajo como camino a un pozo.
Suenan talones huecos
····································que se apartan de la voz.
Las baldosas son teclas, enseguida el movimiento de las piernas
hace agua de pensar en llegar,
tocar el timbre a través de un vidrio.
·
Irse a nadar
y sin edad.
Se enfermaron los ojos de mi hermano
como si se hubieran deshojado, justo ahora, el frío empezó a entrar.
No consigo dar respuesta
······································para mi hermano.
Vos en las cuerdas contra el aire, no hacés más que soportar el embate.
Regresar y apartarte como un elástico
necesario.
Camino las calles inclinadas hacia abajo como camino a un pozo.
Suenan talones huecos
····································que se apartan de la voz.
Las baldosas son teclas, enseguida el movimiento de las piernas
hace agua de pensar en llegar,
tocar el timbre a través de un vidrio.
·
Irse a nadar
15 de diciembre de 2010
carozo
Una secuencia de espacios que ocupás y dejás huecos alternativamente, y a la vista resulta como el truco de la pelotita en uno de los tres vasos, las muñecas se turnan para anudar el recuerdo, un engaño. No hago más que verte miserable, enano como un duende, absurdo cuando la mirada va más derecho que los pasos, directo pafuera, y se supone que no hay periferia. Periferia el mundo entero, vos sos un accidente.
26 de octubre de 2010
ciclista
Encontrarte y darte los ojos de ahí en más con noción de verte, de haberte visto. Dejá de mirarme, llegaste a decir, así que de ahí en más mirarte. Mirarte limpio, caminar desnudo. Verte torcer una pierna, torcer las mías. El Niño. El perro boca arriba. El Andariego. La Posesión de lo Grande. Los campos que efectivamente se abren, se ofrecen. Júpiter mío.
Abrir para afuera la puerta de la noche. En la esquina tanta luz de radio parecía una base de la luna, y vos te fuiste apurado en esa dirección. Tres días después la luna es llena y empieza a volcarse.
Abrir para afuera la puerta de la noche. En la esquina tanta luz de radio parecía una base de la luna, y vos te fuiste apurado en esa dirección. Tres días después la luna es llena y empieza a volcarse.
20 de octubre de 2010
mucho gusto
cuando quiero reventarte
combino dos colores y dos ojos
los proyecto encima tuyo
a ver si te hacen rascar los pies contra el colchón
hundirlos
los pies prendidos fuego.
no puedo escribir de manos tan ocupadas
no puedo pensar sin escribir.
no sé para qué se duerme si no es para descansar del cuerpo,
de las grietas en la cabeza.
y si no puedo dormir, hago té,
tomo la taza con las dos manos.
no puedo escribir de manos tan ocupadas
no puedo pensar sin escribir.
salvo si me encuentro el gesto acabado
la ropa perdida
las piernas se estiran de tejer. uno se hace más alto, más fuerte.
salvo nadar
juegos de confiar, cualquier miope, cualquier vendado.
cualquier desnudo.
combino dos colores y dos ojos
los proyecto encima tuyo
a ver si te hacen rascar los pies contra el colchón
hundirlos
los pies prendidos fuego.
no puedo escribir de manos tan ocupadas
no puedo pensar sin escribir.
no sé para qué se duerme si no es para descansar del cuerpo,
de las grietas en la cabeza.
y si no puedo dormir, hago té,
tomo la taza con las dos manos.
no puedo escribir de manos tan ocupadas
no puedo pensar sin escribir.
salvo si me encuentro el gesto acabado
la ropa perdida
las piernas se estiran de tejer. uno se hace más alto, más fuerte.
salvo nadar
juegos de confiar, cualquier miope, cualquier vendado.
cualquier desnudo.
12 de septiembre de 2010
plaza. cap. 1
A las tres y cuarto en punto llega Catalina, era la que faltaba. La habían estado esperando sentadas alrededor de una mesa redonda, de pino, con mantel, en absoluto silencio, con los ojos a la completa deriva –deriva como en el mar, pero en el mantel– y con los pies ahogados en medias de nylon, que igual dejan ver arañitas violetas de venas, piernas inquietas. El único pensamiento común había sido el de reparar en la ansiedad por que llegue Catalina. Fuera de eso, cada cual atiende su juego y la mayoría son juegos callados en sombras, con rimas, como recetas. Dijo que iba a llegar a las tres, a las tres se encuentran todos los días.
Mabel tiene la cartera colgada del hombro. Ya no se la saca cuando sale, lo decidió hace unos años, que no se la iba a sacar ni para hacer pis, que se podía acostumbrar al peso que ejercía como si fuera otra extremidad donde lleva caramelos que se desenvuelven tirando de las dos puntas. Hace un año que no se saca la cartera más allá de las paredes que delimitan su departamento, así que tampoco se sacó la cartera mientras esperó a Catalina, a pesar de que Catalina se retrasó quince minutos porque no calcula que últimamente tarda más en caminar la cuadra que separa la puerta de su casa de la del PH de Negra. Ni calcula que ya no calcula.
Entró tan solemne como solemnes la esperaban ellas. Salvo Negra, que tuvo que pararse para responder el timbre, las demás casi no levantaron la vista del mantel cuando cruzó el umbral de la puerta de la cocina y se sentó en la silla que quedaba libre.
Ya les traigo el té.
Con este anuncio las miradas de Mabel y de Porota volvieron, se encuentraron con la recién llegada Catalina.
¿Había tránsito en la vereda?
Un piquete.
Con razón.
Negra dispone las tres tazas al alcance de las demás y se sienta con la suya. Sorben de a poco, de a una, como si se turnaran para hacer un sonido sutil pero desagradable. Se nota que está demasiado caliente, o que a ninguna le gusta, pero hay que terminarlo antes de ir a la plaza, advierte Negra, porque la que no lo termina, no va. Una vez que el estómago y las manos que sostienen las tazas se ponen tibias de té, que dejan de temblar el pulso y entonces enderazan todo lo que pueden la columna, abren los ojos y parece que la cara se limpia, se ponen a conversar. Comenta primero Porota.
