23 de febrero de 2010

biografía


Envejeciste sobre un escritorio de madera afinando el oficio como se afina un piano. Sin clasificar ni ordenar los documentos, simplemente produciéndolos, uno atrás de otro, sumando volumen de papel a una biblioteca virtual que se extiende desde el piso hasta el techo de cada pared.

Nadie empieza por cómo envejeciste. Cuentan la geografía del pueblo en el que transcurrió el parto y la infancia: un páramo sin insectos, siquiera, en algún punto de la Patagonia que no podría ubicar en el mapa. Ahí la aridez del horizonte se justificaba por la cantidad de gas natural que habitaba el subsuelo; el yacimiento le daba trabajo a tu padre, y a vos de comer. Entonces inventan que empezaste a imaginar para compensar la falta de vegetación en las ventanas y en los trayectos de la casa a la escuela. Pero a decir verdad imaginaste porque te gustaba tocarte, así que es justo que empecemos por cómo envejeciste: erosionándote con la mano y los dedos, erosionando miles de hojas con un trazo corrosivo, sin percibir que eras vos el que se iba gastando. Después se te inclinó la columna hacia adelante, fuiste acercando cada vez más la cara al papel; se te fue el color de encima como se va de una fruta: poniéndola fea.

Con el paso del tiempo se mantuvo intacta, sin embargo, tu capacidad para leer en un estado de concentración inalterable. Me resultaba tan impresionante que era capaz de quedarme parado al lado tuyo un rato, mirándote fijo, hasta estar seguro de que por lo menos pestañeabas. Sandra fruncía la boca de bronca cuando te veía sentado en el sillón verde con un libro en la mano, parecía un insecto; esa expresión fue lo único que te resultó imposible de leer. La bronca era por no disponer de palabras como para captarte así: entero.

Hubo un momento, no sé si te acordás, estábamos juntos, de vacaciones, tenías una expresión tan infantil, estábamos en la selva, y me dijiste que era hora de contradecir a Mallea de una vez, “este verdor no perecerá”. Mirabas el paisaje tupido (era el opuesto al de tus primeros años), trepabas, corrías, nadabas, sacabas fotos. Hacía un calor insoportable; Sandra se pasó el verano desplomada sobre una reposera con un vaso de agua en la mano. Vos no, no parabas. Comías como un animal, fruta y carne con la mano, haciendo ruido, masticando con los dos costados. Pensaste que eso se quedaba así de tibio para siempre. Si te hubieran visto en ese momento los que te conocen hoy... Peor: la incertidumbre de si dentro de un rato vas a ser visiblem de si vas a poder hacer uso de la voz, a través de la garganta, o uso del pensamiento, que si hay algo triste de no haber practicado una religión es este miedo.

Yo, por mi lado, cumplí con la tarea de formar un carácter lo suficientemente apático como para que no me joda ni eso: ni el miedo. Pude armar algo digno de llamarse postura mucho después de que nos distanciamos, recién cuando sólo pensaba en vos si te soñaba. Te soñaba en escenarios ridículos: vendiendo fiambre al costado de un camino o chupándole las tetas a mi mujer, y me despertaba a la fuerza, desde adentro del sueño, me obligaba a salir de ahí para aliviar el asco. Con el tiempo ya ni eso, y después de que desaparecieron las pesadillas, se me empezó a hacer difícil reconstruir tu cara.

Sin tu sombra encima pude levantar los hombros, y anduve erguido como mono nuevo. El paisaje visto desde lo alto de la espalda se me reveló espeso a mí también, tuve una hija. Tenerla me produjo una sensación salvaje. Mirarla. Después de que nació Malena volvieron los sueños: llegabas a casa para conocerla, la alzabas y se te arqueaba una sonrisa ancha, sin mostrar los dientes. Me despertaba triste.

¿Vos te despertaste triste alguna vez? Irse a dormir triste es más común, pero no creo que te hayas despertado triste nunca. Ese dato también deberían contarlo, me parece más relevante que los premios y que la obra publicada. Ni hablar de la geografía del pueblo natal, detenerse en esa descripción es la aridez misma, incluso del lenguaje. Se pueden escribir biografías más interesantes y más francas: de la masturbación a la literatura, la transición fue natural; y después fuiste un pecho baldío que se privó de conocer a Malena. El título de Mallea está intacto: de la selva que tenías en los ojos esa vez, se vuelve al primer páramo, en esta habitación. Así resumiría yo. Buenas noches, las que queden.

12 de febrero de 2010

febrero

Durante un mes entero, el sonido de pasar noches en mi departamento, con una luz amarilla en la nuca y con un ventilador de piso que se mueve como un péndulo en el rabillo de un ojo, fue el sonido de ese ventilador, sobre todo. Los demás: El llanto de un bebé de setenta días, una conversación fuerte, una flauta traversa. Cuando el ventilador tapa el primer sonido, se escuchan los otros dos; si no, no. Cada tanto sonó la manija de la puerta de entrada, que está dos pisos más abajo, pero se escucha más fuerte que el ventilador. Cada vez que la abrieron pensé ojalá que vaya a otro departamento. Para seguir sola nada más. No debían interrumpir, en serio. Y se me dio: no lo hicieron. No pude descifrar el autor de la música de abajo, porque siempre apareció el llanto del bebé, que no paró. Esa madre debería tener un ventilador para evitar escuchar la mitad de lo que le llora el pibe. Hace unos días me crucé con la abuela del nene, y me dijo que a su hija le recomendó dormir mucho antes del parto, para juntar. Es lo que le dice a las chicas jóvenes. Pero nadie les dice lo del ventilador, así que se fuman el llanto toda la noche. Lo escuchan sonar espeso, hirviendo, como un caldo que hay que revolver todo el tiempo. Y dicen que ellas también lloran, pero por la cebolla. Terminé asomando la cabeza por la ventana de la cocina para ver qué era eso que escuchaba la chica que vive abajo, y resultó ser que era un piano, ninguna flauta. No sé que es, pero me gusta mucho. Había un olor realmente fuerte del otro lado de la ventana, instalado en el pozo aire y luz del edificio, un olor como de cocinar duro. Durante casi todo el mes, los días fueron tan calurosos que ninguno tenía futuro. Un tiempo con olores de la piel, de los besos, de la mierda que se puede llegar a hacer con setenta días de edad, o con una ciudad entera. A la noche nos bendecía la misma temperatura, como incandescente o acostumbrada. Serpenteaban las calles dos que iban mitad al trote, mitad en la cola de un camión, llevándose la mierda de la madre, del hijo… La mía. Mi calor, se llevaban. O traían el suyo, no sé. Hubo lluvias realmente muy fuertes, tormentas. Por suerte nadie se asusta de granizo con ese calor, nada podría caer sin derretirse, pero de todos modos fueron tormentas rabiosas. Las viví en ese departamento y en otra ciudad, ese mismo mes. Las atajé en ventanas ya rotas y ventanas por romperse. Vi cómo se caían enteras en la misma esquina. Lleno de truenos, el cielo, parecía el mundo. El bebé paró.