Roberto volvió a quedar congelado.
¿En serio? Qué macana, con lo bien que se lo veía.
Estaba lúcido.
Habrá sido la mejoría de la muerte.
Está congelado, no está muerto.
A mí me trató de seducir.
¿Qué decís, Mabel?
Mabel se queda callada, como en penitencia, y con la mano agarra la correa de la cartera y la incrusta más sobre la clavícula. Las tazas van mostrando sus blancos de fondo. Catalina sonríe y tiene las cejas levantadas en posición fija de sorpresa, o de soplar velas de cumpleaños.
A las cuatro y media están instaladas al aire libre. De la boca de la línea C del subte, sale un camino de adoquines que se bifurca pocos pasos después del último escalón. Hacia la izquierda se despliega una alfombra, como un rompecabezas, de tapas de películas, que toma casi la mitad del pasillo. Tomando la dirección contraria el camino de piedra bordea el arenero. La tierra desde la que se levantan los árboles está medio metro por encima del nivel de la calle, y se delimita con piedras como las del camino. Ahí se sientan las viejas, todos los días, cuando llegan a la plaza. Eligen ese lugar porque en un banco no entrarían las cuatro. Porota es la única que ocasionalmente se para y mira las películas, o le hace un comentario a alguno de los nenes del tobogán.
Cuervo.
Le dice eso a uno negrito, chiquito, que está sentado en la cima y mira para abajo aterrado, como si fuera posible que el tobogán no termine en la arena y que lo hunda para siempre.
Porota, dejá tranquilo al chico.
Que el chico me deje tranquila a mí.
El chico no te está haciendo nada.
¿Cómo qué no? Se para ahí arriba y me mira como si fuera carroña. Cuervo, buitre.
Ya no la escuchan, además tienen la expectativa de que el niño se defienda solo, Porota le dice el nombre de un ave distinta cada vez que vienen a la plaza, la madre debería decirle que tiene que defenderse.
Catalina empieza a tirar la cabeza hacia arriba, el cuello todavía obedece bien el antojo de la mirada. Tiene ojos despiertos, azules. Mira fijo el cielo mientras sostiene el peso de la cabeza en la nuca. Es un día nublado gris parejo, pero una rama de árbol anciano atraviesa las nubes, varios planos antes, y Catalina se queda mirando cuánto se aleja la rama del tronco, tanto que va a parar por encima de su cabeza, y entre ella y el cielo, y ahora las nubes grises están entre sus hojas. Lo cierto es que las demás viejas la tienen sin cuidado, de hecho si le fuera posible conseguir el té por su cuenta, vendría sola o cambiaría de plaza, inclusive, buscaría una más frondosa, con árboles de los que se les ve la sabia o los que en algún momento del año dejan caer la flor amarilla que pisada larga un olor horrible. Tipas. Dan buena sombra.
Mabel tiene la cartera colgada del hombro. Ya no se la saca cuando sale, lo decidió hace unos años, que no se la iba a sacar ni para hacer pis, que se podía acostumbrar al peso que ejercía como si fuera otra extremidad donde lleva caramelos que se desenvuelven tirando de las dos puntas. Hace un año que no se saca la cartera más allá de las paredes que delimitan su departamento, así que tampoco se sacó la cartera mientras esperó a Catalina, a pesar de que Catalina se retrasó quince minutos porque no calcula que últimamente tarda más en caminar la cuadra que separa la puerta de su casa de la del PH de Negra. Ni calcula que ya no calcula.
Entró tan solemne como solemnes la esperaban ellas. Salvo Negra, que tuvo que pararse para responder el timbre, las demás casi no levantaron la vista del mantel cuando cruzó el umbral de la puerta de la cocina y se sentó en la silla que quedaba libre.
Ya les traigo el té.
Con este anuncio las miradas de Mabel y de Porota volvieron, se encuentraron con la recién llegada Catalina.
¿Había tránsito en la vereda?
Un piquete.
Con razón.
Negra dispone las tres tazas al alcance de las demás y se sienta con la suya. Sorben de a poco, de a una, como si se turnaran para hacer un sonido sutil pero desagradable. Se nota que está demasiado caliente, o que a ninguna le gusta, pero hay que terminarlo antes de ir a la plaza, advierte Negra, porque la que no lo termina, no va. Una vez que el estómago y las manos que sostienen las tazas se ponen tibias de té, que dejan de temblar el pulso y entonces enderazan todo lo que pueden la columna, abren los ojos y parece que la cara se limpia, se ponen a conversar. Comenta primero Porota.
Roberto volvió a quedar congelado.
¿En serio? Qué macana, con lo bien que se lo veía.
Estaba lúcido.
Habrá sido la mejoría de la muerte.
Está congelado, no está muerto.
A mí me trató de seducir.
¿Qué decís, Mabel?
Mabel se queda callada, como en penitencia, y con la mano agarra la correa de la cartera y la incrusta más sobre la clavícula. Las tazas van mostrando sus blancos de fondo. Catalina sonríe y tiene las cejas levantadas en posición fija de sorpresa, o de soplar velas de cumpleaños.
A las cuatro y media están instaladas al aire libre. De la boca de la línea C del subte, sale un camino de adoquines que se bifurca pocos pasos después del último escalón. Hacia la izquierda se despliega una alfombra, como un rompecabezas, de tapas de películas, que toma casi la mitad del pasillo. Tomando la dirección contraria el camino de piedra bordea el arenero. La tierra desde la que se levantan los árboles está medio metro por encima del nivel de la calle, y se delimita con piedras como las del camino. Ahí se sientan las viejas, todos los días, cuando llegan a la plaza. Eligen ese lugar porque en un banco no entrarían las cuatro. Porota es la única que ocasionalmente se para y mira las películas, o le hace un comentario a alguno de los nenes del tobogán.
Cuervo.
Le dice eso a uno negrito, chiquito, que está sentado en la cima y mira para abajo aterrado, como si fuera posible que el tobogán no termine en la arena y que lo hunda para siempre.
Porota, dejá tranquilo al chico.
Que el chico me deje tranquila a mí.
El chico no te está haciendo nada.
¿Cómo qué no? Se para ahí arriba y me mira como si fuera carroña. Cuervo, buitre.
Ya no la escuchan, además tienen la expectativa de que el niño se defienda solo, Porota le dice el nombre de un ave distinta cada vez que vienen a la plaza, la madre debería decirle que tiene que defenderse.
Catalina empieza a tirar la cabeza hacia arriba, el cuello todavía obedece bien el antojo de la mirada. Tiene ojos despiertos, azules. Mira fijo el cielo mientras sostiene el peso de la cabeza en la nuca. Es un día nublado gris parejo, pero una rama de árbol anciano atraviesa las nubes, varios planos antes, y Catalina se queda mirando cuánto se aleja la rama del tronco, tanto que va a parar por encima de su cabeza, y entre ella y el cielo, y ahora las nubes grises están entre sus hojas. Lo cierto es que las demás viejas la tienen sin cuidado, de hecho si le fuera posible conseguir el té por su cuenta, vendría sola o cambiaría de plaza, inclusive, buscaría una más frondosa, con árboles de los que se les ve la sabia o los que en algún momento del año dejan caer la flor amarilla que pisada larga un olor horrible. Tipas. Dan buena sombra.
ce dos puntos barra
Como siempre después de la carpeta de folios azul,
la que era como un libro,
en realidad después y durante:
carpetas dentro de carpetas dentro de carpetas,
estas listas de títulos, y el placer del nombre
que casi siempre me enorgullecía,
creía que le encontraba el suyo a cada fila de versos.
Creía que le encontraba el suyo al árbol, al palomo, al muerrrto.
Hoy volvimos a mencionar lo del “atrás, atrás” de las películas de terror.
El atrás, atrás y de frente un niño te dice: ayúdame.
Todas las cosas que existen y por ciertas están, en los reflejos angulosos.
Son las cinco y media
la puta que lo parió
esta semana la ciudad se me prendió encima fuego,
se llenó de las sirenas,
de luces que pasan a los costados a velocidad
como si lo que viajara en contramano
fuera uno,
no el paisaje a los costados.
¿Qué paisaje?
Necesito más cielo, se me cierra el pecho como en caja.
Cielos, con y sin siestas.
En hamacas.
Comer algunas uvas.
Ir contando una,
dos.
Que se quede semilla en una muela,
lastimarse la punta de la lengua haciéndola salir y tragarla.
Imaginar que la semilla anida, y finalmente crece una planta adentro de uno,
como crecen adentro de uno varias cosas:
el árbol, el palomo, el muerto
la que era como un libro,
en realidad después y durante:
carpetas dentro de carpetas dentro de carpetas,
estas listas de títulos, y el placer del nombre
que casi siempre me enorgullecía,
creía que le encontraba el suyo a cada fila de versos.
Creía que le encontraba el suyo al árbol, al palomo, al muerrrto.
Hoy volvimos a mencionar lo del “atrás, atrás” de las películas de terror.
El atrás, atrás y de frente un niño te dice: ayúdame.
Todas las cosas que existen y por ciertas están, en los reflejos angulosos.
Son las cinco y media
la puta que lo parió
esta semana la ciudad se me prendió encima fuego,
se llenó de las sirenas,
de luces que pasan a los costados a velocidad
como si lo que viajara en contramano
fuera uno,
no el paisaje a los costados.
¿Qué paisaje?
Necesito más cielo, se me cierra el pecho como en caja.
Cielos, con y sin siestas.
En hamacas.
Comer algunas uvas.
Ir contando una,
dos.
Que se quede semilla en una muela,
lastimarse la punta de la lengua haciéndola salir y tragarla.
Imaginar que la semilla anida, y finalmente crece una planta adentro de uno,
como crecen adentro de uno varias cosas:
el árbol, el palomo, el muerto
27 de agosto de 2010
11 de julio de 2010
fuz
Se quedaron sin el pan y sin la torta, mis gatos de las sombras, se arquean, comentan entre ellos; andan diciendo que va a amanecer, de nuevo. Empiezan a asumir que es inevitable. Dicen que en la ciudad no hay carnada, que se la llevaron de la almohada los ratones, que no hay ninguna noche igual a otra, ni una en la que no amanezca.
Se van a morir de día, tarde o temprano, de alba o farol; de hambre, por rechazar las sobras de ayer; de aburrimiento, por falta de novedad en tragar leche, en esconder dientes, en el lamer áspero de la lengua seca sobre la carne rosada y la papa. Los gatos ya no quieren guiso.
Se van a morir de día, tarde o temprano, de alba o farol; de hambre, por rechazar las sobras de ayer; de aburrimiento, por falta de novedad en tragar leche, en esconder dientes, en el lamer áspero de la lengua seca sobre la carne rosada y la papa. Los gatos ya no quieren guiso.
15 de junio de 2010
cap. 1
Fueron días confusos los anteriores a este momento de dibujar hacia atrás. Hacia atrás parece el movimiento de una rueda cada vez que vuelve a inventar el eje.
Subí al colectivo con la madrugada todavía noche, la noche sin sueño alguno, de Retiro, con sus nuevos prembarques a los andenes, que al principio parecían funcionales porque personas como granaderos oficiaban, junto a la puerta, de instancia; pero ahora son simplemente un cartel gigante en cada una que dice "Sector de prembarque A, B, C o D (sigue?)". Cartel con letra y color. Eso sí: en vez de una, dos puertas desiertas de guardia para salir.
Nueva Chevallier anuncia su destino a Rosario a las 7:00 horas, andén 43. Confundo los contiguos: no sé cuál es el 42 y cuál el 43. Las mujeres a mi alrededor y en torno al equipaje tienen el pelo igual de seco que el cielo, y fuman, fuman, antes de subir al colectivo quieren fumárselo todo.
Finalmente encuentro mi colectivo, el que hace escala camino a Rosario, subo y escribo esto: La escalera desemboca en un pasillo que a su vez desemboca tres veces en un ángulo de noventa grados, formando un rectángulo que balconea sobre la escalera, baranda mediante, y a su vez sirve de acceso a las tres habitaciones, el baño y la cuarta habitación, ambientes contiguos que todos juntos, desde arriba, desde el plano en dos dimensiones, forman la planta alta de una casa que tuvieron mis abuelos. Un absoluto: la única casa del mundo, y un río. El río que mean los chicos desde el muelle haciendo nacer la conciencia del pito de alguien.
Recurrir a esta descripción confusa de una arquitectura más bien simple funciona sólo como una especie de placebo, me doy cuenta de esto ya con el colectivo en marcha, haciendo en lo oscuro un laberinto de camino desde Retiro hasta la costanera. Un cartel de uno de los chiringuitos: José Luis Bondiola. Describir ambiente por ambiente me calma, el resto no es más que infancia.
Tengo los oídos tapados desde la explosión, ya van varias horas, prácticamente no escucho. A pesar de que viajo en el piso de arriba del ómnibus, siento las ruedas sobre el piso como si fuera en bicicleta. Hace frío y en este universo vos existís, pero no tomás ninguna decisión.
Me olvidé de poner los guantes de dedos al aire en el bolso. La gente sigue preguntando para qué sirven si queda parte de la mano al descubierto. Ana, en cambio, entendió a primera vista. La utilidad de las yemas de los dedos.
El camino de esa ruta sale de la ciudad en la misma dirección que el que va para mis barrios familiares, pero sigue. En total, el viaje dura lo que dura cualquier siesta que se encare sobre una curva elevada por sobre el nivel del pasto, varios metros, más la elevación del piso de arriba, pero las ruedas pegadas al asiento.
Tuve que cerrar el departamento a ciegas con este tapado rojo largo hasta casi los tobillos y con los oídos tapados por la explosión. Perdía el micro.
Si no fuera por los albergues trasitorios delineados de neón que se aparecían, hubiera confundido el andar de ir a San Nicolás con el de andar en avión. De chica decía albergue transitivo, en vez de albergue transitorio; no podía evitar la confusión. Tuve que memorizar la diferencia a través de reglas mnemotécnicas para dejar de equivocarme. Una cuestión de lógica, al costado de la Panamericana, fragmentada en varias habitaciones en relación de contigüidad, algunas vacías, en otras se hace el amor. Una arquitectura efectivamente industrial. Se hace el amor. Una advertencia: Qué se le va a hacer? Peor un monoblock.
El viaje fue así de raro hasta que me quedé dormida. Cuando me desperté, todavía tenía los oídos tapados por la explosión.
31 de mayo de 2010
xul
Mascullando como de rosario, cuenta por cuenta, cuenta que volver de la muerte es triunfarle, como si quedarse no fuera estar montado, como si resistir a lo espeso de los ríos subterráneos no fuera dar batalla, la noche se ennegrece diez escalones menos diez segundos antes de que claree la última cuenta cuenta que una mujer de pechos largos, flacos, devolvió a la tierra lo que de la tierra había tenido y se mostró el sol quince cebadas después de que clareara, le dijo al sol: Clarita te extraño, Clarita que al norte del continente el amanecer le huele a levadura con diferencia horaria, diferencia horaria que no estoy preparada para entender cabalmente, como no estoy preparada para entender cómo el rosario no es capaz de devolverte de donde haya que triunfar volviendo, a vos no, por particular, a él sí, por universal, a Clara tampoco, porque su sol brilla rayos que van lejos fogueando el devenir según el antojo de ella, resistiendo la tierra a borrar hasta las raíces, no hace falta, no hace falta resignar absolutamente todo, no puede ser cosa fácil ni cosa útil.
29 de abril de 2010
goldilocks
Quería hablarte.
De nada en particular.
De nada en particular.
Como un robot de los que imaginaban en los ochenta,
de los que repiten.
Qué era lo que sugerías? Nexos relativos?
El pelo un quilombo, la columna derecha.
Y no pude ni aprender la lección.
Ni saber bordar.
Así vivís y así te quedás muerto.
Acá se ahoga el que corre sobre el capot, sobre el techo, sobre el baúl,
sobre el baúl, sobre el techo, sobre el capot y hace sonar sirenas,
ahora toca sirenas.
Y yo lo lamento mucho, lo lamento todo. Habrás visto.
“Vos qué viva, sos una llorona”.
Qué viva.
Qué?
No te escucho.
Como si la voz hubiera subido la escalera, yo subí atrás.
Recorrimos los cuartos, la voz primero, marcando el recorrido, y desapareció.
Mirando los muebles mudos
me acordé de la cama grande de papá oso
la cama mediana de mamá oso
la cama chiquita del hijo.
Me senté en la mediana.
Espero que vuelva.
Aunque se atraviesen imágenes de un tiempo otro, el de atrás, el de adelante.
La ficción me resulta expansiva, crece por encima mío,
me come el tuétano.
Qué vamos a hacer?,
decime.
Silencio de radio.
El robot se murió.
2 de abril de 2010
apagando los sentidos
Me paro, camino cinco pasos rápidos hasta la cocina, como un chocolate con la mano, los dedos están manchados con tinta de marcador, ahora con chocolate derretido, así que los chupo. Esquivo cada vez más fuerte el trabajo a pesar de que se me presenta lúdico, rico, digno de compromiso. El miedo no me paraliza, me hace vibrar en una frecuencia metálica, como de triángulo, de gong, de zzz, una siesta que incrusta imágenes oníricas en el medio del día, y después uno las lleva al colectivo, y con eso en los ojos mira al que se sentó en frente mío y de espaldas al parabrisas. Viajar para atrás no lo marea. Marean los ojos de él si los encuentro. Me puedo pasar buscándolos todo el día, como si fuera un hábito de los insalubres, de los que se hace curso para dejar. Y en el curso enseñan que solamente estar alerta a los naufragios espesos me devuelve a la hoja, como si acá hubiera tenido que estar todo el tiempo, como si fuera una casa un sol y una atmósfera con piel y núcleo. Una sinestesia. Un mar, con un cardumen, cerca del trópico de cáncer, o del de capricornio, es indistinto.
23 de febrero de 2010
biografía
Envejeciste sobre un escritorio de madera afinando el oficio como se afina un piano. Sin clasificar ni ordenar los documentos, simplemente produciéndolos, uno atrás de otro, sumando volumen de papel a una biblioteca virtual que se extiende desde el piso hasta el techo de cada pared.
Nadie empieza por cómo envejeciste. Cuentan la geografía del pueblo en el que transcurrió el parto y la infancia: un páramo sin insectos, siquiera, en algún punto de la Patagonia que no podría ubicar en el mapa. Ahí la aridez del horizonte se justificaba por la cantidad de gas natural que habitaba el subsuelo; el yacimiento le daba trabajo a tu padre, y a vos de comer. Entonces inventan que empezaste a imaginar para compensar la falta de vegetación en las ventanas y en los trayectos de la casa a la escuela. Pero a decir verdad imaginaste porque te gustaba tocarte, así que es justo que empecemos por cómo envejeciste: erosionándote con la mano y los dedos, erosionando miles de hojas con un trazo corrosivo, sin percibir que eras vos el que se iba gastando. Después se te inclinó la columna hacia adelante, fuiste acercando cada vez más la cara al papel; se te fue el color de encima como se va de una fruta: poniéndola fea.
Con el paso del tiempo se mantuvo intacta, sin embargo, tu capacidad para leer en un estado de concentración inalterable. Me resultaba tan impresionante que era capaz de quedarme parado al lado tuyo un rato, mirándote fijo, hasta estar seguro de que por lo menos pestañeabas. Sandra fruncía la boca de bronca cuando te veía sentado en el sillón verde con un libro en la mano, parecía un insecto; esa expresión fue lo único que te resultó imposible de leer. La bronca era por no disponer de palabras como para captarte así: entero.
Hubo un momento, no sé si te acordás, estábamos juntos, de vacaciones, tenías una expresión tan infantil, estábamos en la selva, y me dijiste que era hora de contradecir a Mallea de una vez, “este verdor no perecerá”. Mirabas el paisaje tupido (era el opuesto al de tus primeros años), trepabas, corrías, nadabas, sacabas fotos. Hacía un calor insoportable; Sandra se pasó el verano desplomada sobre una reposera con un vaso de agua en la mano. Vos no, no parabas. Comías como un animal, fruta y carne con la mano, haciendo ruido, masticando con los dos costados. Pensaste que eso se quedaba así de tibio para siempre. Si te hubieran visto en ese momento los que te conocen hoy... Peor: la incertidumbre de si dentro de un rato vas a ser visiblem de si vas a poder hacer uso de la voz, a través de la garganta, o uso del pensamiento, que si hay algo triste de no haber practicado una religión es este miedo.
Yo, por mi lado, cumplí con la tarea de formar un carácter lo suficientemente apático como para que no me joda ni eso: ni el miedo. Pude armar algo digno de llamarse postura mucho después de que nos distanciamos, recién cuando sólo pensaba en vos si te soñaba. Te soñaba en escenarios ridículos: vendiendo fiambre al costado de un camino o chupándole las tetas a mi mujer, y me despertaba a la fuerza, desde adentro del sueño, me obligaba a salir de ahí para aliviar el asco. Con el tiempo ya ni eso, y después de que desaparecieron las pesadillas, se me empezó a hacer difícil reconstruir tu cara.
Sin tu sombra encima pude levantar los hombros, y anduve erguido como mono nuevo. El paisaje visto desde lo alto de la espalda se me reveló espeso a mí también, tuve una hija. Tenerla me produjo una sensación salvaje. Mirarla. Después de que nació Malena volvieron los sueños: llegabas a casa para conocerla, la alzabas y se te arqueaba una sonrisa ancha, sin mostrar los dientes. Me despertaba triste.
¿Vos te despertaste triste alguna vez? Irse a dormir triste es más común, pero no creo que te hayas despertado triste nunca. Ese dato también deberían contarlo, me parece más relevante que los premios y que la obra publicada. Ni hablar de la geografía del pueblo natal, detenerse en esa descripción es la aridez misma, incluso del lenguaje. Se pueden escribir biografías más interesantes y más francas: de la masturbación a la literatura, la transición fue natural; y después fuiste un pecho baldío que se privó de conocer a Malena. El título de Mallea está intacto: de la selva que tenías en los ojos esa vez, se vuelve al primer páramo, en esta habitación. Así resumiría yo. Buenas noches, las que queden.
12 de febrero de 2010
febrero
Durante un mes entero, el sonido de pasar noches en mi departamento, con una luz amarilla en la nuca y con un ventilador de piso que se mueve como un péndulo en el rabillo de un ojo, fue el sonido de ese ventilador, sobre todo. Los demás: El llanto de un bebé de setenta días, una conversación fuerte, una flauta traversa. Cuando el ventilador tapa el primer sonido, se escuchan los otros dos; si no, no. Cada tanto sonó la manija de la puerta de entrada, que está dos pisos más abajo, pero se escucha más fuerte que el ventilador. Cada vez que la abrieron pensé ojalá que vaya a otro departamento. Para seguir sola nada más. No debían interrumpir, en serio. Y se me dio: no lo hicieron. No pude descifrar el autor de la música de abajo, porque siempre apareció el llanto del bebé, que no paró. Esa madre debería tener un ventilador para evitar escuchar la mitad de lo que le llora el pibe. Hace unos días me crucé con la abuela del nene, y me dijo que a su hija le recomendó dormir mucho antes del parto, para juntar. Es lo que le dice a las chicas jóvenes. Pero nadie les dice lo del ventilador, así que se fuman el llanto toda la noche. Lo escuchan sonar espeso, hirviendo, como un caldo que hay que revolver todo el tiempo. Y dicen que ellas también lloran, pero por la cebolla. Terminé asomando la cabeza por la ventana de la cocina para ver qué era eso que escuchaba la chica que vive abajo, y resultó ser que era un piano, ninguna flauta. No sé que es, pero me gusta mucho. Había un olor realmente fuerte del otro lado de la ventana, instalado en el pozo aire y luz del edificio, un olor como de cocinar duro. Durante casi todo el mes, los días fueron tan calurosos que ninguno tenía futuro. Un tiempo con olores de la piel, de los besos, de la mierda que se puede llegar a hacer con setenta días de edad, o con una ciudad entera. A la noche nos bendecía la misma temperatura, como incandescente o acostumbrada. Serpenteaban las calles dos que iban mitad al trote, mitad en la cola de un camión, llevándose la mierda de la madre, del hijo… La mía. Mi calor, se llevaban. O traían el suyo, no sé. Hubo lluvias realmente muy fuertes, tormentas. Por suerte nadie se asusta de granizo con ese calor, nada podría caer sin derretirse, pero de todos modos fueron tormentas rabiosas. Las viví en ese departamento y en otra ciudad, ese mismo mes. Las atajé en ventanas ya rotas y ventanas por romperse. Vi cómo se caían enteras en la misma esquina. Lleno de truenos, el cielo, parecía el mundo. El bebé paró.
30 de enero de 2010
plan b
Hace poco traté de subir un tema que compuso Neira basado en un algo que escribí yo y me salió mal porque no pude gobernar la parte técnica de la publicación. Prefiero creer, de hecho, que era imposible. Pero como me quedé con las ganas y encontré esto traspapelado en mi casilla de mails, va un videíto de cómo Tierra Gris hace Cuna Quebrada y yo un poco todavía lloriqueo, si estoy en el público.
Ahora sí: Vean
Ahora sí: Vean
28 de diciembre de 2009
deshabillé deshabité deshabituar
Amaina y frena del todo, la lluvia, primero en un silencio, después en una ventana, por último un cigarrillo, afuera, parada porque el banco rojo todavía está mojado, las hamacas también. En los vidrios repartidos de la puerta el pasto está fosforescente y levanta perfume. El humo se estanca, apoyado sobre el olor a tierra como en una siesta.
Mamá se queja porque este verano el jazmín no floreció, así que lo miro y le pregunto por qué. No contesta más que un tono de verde. A lo sumo agudo. Qué me dice lo agudo de un jazmín sin blanco. Casi nada. Sobre todo casi nada que pueda disculparlo de no haber dado flor. Perfume. Decí que por suerte levanta perfume el pasto, todavía, a pesar de que de a poco el aire se vuelve a mover de un lado a otro. Vuelve a circular, dicen las brujas. Así que respiro, ahora que apagué el cigarrillo. Decido profundamente que es el último que voy a fumar. Nunca más. Me duele lo que cuesta renunciar a casi cualquier cosa, así que supongo que tampoco es imposible, porque dejar algo para siempre no me resulta tan ajeno ni tan poco frecuente, debe ser prácticamente igual a la primera renuncia, cuando se deja de nadar para nacer.
Seco el banco rojo con la pollera porque igual hace calor, así que gusta tener puesto algo mojado. Ya tengo ganas de fumar otro cigarrillo. Son las primeras que aguanto; aprieto las rodillas y me obligo a pensar en otra cosa. El jazmín sigue callado. Sin saber que estoy afuera, desde la cocina, mi hermana menor apaga la luz de todos los faroles, e inmediatamente después, las lámparas de adentro. Me deja sola con el cielo.
Mamá se queja porque este verano el jazmín no floreció, así que lo miro y le pregunto por qué. No contesta más que un tono de verde. A lo sumo agudo. Qué me dice lo agudo de un jazmín sin blanco. Casi nada. Sobre todo casi nada que pueda disculparlo de no haber dado flor. Perfume. Decí que por suerte levanta perfume el pasto, todavía, a pesar de que de a poco el aire se vuelve a mover de un lado a otro. Vuelve a circular, dicen las brujas. Así que respiro, ahora que apagué el cigarrillo. Decido profundamente que es el último que voy a fumar. Nunca más. Me duele lo que cuesta renunciar a casi cualquier cosa, así que supongo que tampoco es imposible, porque dejar algo para siempre no me resulta tan ajeno ni tan poco frecuente, debe ser prácticamente igual a la primera renuncia, cuando se deja de nadar para nacer.
Seco el banco rojo con la pollera porque igual hace calor, así que gusta tener puesto algo mojado. Ya tengo ganas de fumar otro cigarrillo. Son las primeras que aguanto; aprieto las rodillas y me obligo a pensar en otra cosa. El jazmín sigue callado. Sin saber que estoy afuera, desde la cocina, mi hermana menor apaga la luz de todos los faroles, e inmediatamente después, las lámparas de adentro. Me deja sola con el cielo.
15 de diciembre de 2009
Tinta China
No hace más que mirar a su alrededor, con los ojos rígidos, como trabados a una distancia fija entre los párpados. Y el cuerpo lo tiene todo quieto. Los puños, al final de los brazos colgando, están cerrados. Las manos son bastante blancas, entonces en los nudillos –los nudillos filosos del puño haciendo fuerza– se trasparentan venas azules, diminutas, pero hinchadas.
Todos los días, a la misma hora, la madre le da un vaso de agua y le dice que trague el mejoralito, que tiene gusto a frutilla. Cuando pregunta para qué sirve, ella dice que para que preste atención, y para estar tranquilo. Entonces la toma, pero tiene más gusto a metal con azúcar que a frutilla. Esta semana ella estuvo distraída, y se olvidó de dársela. Él no le hace acordar porque sin la pastilla igual se siente tranquilo.
Cuando uno de sus compañeros estalló en carcajadas señalándolo, en vez de tranquilo se puso rígido, y lo miró, con los ojos trabados a una distancia fija entre los párpados. Espera algún signo de arrepentimiento. Nada. No se va a parar de reír, va a esperar a que los demás se empiecen a burlar también, más por avalar su poder que por estar de acuerdo.
Se escribe la piel. Se esconde en un rincón del patio y con marcador escribe sobre el brazo, porque es lo único que evita que se coma las uñas. A veces escribe nombres, o palabras que le gustan por su caligrafía. Tiene una letra cursiva metódica y demasiado lenta en el trazo. Nuez, escribe. Fue justo cuando terminó de escribir nuez, que el que estaba sentado a su derecha lo vio, lo señaló, y estalló en carcajadas. Otra vez se está haciendo dibujitos y palabras en el brazo.
En el lugar en el que vive hay un cuarto muy chico que se usa para guardar cosas como el árbol de navidad y los adornos, por ejemplo, en bolsas de consorcio. Pasa ahí horas. Hay olor a escobillón y a cajas de cartón en ese cuarto. Le gusta estar ahí pero odia las pelusas.
Ahora está lejos de su casa y de ese cuarto, pero para escaparse de alguna forma, se imagina metido ahí, escondido entre dos canastos de mimbre. Necesita lugares herméticos para pensar en lo que le dijeron que es Dios, o para no pensar en si debería dar vergüenza distraerse y escribirse la piel.
Como el recuerdo del refugio no alcanza, la vergüenza lo dispara, literalmente: sale corriendo, atraviesa el patio como si fuera ciego, o rápido, y se mete en el baño que está más cerca. Se encierra y con el mismo impulso con el que traba la puerta, da vuelta la cabeza hacia el inodoro y vomita. Probablemente es el jugo de naranja del desayuno, porque no es repulsivo el olor ni el aspecto, pero al pasar por el esófago siente que quema, y se instala la acidez en la garganta. Tiene las dos manos apoyadas sobre la tabla del inodoro, la cabeza le cuelga floja desde los hombros y otra vez fija la mirada, ve cómo el naranja se expande a medida que el vómito se diluye en el agua, igual que en el experimento de tinta china en el clavel. Lo asalta otra arcada, repentina como si no viniera de su cuerpo, y larga más líquido, pero ahora resignado. Escupe un par de veces. Sabe que no va a vomitar más, pero está pálido, y tiene varios escalofríos, uno atrás de otro.
Sentado en el piso del baño, se mira las manos hasta que recupera el pulso, espera hasta que vuelve a sentir calor en los labios. Se pone en puntas de pie y tira la cadena. Tiene las medias arrugadas en los tobillos. Todas sus articulaciones parecen tan frágiles que da la sensación de que podrían romperse. Además es pálido, el color de la piel de su cara es de un gris amarillento. La madre le dice que es por el beta caroteno, algo que él tiene que comer necesariamente con el fin de ser fuerte. Obedece, pero en general se siente flaco y huesudo. Ahora, todavía sentado, a medida que inhala aire cada vez más profundo y más frecuente, le parece como si el torrente sanguíneo fuera de un caudal enorme. Como si la sangre le fuera hinchando los músculos y la cara. Y se para.
El depósito en el que pasa horas, cada día, se le revela lúgubre por primera vez, se imagina muerto (de esto no es la primera vez), y después lo imagina a él, primero muerto de risa, después muerto.
Ya está de vuelta en el patio. Tiene una mancha naranja en el delantal. Se le acerca mirándolo fijo, el chico ya no se ríe, parece que se olvidó. Justamente por haberse olvidado lo toma del cuello hasta que encuentra la nuez, pequeña, a mitad de camino entre el mentón y la clavícula, y le hunde los dedos. Piensa en cómo resisten los músculos del cuello, y siente la temperatura subiendo debajo de sus dos manos. Lo que menos afloja son los ojos rígidos. A los pocos minutos, los treinta y cuatro kilos que tiene entre los dedos agarrados del cuello, se rinden y se expanden sobre el piso igual que el experimento de tinta china violeta en el clavel.
Por Unjotasch
Todos los días, a la misma hora, la madre le da un vaso de agua y le dice que trague el mejoralito, que tiene gusto a frutilla. Cuando pregunta para qué sirve, ella dice que para que preste atención, y para estar tranquilo. Entonces la toma, pero tiene más gusto a metal con azúcar que a frutilla. Esta semana ella estuvo distraída, y se olvidó de dársela. Él no le hace acordar porque sin la pastilla igual se siente tranquilo.
Cuando uno de sus compañeros estalló en carcajadas señalándolo, en vez de tranquilo se puso rígido, y lo miró, con los ojos trabados a una distancia fija entre los párpados. Espera algún signo de arrepentimiento. Nada. No se va a parar de reír, va a esperar a que los demás se empiecen a burlar también, más por avalar su poder que por estar de acuerdo.
Se escribe la piel. Se esconde en un rincón del patio y con marcador escribe sobre el brazo, porque es lo único que evita que se coma las uñas. A veces escribe nombres, o palabras que le gustan por su caligrafía. Tiene una letra cursiva metódica y demasiado lenta en el trazo. Nuez, escribe. Fue justo cuando terminó de escribir nuez, que el que estaba sentado a su derecha lo vio, lo señaló, y estalló en carcajadas. Otra vez se está haciendo dibujitos y palabras en el brazo.
En el lugar en el que vive hay un cuarto muy chico que se usa para guardar cosas como el árbol de navidad y los adornos, por ejemplo, en bolsas de consorcio. Pasa ahí horas. Hay olor a escobillón y a cajas de cartón en ese cuarto. Le gusta estar ahí pero odia las pelusas.
Ahora está lejos de su casa y de ese cuarto, pero para escaparse de alguna forma, se imagina metido ahí, escondido entre dos canastos de mimbre. Necesita lugares herméticos para pensar en lo que le dijeron que es Dios, o para no pensar en si debería dar vergüenza distraerse y escribirse la piel.
Como el recuerdo del refugio no alcanza, la vergüenza lo dispara, literalmente: sale corriendo, atraviesa el patio como si fuera ciego, o rápido, y se mete en el baño que está más cerca. Se encierra y con el mismo impulso con el que traba la puerta, da vuelta la cabeza hacia el inodoro y vomita. Probablemente es el jugo de naranja del desayuno, porque no es repulsivo el olor ni el aspecto, pero al pasar por el esófago siente que quema, y se instala la acidez en la garganta. Tiene las dos manos apoyadas sobre la tabla del inodoro, la cabeza le cuelga floja desde los hombros y otra vez fija la mirada, ve cómo el naranja se expande a medida que el vómito se diluye en el agua, igual que en el experimento de tinta china en el clavel. Lo asalta otra arcada, repentina como si no viniera de su cuerpo, y larga más líquido, pero ahora resignado. Escupe un par de veces. Sabe que no va a vomitar más, pero está pálido, y tiene varios escalofríos, uno atrás de otro.
Sentado en el piso del baño, se mira las manos hasta que recupera el pulso, espera hasta que vuelve a sentir calor en los labios. Se pone en puntas de pie y tira la cadena. Tiene las medias arrugadas en los tobillos. Todas sus articulaciones parecen tan frágiles que da la sensación de que podrían romperse. Además es pálido, el color de la piel de su cara es de un gris amarillento. La madre le dice que es por el beta caroteno, algo que él tiene que comer necesariamente con el fin de ser fuerte. Obedece, pero en general se siente flaco y huesudo. Ahora, todavía sentado, a medida que inhala aire cada vez más profundo y más frecuente, le parece como si el torrente sanguíneo fuera de un caudal enorme. Como si la sangre le fuera hinchando los músculos y la cara. Y se para.
El depósito en el que pasa horas, cada día, se le revela lúgubre por primera vez, se imagina muerto (de esto no es la primera vez), y después lo imagina a él, primero muerto de risa, después muerto.
Ya está de vuelta en el patio. Tiene una mancha naranja en el delantal. Se le acerca mirándolo fijo, el chico ya no se ríe, parece que se olvidó. Justamente por haberse olvidado lo toma del cuello hasta que encuentra la nuez, pequeña, a mitad de camino entre el mentón y la clavícula, y le hunde los dedos. Piensa en cómo resisten los músculos del cuello, y siente la temperatura subiendo debajo de sus dos manos. Lo que menos afloja son los ojos rígidos. A los pocos minutos, los treinta y cuatro kilos que tiene entre los dedos agarrados del cuello, se rinden y se expanden sobre el piso igual que el experimento de tinta china violeta en el clavel.
Por Unjotasch
28 de noviembre de 2009
lo privado es ver salir el sol
Estaban desorientados de luz eléctrica, de disponer los muebles en una ronda y dejar un objeto en el medio, al alcance de todos, igual que un fuego o una botella. Resulta que entonces amaneció de lleno a sus espaldas, y al darse vuelta la ventana era un ojo abierto del todo, encandilado. Así que bajaron las escaleras hablando bajito, abrieron la puerta y se despidieron con un abrazo en la vereda. De vuelta arriba, sola, poniendo las lámparas a dormir, una planta apoyada sobre un estante recupera olor a albahaca –fuerte. Hubo que abrir las persianas, las puertas. Y hubo que aprovechar que el resto de las ventanas, ciegas de sueños de otros, no pueden ver a una mujer sacándose la ropa, soltando gemidos de alivio al despegarse las telas de la piel, el alambre del corpiño, las medias húmedas. Levanta los dos codos a la vez mirando la terraza del otro lado de la manzana, los cables y tanques de agua plateados y por suerte las hojas, igual de nuevas que las de la albahaca, fondeando el paisaje. Entonces los pezones encuentran el cielo como agradeciendo, o rezándole, al hechizo sellado en todas las formas. Recuerda cómo es nadar sin ropa. Se pone un camisón claro y a través del algodón aprieta y suelta los músculos. Los hombros, primero; el cuello, las costillas duras dibujadas en lo más alto del pecho. Escucha un ronquido en una habitación contigua. Parece preguntarse si son feos los ronquidos, o no, y ahora mismo parece no saber contestarse. Entonces se sienta en una silla, como desplomada; abandonó la postura. Piensa un rato, hasta que te da intriga. Le preguntás dándole autoridad de reflexión a los ojos serios. Te contesta que no es nada importante, que sólo piensa en lo feo que suena el ronquido. Te miente. Vos sabés, pero no corresponde que vuelvas a preguntar, así que ella sonríe invicta y sigue caminando por la habitación de una forma que tiene el lenguaje entonado de cuando uno habla solo. Va a la cocina, vuelve a la silla con una pera en la mano y le hunde la boca haciendo ruido para tomarla, aparte de morderla.
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